miércoles, 5 de enero de 2011

Una rubia


Mientras haces fila en el banco, para hacer un depósito a la señora Bertha. Te das cuenta que las señoras que se pintan el cabello de rubio y se ponen una playera de la sección nacional, son las menos futboleras; pero sí las más peligrosas. Mientras te acercas a ella, en algún lugar debe encontrarse la fila, ella es la última, pero ahora tú, la miras detenidamente y pasas a ser el último resignado, detrás de ella, sientes calcar tu cuerpo en su fina silueta, un cuerpo escultura de ensueño, el aroma de su cabello no tiene madre en esta mundo de asfalto y pueblitos polvorientos; es una mentada de madre para las gordas y bofas, cuerpos de otras mujeres que la observan sonriente, una cinturita de aquellas que mis brazos han moldeado últimamente en mis sueños. Pero, como que no la miras y te colocas de perfil griego, para que ella te mire de reojo; siempre funciona cuando eres un tipo más alto que ella, al menos a mí no me falla esa mi técnica ineludible. Total, clarito sientes su tibia mirada y comienzas a sentir como te sudan las manos, tus piernas de chicle comienzan a aflojarse y un golpe en los huevos te despabila hasta el alma. Consternado. Ella te grita: estúpido, pues qué pensabas pendejo de mierda. En el momento te agachas de dolor incuantificable más que de pena y babeas el suelo. No pueden hablar ni siquiera sacar la lengua. Estás tremendamente mudo y desconcertado, miras hacia arriba como esperando una cachetada o un bolsazo, arañazo, un taconazo; no sé alguna arma con las que se defiende una mujer desesperada. Sólo escuchas una voz ahora dulce, melódica y que haría conmover hasta el corazón de una roca: Perdón de verdad, te confundí. Ahora sus ojos se tornan tan complacientes y dulces que te da un beso con su mirada. La gente observa el acto y sorprendidos siguen sus tareas; pero tú, ahora agachado en cuclillas, observas con otro concepto a la chica fea y gorda de lado, es bonito su pestañeo, su tranquilidad y manera lenta de caminar, su cabeceo pausado y fatigosos, entonces comprendes que las prefieres gordas, tranquilas y lentas; que rubias delgadas, neuróticas y con reflejos. Te levantas rápidamente y quitas agresivo la mano suave de aquella rubia que te ve ahora cómo sales corriendo por la puerta del cajero izquierdo, empapado de ambas piernas.

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