miércoles, 5 de enero de 2011

El Santa Clous de Sebastián


A Leonardo David por todo lo que representa saberse sin abuelos


El niño Sebastián vivía con Santa Clous. Era alto y no tan gordito como el que había pensado en los cuentos que leía. Además, Santa era un experto para hacer magia con sus guantes blancos.

En verdad, era un viejito inteligente con las manos, pero como Sebastián era muy pequeño de edad y nunca había visto hacer magia, siempre creyó que su amigo Santa tenía formidables poderes. Además, para Sebastián su amigo era inigualable; un hombre carismático que vivía bajo las escaleras, que sabía quererlo en las noches obscuras, además, le contaba cuentos o le hacía magia con palabras raras que ni en diccionarios sabía encontrar.

Su amigo Santa Clous se llamaba Sebastián, igual que él, por eso lo quería tanto y se ponía triste cuando en cama enfermaba o, se lo llevaban al hospital, lo que, por desgracia era demasiado frecuente. En verdad el pobre viejito sólo se había puesto enfermo de gravedad en dos ocasiones; en veces ni siquiera veía lo que contaba en los cuentos, y a decir verdad, no tenía formidables poderes mágicos como creía el niño Sebastián. Pero eso sí, Clous era un abuelito que tenía chispa e inteligencia como pocos abuelos la tienen. Las canas del viejito abundaban en su cabeza como escarcha y nieve que anunciaban la eterna Navidad.

Sebastián también tenía canas. Su madre le dijo que las había heredado, y él no comprendió bien aquello, pero supo que, por alguna razón del destino, los niños diferentes y talentosos eran los aprendices de la magia más asombrosa que pueda concebirse en la tierra, y tenían amigos excepcionales viviendo en su propia casa, debajo de las escaleras.

Aquellas mañana era un día de sol tibio y calientito. Desde la cocina se podía oler el pan y el atole de masa. Era el día que anunciaba el domingo fuera de casa. Pero Sebastián, a pesar de todo, no quería dejar solo a su amigo Santa e hizo una mueca como si experimentara un dolor físico. Sabía que su madre le había preparado aquella agradable merienda sin darle a Santa más que unas cucharadas de amarga medicina, un pan sin azúcar, y un jarrito con agua sabor a arroz crudo.

Se imaginó lo que pasaría con aquellos pancitos de dulce en la cocina; su padre los pondría casi todos en la camioneta y escondería el resto bajo llave. Durante su ausencia, Santa sabría lo que estuvo en la cocina no por sus guantes blancos, sino por las pequeñas migas que no limpiarían de la mesa, como si fuera una mascota y no un viejito con tremendos poderes mágicos. Y así pasaría el fin de semana.

Pero, Sebastián por todos los Santas, tuvo una idea que no había pensado nunca ante la advertencia de su madre. Abandonó sus muletas junto a la pared. Trepó como pudo a la mesa, y luego se impulsó al estante donde se veía abierta la bolsa de pan de dulce, la agarró y salió como pudo de la cocina sin que nadie lo viera. Abrió la puerta del rinconcito donde vivía últimamente su amigo Santa Clous, y le dijo, présteme sus guantes que ahora yo le haré magia…

El abuelito se sobresaltó al despertar y ver al niño Sebastián allí dentro, además, que le había transformado con sus flojos, y feos guantes blancos; un suculento y oloroso pan de dulce, que comió con grandes ganas nunca vueltas a tener en años. Quedó tan satisfecho que se volvió a dormir con una sonrisa enorme como si le hubieran contado el cuento más hermoso de su vida.

Cuando llegó la madre a la cocina, se había dado cuenta de lo que había hecho su niño al dejar huellas de zapato en el mantel de la mesa, así pues, cayó el fuego de la tarde y los regaños uno tras otro sobre la cabeza de Sebastián. La salida de casa se arruinó, y su padre hacía tantas llamadas de teléfono, que mejor se fue a dormir para no escucharlo cuando lo llamara.

Sebastián no cabía en la felicidad para explicar el sueño más largo de su amigo Santa Clous que aún dormido, sonreía. Pero si hubiera sabido que el azúcar le caía mal a la panza de su formidable amigo, aún en su casa estuviera para hacerle magia todos los días, y no una vez al año, en las noches de Navidad cuando viene con sus guantes blancos a buscarlo.

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