miércoles, 5 de enero de 2011

Polvo y silencio



Ya no sé desde que fecha sueño profundamente. No me digas que estoy vivo, que lo sientes, no te creo. En este lugar no hay epitafios, cruces con alguna laminita grabada con el nombre del difunto. No lo sé, en mi memoria los hechos y fechas, todo está hecho polvo.

Me acuerdo de las cruces grandes de mis abuelos, recuerdo la cruz blanca de mi abuela Mina, una chulada de cruz, grabada con su nombre, con el mensaje “en paz descanse”. Ya no hay nada de eso. Todas las cruces de las tumbas han desaparecido, el cementerio se ha ido desapareciendo y yo también me he ido desapareciendo sin que nadie se diera cuenta.

Primero me cambiaron mi florero, pues el tiempo juega con los objetos de los difuntos, después me pusieron una cruz pequeña y desconocida, aún acompañada de la mía. Ahora ocupo un reducido espacio, hasta el patio de atrás, un lugar seco y solitario. Prometieron arreglarme mi montículo de tierra, mi jarrón, mis flores, grabar mi cruz y todos los años los espero aquí postrado, cada día desapareciendo, yendo y regresando, como el polvo, con el polvo escurridizo de Almoloya.

Desde hace mucho tiempo tenía ganas de llorar, pero me pasaba semanas buscando mis ojos. Y cuando al fin los encontraba, yo mismo volvía a olvidar si los había encontrado, el polvo no tiene memoria. A mis años, mi cuerpo se pierde fácilmente, claro, no es una enfermedad de mis ojos, mi boca, mis oídos, mis brazos, mis manos o mi corazón, porque estoy seguro de tenerlos, pero siempre se desaparecen y se vuelven a achicar más, día a día me voy, pero siempre me encuentro cerca. Claro que me sientes, te estoy viendo con mis cuencas vacías, lo siento.

La otra tarde caí en cuenta que mi cruz también ha desaparecido, no lo sé, tal vez ya no la veo o se hace invisible, qué sé yo de las mañas de los objetos aquí en este panteón, pero cuando les hablo a mis vecinos o a los sepultureros, no me contestan, me pregunto si yo seré el invisible, como el polvo en el aire, así me siento.

Todos hablan sin mirarme. Una señora de vestido negro de cuello de encaje, se ha desmayado y traté de agarrarla, pero me ignoraron, corrieron y me atravesaron, como si yo no estuviera entre ellos. Escucho atento lo que dicen, a veces intervengo en la conversación seguro de lo que voy a decirles, no se le ha ocurrido a ninguno ni al perro del vigilante, pero pisotean mi tumba, pasan sobre mi cuerpo. ¿Qué pasa? ¿Por qué me pisan? ¿No ven que me duele? ¡Respeten! ¡Yo respeto! Pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces lleno de tristeza me toco las cuencas vacías de mis ojos, no lloran, no me desahogo, tengo que buscar mis ojos. Lo hago así, de pronto para que comprendan que estoy triste, que lloro, para que se den cuenta que me han golpeado en el corazón, me han ofendido, me han humillado, me han pisoteado, para que se den cuenta que aún existo y me pidan perdón, pero no encuentro mis ojos.

El otro día les dije que cuando me fuera con el viento, entonces sí me iban a extrañar. Mi vecino más pequeño y solitario, palmoteó y dijo en un tono entrecortado¬–: ¿Está vivo, vivo señor, habló como el polvo, y…? Les cayó tan en gracia a los demás, que no paraban de reír, con su desdentada risa que penetraba mi corazón álgido por los años.

Tres semanas estuve buscando mis ojos, recorrí todos mis lados de pies a cabeza, combatiendo con el mugido del viento, hasta que una mañana entró a saco y cuchillo, uno de los sepultureros; a paladas y ni permiso me pidió. Fue entonces cuando me convencí, de que no existo, de que soy invisible, soy historia que se ha llevado el viento, me respiran, lo siento por el tiempo. Me paro en medio de mi tumba, para ver si, aunque sea puedo ser un estorbo o un peso para la pala o que me miren; pero el sepulturero sigue paletada tras paletada sin tocarme; los familiares del difunto están a mi lado, a mi alrededor, de uno a otro lado, con sus trajes negros, caminan sin tropezarse conmigo, al menos no lo siento, al menos ellos me respetan y creo verlos tristes con las cuencas vacías de mis ojos, al menos escucho sus quejidos, sus llantos, pero no lloran por mi desdicha, sino por la desdicha de otro muerto. ¡Qué mal me siento!

Cuando el sepulturero terminó y enterró al otro muerto, pensé tener la oportunidad de serle útil, abrir la puerta del cementerio, regar las flores, acomodar las cruces o si no al menos que me volviera a enterrar en algún lugar especial o en un macetón al menos. Me puse frente a él y luego caminé a su lado, después me senté con él, a descansar la fatiga del entierro. Cruzó la pierna y aprovechó para amarrarse el zapato, luego descasamos recostados, pero ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia, su rostro duro y enérgico no se inmutó ni tantito. En su cara no había ni una sola expresión; sólo se pasó los dedos por los costados de la nariz, como alisando la piel. Tomó su pala, y partió lejos. Aunque lo seguí para comprobar que no soy ni una frazada de muerto, pues lo tocaba, lo empujaba, pero nada de mi existencia. A veces creo que el viento tiene más fuerza que mis brazos, que mis sentidos. Es así.

Un día que amanecí bien humorado y con una quietud de planta en el espíritu, se alborotó todo el pueblo y vinieron a decir que había un día de los muertos. Me puse muy contento, sería mañana, hacía tanto tiempo que no sabía de mis familiares, de mis muertos.

El sábado fui el primero en estar frente a la puerta del cementerio, quise ver por la rendija a la gente de afuera, con sus velas, sus flores olorosas, sus cubetas y palas. Mis familiares han tardado mucho en llegar, ya no los recuerdo, pero ellos sí deben hacerlo, así que me tomé mi tiempo para no pasar desapercibido. Al rato entraban y salían del cementerio, echando las cubetas y palas dentro de los bicitaxis y autos. Se iban todos, me iban dejando solo, con mi escasa bibliografía: mi nombre y fecha de nacimiento, mi labor de hombre polvo, que no sé si fue cuento cierto.

Yo, aún seguía listo y muy alegre, esperándolos, hice guardia en la puerta, esperaba alguna acequia. Cuando de repente un sonido crujió en mi corazón, cerraron la puerta, la entrada al cementerio. El encargado guardó las llaves. Comprendí que yo ya estaba más muerto, tal vez porque no tenía tumba o cruz al menos, o porque mis años tan largos, mi vida tan vieja impidió que recordaran que existía.

Sentí clarito, como mi corazón se encogía y mis labios se apretaban, la cuenca de mis ojos se humedecía igual que cuando uno se aguanta las ganas de llorar frente a una película en el cine, pero no pude llorar mi sufrimiento, porque estoy fallecido como dicen los que disfrazan a la muerte grabándola en una lápida fría; deberían decirme muerto, como es realmente el cadáver sin vida, pero ya ni cadáver tengo. Soy un dolor enquistado en algún recoveco del olvido.

Yo los entiendo, ellos sí se acuerdan de sus muertos importantes, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Y yo… ya no sé del sabor de la alegría de los recuerdos. Antes hincados a mi tumba, era un gusto enorme que me daba tenerlos a mi alrededor, como si fueran mis guarda espaldas. Sentía sus lágrimas y su respiración caer sobre mí. La vida nueva se me metía como un soplo dulce. Hasta me daban ganas por reír al viento, como nunca lo había hecho en vida.

Yo los bendigo a todos y los perdono, porque… ¿Qué culpa tienen ellos que yo me haya disperso, sin orden ni memoria, yéndome con el viento?

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