viernes, 14 de enero de 2011

Confesiones de una adolescente




No es que fuese mi mascota desde hace tantos años en que no tenía ni un favorito, pero parecía que nos conocíamos desde siempre. Nos encontramos en el momento en que pagaba el alquiler más barato que pudiera concebir desde hace años en que me la paso rentando. Desde aquel momento nos hacíamos gestos y señales cuando nos veíamos, ora de noche, ora de día; pero siempre a cualquier hora ya sea alta, ya sea baja, pero no pasábamos inadvertidos. Desde hace tanto que necesitábamos el contacto de alguien que nada nos impidió que nos acercáramos y confiáramos nuestro cariño y lealtad. Logramos tener la química entre mujer y animal en que uno lograba expresar sus sentimientos como mejor forma pudiese: ora uno acudía al otro, ora yo le acariciaba el hocico, mientras él me ladraba al oído con cariño, al tanto rehileteaba su pequeña cola de favorito café. Después de querernos, de empujarnos y volvernos a distanciar, nos sentíamos tan felices como si algo hubiera aligerado nuestro corazón, deseoso de cariño, como si el leve salto de un gato negro nos hubiera salido, propiciándonos una tranquilidad de amiga a amigo. Aquel estado de dicha, cariño y comprensión llegó a tal grado que, los días en que no teníamos secretos, buscábamos coincidir en algún rincón de la habitación. Aunque nuestro cariño debía ser tolerante, pues no cabría la coherencia de experimentar el amor de mujer a favorito.

En aquel tiempo de frío aparecieron los primeros signos de amor entre ambos. Algunas veces uno acudía al otro, nos buscábamos, y nada teníamos que ofuscarnos al darnos a entender que nos queríamos. Éramos muy buenos conocidos y todo queríamos expresar a base de palabras y ladridos. Al principio, cuando habíamos agotado la reflexión, intentábamos confesarnos como nos diéramos a entender nuestros secretos. Aunque bien sabíamos que ya habíamos tergiversado los lazos de la amistad y el compañerismo que pudiera haber entre hombre y favorito. Intentar la charla sobre nuestros deseos e instintos que bien escondíamos, también estaba fuera de relación y norma a ojos vistos por la gente. Tratábamos de distanciarnos, pero nos desesperábamos a riesgo de luego lastimar nuestra sinceridad y lealtad de amigos.

Mi falta de cariño, resultante de mi aislamiento familiar, era impostergable y desolada. Concluí el leer libros y libros, pilas de libros devoraba con denuedo para poder acompañarme a la luz de una vela y volutas de café. Pero uno compañerismo sincero deseaba un contacto más puro, más cercano. Revelándome, concluí el quedarme sola e insatisfecha. Nuestros contactos eran cada vez más demandantes. Mi necesidad de sentirme deseada se incrementaba día a día, había llegado al natural instintivo del deseo.

Ocurrió entonces que, cuando hubiese escrito la última plana de mi diario, y jugueteado él a mis pies, pues sus deseos eran los míos, fue entonces cuando lo llamé a subir a mi cama, que estaba previamente revuelta de sábanas limpias y olorosas a detergente. Qué espléndido deseo del cuerpo. Confiables, nos despojamos de tapujos y penas, preparamos nuestra desnudez al ambiente ideal para consumar nuestra amistad más pura. La amistad es pura conciencia del perdón y el compañerismo que gratifica el alma envuelta en penas y regocijos ajenos. Después de todo estuvo bien, henos aquí dentro de la cama, de deseos satisfechos, absortos, ensimismados en sí mismos, colmados tan sólo de amistad y lejos de prejuicios y convencionalismos sociales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario