domingo, 19 de junio de 2011

El sentido de la vida


Dialogo sobre el sentido de la vida. ¿La vida tiene sentido?

Me encuentro exactamente en el centro del mundo, en el lugar en donde convergen los dos sentidos existenciales del hombre, unos van y otros vienen, yo soy el punto central, tal vez el neutro. Soy una sombra. Muchos se han quedado en cruces sobre el camino, otros se siguen arriesgando por la vía rápida y el doble sentido. La vida no es una carrera, sino solo una absurda pista paralela hecha con el espejismo del circuito. El tren hoy vino, pero corto, no traía cabús, pero la locomotora era amarilla, otra muestra de que sigue siendo absurdo buscarle el sentido a ese algo de lo que aparenta estar hecha la vida.

Vuelvo a decir que me encuentro en el centro de todo, no precisamente en el centro de la vida, tal vez en el punto en donde se puede repensar y replantear los absurdos de la vida. No creo poder constatar sobre la antropía del universo, todo esto es una energía que se equilibra de más a menos, si tiro una piedra o me suicido puede resultar lo mismo. Lo mejor es el juego de colores, el sol que hace alucinar verde y sus rayos amarillos, calientes como el punto neutro de la vida. Pero, total, a dónde se va cuando no se tiene sentido, cuando resulta igual: izquierda, derecha; abajo, arriba. El punto más humilde para su amigo y obstinado narrador es seguiros escribiendo, pero este sitio tan neutro no da para mucho que, seguir en rollos sofistas y todopoderosos de un punto y sus sentidos. Simplemente, la vida no tiene sentido. Quiero volar y detener este fluir constante de autos y destinos.

Un sabio triste, un pollo pálido


Ignoro las leyes de composición que me contienen por estas tierras de arena y sol revolcado. Manzanillo es bonito, pero hoy mi amanecer tiene los síntomas perfectos para achicopalarme, ponerme triste y gris, en bajorrelieve. Aclaro, que, no tengo vocación ni virtud de narrador, sólo quiero hablarles sin desmayo, sin la grandilocuencia de mis maestros de gramática y latín que creyeron allá en la UNAM en la pureza de mis principios para contarles sobre una amplia y abundante filosofía que se dibuja en mi boca y en las palmas de mis manos. El síntoma de mi amanecer tiene la palidez del pollo a vapor que, se cuece a disparos de fuego sin preámbulos y altibajos. A leguas se me distingue mis desfachateces de mal narrador de principio a fin, quisiera recobrar enseguida el dominio de mi arte, pero soy un sabio triste con esa opciones deleitables que se distinguen a leguas en un chilango: anacrónico, poliglota y garibaldino. Me vine a Manzanillo sin el pudor social, más bien con el arrojo y el horizonte remoto de una aura feliz, todo radiante de sol, esperanza y buenos principios, pero hoy claudica el bramido de mi buque en el canal del puerto interior de Manzanillo, Colima. No es nada natural el amor tan lejano que se me viene, me cambia como dolor en todo el cuerpo, ayer fue un lunar hecho zarpazo, hoy sólo palidez y humo condenado a la juventud eterna como tizne. Mientras duren los huecos de mi memoria lloraré esas lagrimas de vidrio cortado que, estallan sobre este papel marchito de letras y desolación. Total, me bañaré mientras está el café helado, las lágrimas que lloré, son lágrimas sobre mi cráneo que está cansado, disgustado a fuerza de no serlo. Seguiré sin mujer y sin fortuna contemplando el horizonte colmado de bodegas en el muelle fluvial y el vasto sol almendrado que estalla para enseguida enfriarse en el crespón de las olas más altas, dicho en romance crudo, voy a dormirme una siesta en esta penumbra ardiente, tirado en el piso ajedrezado de mis pesares, sólo es cuestión de tiempo escuchar me canta el mar sus arias de amor, para ir hasta su fondo y contemplar el consuelo deleitable.

Caligrafía Florentina


Extraño el mundo en el que me movía, el Distrito Federal, sus erráticas lineas viscerales colmadas de polilla a las seis de la mañana; las novicias enamoradas que tendía a frecuentar obnubilado por la evocación al amor de mis letras, a la transición peligrosa renacida de las cenizas para nunca enamorarme.

Ponte hermano la música banda que está pegando, infúndeme en las venas la imaginación siquiera de la Arrolladora y la banda el Limón. Arrúllame madre con tus boleros de Agustín Lara, o la ramificada colección de tangos y gustos de Carlos Gardel. Quiero cambiar el tema que me tocó vivir sin infundir la transición de mis penas y mis desfachateces que hielan el corazón con esa respiración desbaratada por la insolvencia o por la desidia que patrulla en este Manzanillo abigarrado de gustos y costumbres. Total, apagaré la calefacción, desconectaré el ventilador que bordea el sudor rutinario de mi frente que quiera ser prudente sin desidia. Voy a vestirme, a demostrar que el amor no es más que un signo del zodiaco lleno de manos duras y cóleras reprimidas que saben sucumbir a este vértigo perpetuo con la delicia al azar a regaliz y a jabón de olor que me concierne. No estoy loco de amor, quiero ubicarme tan lejos de Dios y tan cerca de mis padres prudentes, conciliándome con el karma que me dieron a luz. Voy a bañarme y a salir por manzanilla y regaliz sin penas y sin tapujos, con esta caligrafía florentina que hoy dejaré como comencé a escribir, porque escribir ya no me sirve de nada, nunca me sirvió, soy de ahora en adelante un espíritu libre, libre.

Espuma ácida, Manzanillo


Soy ese buque triste que se fue del Distrito Federal y está atracado en el puerto de Colima con los riesgos de estar vivo. Voy a hablarles con palabras breves y terminantes, nada de baldes y laberintos para este sabio triste de poco torcer la lengua y de mirada fácil. Tengo una índole de urgencia, de urgencia mía, de regreso y cierta melancolía por la vida defeña y sus aguaceros descarriados sobre autos y andenes anaranjados. Aquí mi fealdad es ejemplar, más que en Nueva York, más que bajo el Monumento a la Revolución, es una fealdad colosal; soltero y sin porvenir, periodista mediocre y extraviado de tal suerte que las miserias de mi vida pueden sumirse en la perfecta postración de seguir vivo. Tengo mejor formado el sentido del pudor social que el de la muerte por remolón y quejumbroso, por querer endulzar con miel de abejas mi edad en términos de vejez ¿Quién hoy glorifica la vejez? Si enriquezco hasta el delirio, soy ese hombre de curvas suculentas con dones múltiples, dedicado a la relectura errática de clásicos, de carácter fuerte y montaraz, pero listo para botarse a la basura bajo una noche libertina que, no escarmenté de tal suerte. Total, siquiera el sol de mayo estalla en: cara, brazos y piernas, hay que incubar el pelambre del inconformismo, aplaudir recio a la feria de Manzanillo, la buena índole de su gente, la pureza de su aire y de su luz.

Por siempre jamás, madre


Estoy bien, madre. Manzanillo medio me quiere. Aunque a veces te confieso, estoy a punto de desplomarme cual pinocho sobre la paciencia de sus polillas. Hace un calor del carajo, todo húmedo y aperlafrentes. Ayer en la noche conté gota a gota los minutos de mis noches que me hacen falta para morir y descender al infierno, porque con el peso de mis 24 años te diré creo poco en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Hoy la luz conciliadora del amanecer recorre palmo a palmo esta placidez fuera de lugar que en cuerpo me contiene. A media luz enternecido por la marchitez de tu piel que aún recuerdo, discurren las horas cual ojos diáfanos y crueles. No quiero que enfermes, madre. Me vine aquí para ser mejor hijo, para claudicar mis esfuerzos estériles y mis absurdos rituales de vida, moviendo mi destino con esa elocuencia procaz que me distingue. Ten fe, madre, volveré, sólo debo pastorear el tiempo con los trámites que la burocracia me pide de acuerdo con la ventura de Manzanillo. Te digo que, no soy ni la sombra de lo que allá fui, la soledad me ha disminuido el cuerpo, me ha tiznado la piel y afilado la voz con tal ingenio que parezco marioneta de mujer. Pero, tu Dios Padre, y tus oraciones me han de sacar de este entuerto, fingiendo para guardar las formas que, suspiran tristezas y desolación en este corazón desquiciado; lleno de espuma ácida que me estorba para respirar y seguirte contando. En fin, estoy bien, madre, a veces salgo en las noches radiantes de mis vísperas para sonreírle al pez vela que hace de monumento azul en el centro de Manzanillo; hay putitas pobres, morenas y tibias de sudor fosforescente que, cazan clientes de solemnidad, pero yo no quiero ni necesito comedero, guardo en mi estado otro mes más, porque estoy hecho de amores sin amor. Ahora bien, el diagnóstico inmediato, es hacerte llegar una felicitación por el día de las mamis, pero, ¿qué puedo hacer si no la quieres? Dices, que, soy mal hijo, porque te dejé y ni un adiós te dije. Total, conforme debes estar, sino estoy muerto, más bien lúgubre; si vivo enroscado como caracol en mi concha; si estos bochornos de calor me humillan y me ponen triste; si olvidé mis mañas de seducción. Entonces, déjame despedirme por siempre jamás con un beso, adiós, madre.

Distancias


He llorado lágrimas de vidrio al estar lejos de ustedes: mamá, hermano, hermana. Tenía que achispar este reto de fuego y comenzar mi vida por mis propios medios. Ahora no tengo calor de hogar, ni cama limpia, sólo escaso techo. He olvidado los buenos hábitos, la dieta y el ejercicio. Tengo fe, madre, pero hay mañanas en que despierto y desvarío. Quisiera que tú estuvieras al pie de mi cama y me durmieras con tus susurros de nube, acariciándome la cabeza como cuando niño. Total, madre, reconozco que he dejado de ser tu guerrero, el pilar más sólido en donde descansabas tu cabeza, ahora soy un muro igual que muchos compañeros de tantos lados están conmigo. Ya no quiero traer arma, ni conocer buques ni cruceros. Adoro el mar, sí, pero todavía sigo con el miedo marino de irme más hondo y desaparecer. Deseo estar a tu lado, pero doce horas y la distancia siguen limitando mis siempre secos y tibios sueños. Total, madre, se va este tu obrerito a revisar un buque y a cuestionar pasajeros. Y aunque, tú ya no me quieras, madre, te quiere este tu hijillo cada vez más requemado y moreno.

En los distanciamientos




Volveré, madre. Aunque tú ya tengas otros hijos de mejillas frescas y recién afeitadas. Pero que quede claro que, yo fui el primero que te hizo ser madre al fresco de tu primera noche desgarrada de marañas empantanadas, milagros y transfiguraciones. Sí, reconozco que se está acabando mi mundo, que los extraño y a cada rato caigo en el charco del inolvido, que las oleadas de zancudos hacen conmigo lo que quieren; que confabula la muchedumbre yuca con sus boleros callejeros y sentimentaloides. Pero al fin y al cabo de ti, volveré para hacer de mi vida una vaina decente, para reanudar mis pasos vespertinos en el Sistema Colectivo Metro, y coquetearles a las mujeres maduras de huesos pronunciados y gestos monumentales. La gente de aquí no me convence: mira sin ver, respirando como gatos inmóviles, pero luego interrumpen mi paso a la vuelta de cada esquina con sus descargas de ojos y sus voces granizadas de vidrio. Quiero hablarles con el silencio perfecto, darles una breve tregua de mi dolor y distanciamientos, decirles que me conmueven los cadáveres de sus gatos flotando en cada charco las noches en que las aguas se estancan. Pero ellas no me escuchan, ni me sonríen, sólo voltean para enseñarme sus dientes pelones. En fin, madre, quiero terminar este tu recado nunca entregado, me voy a desatar improperios contra mis subalternos, quiero decirles que Yucatán es el pedazo de tierra espuria e indescifrable; que se puede encontrar la tarde más intensa y brillante en el contaminado y acelerado D.F., porque las tardes allá mueren en las nubes de un rosado intenso y con alborotos de ave, y puedo encontrar el mar dentro de un caracol sin tantos engreimientos.

Aire, viento y marea




No todo lo que vivo aquí es malo, mami. Me ha costado volver a ser yo mismo, es verdad. Pero trato a un mes de mis desplantes, volverme a ubicar. Puedo girar la cara a lado izquierdo y respirar los vendavales, golpean el Golfo de México. Vivo cerca del malecón. El malecón se agita de gaviotas y palomas blancas y grises. Hay enormes aves surcando el mar. Aquí el mar es un animal inquieto que anda busque y busque, dicen que por fechas de junio y julio el mar se enfurece y mueve con sus furiosos ciclones, mueve tierra y más. Hay que verse caminando como un borracho en las calles, porque los vientos son furia y vendaval. He pensado en mudarme de casa, porque hay cosas que no me gustan, pero no importa, me quedaré. Te confieso no me gusta golpear gaviotas con el parabrisas cuando se me hace tarde, pero qué más puedo hacer cuando tengo que llegar. El sol es otro caso, el aire aquí en mi balcón no me deja de empujar, quiere que me meta a la casa, porque ya lo augurios de una tormenta dicen el puerto menear.

Amor en el Sistema Colectivo Metro


Abordaba la primera estación con dirección a Buenavista. Decepcionado de la tan planeada cita con una chica que conocí en el chat, me quedé hundido en un asiento exclusivo para mujeres, niños o discapacitados, muy satisfecho de no tener a nadie delante para poder estirar mis pies y apoyar mis codos en tubular y asiento de junto. Volví la cabeza a mi lado derecho, y detuve enseguida la atención.

A todas luces, se conocían. Sí. Y no creo que eran hermanos. Eran pareja. Él, un hombre equis, y tal vez por su espontánea regla y su galante uniforme de marino, menos que un hombre común y corriente. Ella, fresca, blanca y menudita, con uno de esos toques atractivos y profundos en el rostro, en consonancia al perfecto color y parpadear de sus ojos, una mujer bien parecida para inspirar las líneas de un romance hecho poema o viceversa. Se podía decir que era, sobre todas las cosas, una atractiva belleza capitalina para amar y querer sin diferencia de dichos verbos, sin ser en lo más mínimo coqueta e intensa; y esto es precisamente lo que cuesta trabajo discernir a una mujer actual que se debate entre ser o parecer bella o interesante.
Apreté los labios y la miré de reojo, porque así es mejor que precipitar la atención que podría golpear el rostro y no volverlo al mismo sitio, y porque el perfil de una cara afilada proyecta más estética en el semblante de un hombre que tiene prospectos de pronto volcar su atención sobre un cuerpo femenino que no le presta mayor cuidado su acompañante.

Ocurrió en la estación Olímpica cuando se abrieron y cerraron las puertas con un agudo pitido. Volví en completa la mirada y nuestras pupilas se flecharon. Yo, que había observado el jugueteo de aquellas quebradas pestañas yendo de un lado a otro por la ventanilla, como si fotografiara las ruedas de cada vehículo, me estremecía al sentir su mirada penetrada en mí, y yo reflejado en sus pupilas azules, el alimento más encantador que este corazón de solitario, de calle y deseoso de estrechar un brazo, pueda haber concebido en uno de sus tantos sueños.

Todo fue y pasó tan rápido. Sus ojos escaparon, raudas partículas que juguetean a perseguirse en el aire, pero que pronto la relatividad y el caos de la consecuencia confronta para detonar en definitivo, así su mirada tornó con más fuerza sobre mí, la fugacidad de Ítaca que de mis ojos se había apoderado con el embrujo que puedan propiciar unas pestañas, quebradas, quebradas.

En tanto ocurrió, la subida hasta las nubes de haberme flechado a primera vista, la más pronta caída a la tierra del desencanto. Sus pupilas azules volvieron otra vez a la carga, pero en ese preciso sentí el cumplido de un vecino que sentado a mi lado izquierdo viajaba en la mirada y atención de ella, y después de un momento constaté la comunicación risueña de ambas partes con un entrecerrar de ojos, se coqueteaban.
Así, por ende, este corazón no tenía ni la más remota palpitación a considerar la ilusión y los flechazos a primera vista como su único recurso, en tanto giré la cabeza a mi afortunado vecino de lado izquierdo. Era joven y con un toque de madurez al vestir y comportarse, cabello castaño y ojos grandes, de mirada profunda y un poco dura, que expresaban inconfundible aprobación.

– ¡Que oso, conmigo! –me lamenté–; ¡ay de mí si vuelvo alguna vez más a repetirlo! Estos tipos se conocen y no hace poco tiempo.

Y en efecto, después de llegar a la estación Netzahualcóyotl, mi vecino de la izquierda, que no había vuelto a apartar los ojos de ella, los fijó en las puertas que se abrían. Ella, la espalda recargada en el asiento, y en el bullicio que hacía la gente al salir; no levantaba menor indicio en su acompañante que iba con la barbilla contra el pecho, y seguramente cerrando los ojos.

Se miraban fijamente, atravesando cuerpos que en ratos se ponían entre ellos, aislados del ruido que pueda concebirse en los rieles ante una lluvia desbordante y el tráfico que afuera aumente según la expectativa del domingo.

Durante las últimas estaciones mi vecino a lado izquierdo no volvió el perfil ni la mirada hacia ella. Pero antes de llegar a la penúltima estación, salió por la puerta de enfrente. Miré a mi derecha, y ella también se había ido por la puerta lateral, dejando a su acompañante dormido y con bolsa de mano al regazo…

–Hasta aquí llegó todo –me dije entre dientes–. Él se fue. Ella desapareció y me he quedado solo con este hombre, y sólo falta una estación.

El cantante


Las propiedades de Cleveland estaban en silencio. En altas horas de la noche, todos dormían, era fácil abrir la habitación donde descansaba el cantante, sin que se activara alguna alarma como tantas existían alrededor, penetrar despacio, cuidando con sigilo la espesura de la alfombra color vino, doblar hacia la izquierda hasta los pies de la cama con dosel en bajo relieve; la superficie de descanso estaba revuelta con sábanas blancas y cobijas varias –de lana, el doctor elegía el movimiento más adecuado, se sentaba a un lado de la cama y empezaba a preparar la dosis que traía concienzudamente en el bolsillo de la bata, hasta que el cantante abría de a poco a poco los párpados, localizando los escasos remansos de luz donde adivinaría una silueta, entonces había que apresurar la inyección en el cuello lánguido como a un pavo navideño, presionar sin mucha fuerza con el pulgar para no frustrar el intento, y el cuerpo ya estaba sin fuerzas para defenderse, asimilando el consecuente letargo de la muerte, contorsionándose terriblemente en el silencio: apresurando sus manos al cuello; el doctor le coloca las cobijas en la cara y se sienta a los pies, cabizbajo, esperando; a esas horas, almas en pena se extravían sin inmutar la atmósfera, sólo vagando, subiendo escaleras, pegándose a las paredes más altas de toda la propiedad convertida en parque de diversión, enseguida un infante fallecido hace tiempo, avisa a una niña empalada en las paredes de la habitación, su asfixia retorcida y el silencio, lo miran con las cuencas vacías de sus ojos, lo miran bajo las cobijas, un minuto después el cantante está rodeado por otras tantas en pena, sin aire y aterrorizado, inútilmente trata de liberarse de las cobijas y las voces de auxilio que atormentan y oprimen el paso acucioso de su corazón, mientras los infantes abarrotan la habitación, atormentándolo, el doctor gozaba sobre todo de la infalible determinación de unas cobijas cuando no podían atender el manoteo demandante de aire, las almas en pena eran infantiles y no entendían nada, tiraban de todos lados de las cobijas queriendo auxiliar al cantante, pero el cantante se retorcía con apremiante silencio, debía ser terrorífico lo que sentía bajando de su garganta a sus entrañas, los llamados de auxilio, y la inaccesibilidad de aire atormentaban su corazón, su vida, sus sentidos, se agitaban queriendo despejarse y era peor porque venía más almas en pena, algunas realmente ensombrecidas y tristes que clamaban auxilio y no soltaban la cobija hasta conseguir despejarla de la cara del cantante, un poco despertándolo del letargo de la inyección y otro tanto, tratando seguramente de darle nuevos bríos para destaparle a la vida, el doctor hubiera querido estar también dentro de las cobijas para ver cómo la inyección suministrada, estiraba los rasgos faciales del cantante; tronchándole las cuerdas bucales, tirándole las orbitas de los ojos hasta sumirlo en el letargo de la muerte.

Coyotes


Voy trepado en la burra de mi abuelo, a cada rato escucho el aullido de coyote rebotando en la barranca. Ayer no pude dormir de puro temblar de miedo, mientras trataba de pegar el ojo imaginaba que los ruidos del corral eran manadas de coyotes devorándose a los animales. Todo acabó en un miedo nada más. Mi abuelo dice que soy muy miedoso, dice, te acojonas igual que tu padre. Aunque yo sé que él igual no puede dormir, cuando aúllan los coyotes. Es por eso que ahorita andamos iluminando alrededor del rancho para que no se acerquen esos animales por aquí; ellos les tienen miedo al fuego que hace mi abuelo con la leña que acarrea del monte en las mañanas de lluvia o rocío. Es una leña húmeda que saca chispas y hace crepitar hasta a los mosquitos que se le acercan, es por eso que los coyotes escuchan ruido y se alejan, aunque esos animales son inteligentes, nada más andan viendo meterse en los corrales.

Los coyotes son pardos como un perro revolcado, algunos son flacos y otros bien gordos. Yo los he visto sólo al otro día, cuando mi tata los quema después de haberle sonado un tiro en la noche. Dice que sus ojos son brillantes como los de un cocodrilo. Yo nunca he visto nada de ojos brillantes. Pero mi abuelo ha viajado mucho y me cuenta. Los ojos de mi abuelo han visto mucho. A veces se ríe de los coyotes, cuando bien difuntos, los quema en el fogón que dejó mi abuela después de morirse. Se queda tirado en su poltrona vieja y con la escopeta bien cebadita. Los espera fumando su pipa; llenándola y volviéndola a vaciar al aire, me dice, vete a dormir que ahora yo te cuidaré.

Pero yo no puedo dormir, cuando mi abuelo está afuera esperando a una manada de animales que comen carne y no distinguen si es hombre o animal. Es por eso que cuando termine de poner fogatas, no voy a dejar sólo a mi tata. Esta noche seguro y me escondo bajo el tejaván del guardaganado y veré a mi abuelo matar coyotes, tengo que saber si puede quitárseme el miedo, viéndolos de frente como lo hace mi abuelo; él me cuida después de muertos mis padres. Él no quiere que lo deje sólo, pero a todo esto, yo sé que un día he de irme, ya estoy fuerte y alto, ayer cumplí ocho…
Filiberto se fue a la ciudad y trajo cosas que no hay por aquí. Llegó en una camioneta alta llena de muebles. Pero Filiberto me dijo que todo se lo ha ganado trabajando, yo le creo y quiero seguirle. Pero a dónde dejo a mi abuelo con estos coyotes merodeándolo para dormirlo, es por eso que me he decidido a perder el miedo e irme a buscar su madriguera en el monte para matarlos a todos y demostrarle a mi abuelo que no soy miedoso como mi padre.

Yo quiero ayudarle a ganar dinero a mi abuelo; él vive del campo, de la cosecha y sus animales. Lo poco que me ha enseñado a criar y levantar la semilla lo he aprendido bien. Es por eso que soy obediente y trato hasta lo imposible de decirle que seré siempre obediente, pero luego aúllan los coyotes y tengo miedo de perderlo. Esta noche de aullidos me voy a matar coyotes, yo sólo con una lumbre de ocote, mientras mi abuelo duerme, porque ya lo veo dormitando y ni la burra escuchó salir del corral grande.

En nombre del amor



¿Has visto a un enamorado que, se ha adelantado a las vísperas de San Valentín? Pues sí mi estimado Chino, yo era ayer el indicio claro de ese hombre adelantado por un par de días al catorce de febrero. Iba con mi globote de corazón, un estuche que traía una almohadota rosa en forma de estrella toda adornada de tantos globos color confeti y serpentinas existen; mis chocolates en la diestra y un celular que ansioso sudaba mi mano. Vieras como ayer estuvo el día, te cuento que hasta el globo intento escapar de mí; la ves más chistosa y desesperada estuvo cuando iba a abordar el metro, pero pasando este a toda velocidad se lo llevó, vieras como iba todo yo: dejando el gran estuche en un lado y corriendo tras el raudo globo que al pie del andén casi velocidad colectivo metro iba alejándose de mí. Pero en grandes zancadas y desesperación le pisé a unos metros el popote y corté su carrera, también la carrera de una chancluda que quería hacerme el favor de evitar que el inflado fuese desbaratado por el ímpetu con el que el metro hacia su rauda parada. Pues sí mi estimado Chino, ríete, sólo a mí podrían pasarme esas cosas, pero ayer me puse la coraza del empedernido amante, y salí a la calle todo emperifollado en nombre del amor. Vieras, como me miraba la gente en la calle, hasta escuché comentarios y risas de chicas, decían, mira qué bonito, ¡ah qué lindo! No sé si lo decían por mí, o por toda la faramalla de listones y obsequios me cargaba para luego, subir escalones y más escalones, tratando de abrirme paso entre la gente que, me veía como tú y yo sabemos se ve a un pollito que cacaraquea en nombre del amor. Pensaba yo, sólo me hubiera faltado vestirme de rosa, o de rojo, pero llevaba una chamarra blanca, un pantalón negro y mi buena actitud. Total, desistí embutirme en el primer vagón del Metro, dejé pasar la oportunidad, no, porque no quería estropearme el planchado sino porque era tan grande el estuche y el globo que hubiera tenido que lógicamente abordar la misión. Pensé dos que tres veces acudir a Plaza Center en taxi, pero pronto llegó la mejor ocasión; el vagón está enfrente de mí, hay espacio. Entonces, pues sí me trepé todo, con todo y el andamiaje del amor. Todo eran miradas y buena actitud. El amor se huele, se ve, y es tan público a veces.

Llegué a la estación más cercana a Plaza Center, pero recibí mensaje de que ya no iba a ser allí, el tráfico había desquiciado los planes. Ahora, era en Bellas Artes. Total, allá iba yo subiendo escalones y escalones, regresando tras mis pasos para que en cuanto pasara el raudo colectivo naranja me arrancara la posesión del corazón inflado, y allá voy a dar tras él como un loco que evita complicarse la vida en nombre del amor. Total, ya regresando al estuche que había dejado atrás, lo tomé del cordel y partí plaza para sentarme y ver puestas en mí tantas miradas que no tenía yo más contemplación entre alternar mi mirada entre la ventanilla y el celular que recibía el mensaje del cambio de plan. Total, sólo había que aguantar el escrutinio. Aunque hubo un cabrón que, cerca de mí no me quitaba la mirada, hasta creo que se reía el muy cabrón, pero que me le quedo viendo, y ya le bajo a la chispa que ardía en mí, porque no era yo un payaso sino un amante que las vísperas de San Valentín lo habían contagiado antes de tiempo. Total, llegué al arribo, me bajé, escaleras eléctricas, miradas, con cuidado. Total, abordé otra línea, y por fin Bellas Artes. Yo sólo esperaba el visto bueno de la luz en el semáforo. ¿Por qué el semáforo no me habría paso como las personas en el Metro? ¿Por qué los conductores no paraban? Total, luz verde y mi corazón en vilo, pero mis pasos hacia el asta bandera de Bellas Artes. Así fue, siguieron las miradas, aunque por fin llegué a un lugar más indicado para saberme hombre en nombre del amor. El aire frio, el aire del mes de febrero. El globo a ratos quería volar, pero lo sujeté del popote entre un arbusto. Dejé chocolates y estuche en jardinera, y mandé mensaje en nombre del amor. Y la espera se hizo más larga, y más larga. Flechas y flechas de juguete iluminaban la postal viviente de Bellas Artes, subían y caían, y late que late mi corazón. Algunas chicas me veían, sólo les faltaba pedirme mi nombre, pero no. Yo la esperaba a ella, aunque decía que el tráfico seguía cañón. Total, en un rato, más bien un ratote, y yo masque y masque, ya ni el chicle me hacía distracción. Llegó un bolero y le dije que sí. Bromearon algunas chicas con mi globo de corazón, y quisieron que se lo regalase, pero allí ya no. Yo la esperaba a ella, hasta que por fin llegó, luego tuve que marcharme más ligero hasta del corazón.

Los gatos de mi azotea


Cuando estaba solito con los gatos de mi casa les quemaba los bigotes con cerillos. En seguida, los dejaba ir y trepaban espantados, creo, a la azotea. No volvían a aparecer en un largo tiempo. Me daba risa porque a algunos no les crecían los bigotes. Eran tantos mininos, como tantos colores hay en el aliento de un dragón, creo recordarlo apenas. Me daba el lujo de recordar y olvidar si a ese precisamente le había pasado el fósforo en mi cumpleaños o en algún domingo cualquiera. Aunque, sin embargo, algunos no se dejaban agarrar, escapaban. Me rasguñaban desgraciadamente. Y yo, bien turulato, a veces no los soltaba a la primera. Pero afortunado, porque mis papás no estaban en casa para exorcizarme con el de la hebilla dorada, con el cinturón. Y pues, ni una idea de que se me desangraba el brazo. Además, ya me habían advertido no agarrarlos y no ser grosero con ellos.

Mis papás siempre llegaban en la noche, llegaban bajando de la camionetota Toyota, doble tracción; las refacciones que vendían en el concurrido y variopinto mercado de la colonia como sospechando mi docilidad ante su mirada y el escape a sus abrazos. La Toyota, era un camionetón que a mí me gustaba, porque estaba pintada con florcitas tipo hippie y tenía un amplio quema cocos, por donde podía sacar mi cabeza sin peligro de carros y…. Pero, en eso de la sangre, mami me curaba las heridas de gato con besos y algunos que otros regaños, sin decirle a papá, que sin duda nos regañaría a los dos.

Los consejos de mamá, me entraban por un oído y me rebotaban por el mismo. No me importaba la larga espera o el dolor del suéter sobre mi costra de ayer; el pedazo de una lechuga orejona y perejil chino sobre mi codo. Y, sentado en las escaleras al otro día, envuelto en una frazada vieja, con una pierna de pollo frita y grasienta de la comida del domingo; tirada cerca de mis zapatos o una alita todavía caliente sacada de mi plato del desayuno; se acercaban y la comían los desdichados gatitos. Pagarás lo de ayer…, aunque tú no fuiste, te pareces al que me corto aquí, me decía, como soplándole al gato color nicotina en la oreja. Mi maquinación de meterlo en la vieja lavadora del jardín, o encerrarlo en la vieja casita del árbol, estaba en curso.

Los mininos me tomaban cariño, hasta lamían el suelo saboreando el pollo a las brasas que les había regalado directo de la cazuela de mami; haciendo a un lado las papas fritas. Se calentaban, pegándome pelo en casi toda mi ropa. O me lo agradecían así, dándole vueltas a los ruedos de mis pantalones, sin hacer nada, sólo ser bola de pelos. Algunas pelusas hasta iban a dar a mi legua. Eso decía, que me habían perdonado. Pero yo no lo había hecho. La herida todavía estaba fresca en mi brazo.
Hay que reconocer. Reconocer es una forma de identificarse. Pero total, reconozco que a alguno lo perdonaba y lo dejaba juguetear su cuerpo y cola en mis pies. El sol esplendido y bueno de invierno, caía sobre mi cuerpo y el gato en mis rodillas, ronroneaba con sus ojos cerrados, como una caricia. Era encantador tener la compañía de un gato casi todos los días de la semana que mis papás estaban trabajando lejos o estaban peleados y me descuidaban.

Cuando los miaus no se dejaban agarrar, los perseguía por todo el patio y a algunos los atrapaba. Y, aunque me rasguñaban, ya tenía abierta la tapa de la lavadora vieja. Con la cabeza rebosante de sol y maldad. A algunos por pura venganza, los metía allí dentro a purgar su condena, o terminaban atrapados con una cubeta encima, si de veras eran muy astutos y gordos. A veces no entendía mi cariño hacia ellos. A veces pienso que me desquitaba muy fuerte con ellos, porque tal vez alguna gatita estuvo preñada. Era yo un dictador enano, un domador feliz en mi territorio de árboles frutales y carnes de la tienda de mi abuelo. No lo sé, son recuerdos que me hacen a veces feliz al recordar, mientras escribo.

A veces pienso en la felicidad. En la modesta felicidad, como una entelequia. Esa idea platónica de lo perfecto. Dicen que la felicidad es una cumbre de un segundo. Pero a la larga, a mí me gustaría que fuera al menos una llanura infinita de siete segundos infinitos y prolongados, como la vida de los gatos de mi infancia…
Regresando a los miaus, que estaban dentro de la aparato o en la cubeta de diecinueve litros. A veces los dejaba ir. Y ellos corrían lejos de mí, como si fuera su última vida gatuna. Les quitaba la cubeta de encima. Aunque, algunas ocasiones terminaban días en la lavadora blanca y vieja, de mi abuela Mina. Porque, según yo, quería que durmieran cómodos o purgaran maquiavélicamente su condena, por haberme rasguñado o ser desconfiados conmigo. Total, no sé, pero los días pasaban y luego, los gatos saltaban escuálidos fuera por fin, pues mamá, les abría la tapadera; los había encontrado y a mí, se me había olvidado. Aunque, esto no pasaba todos los días, porque en la casa de mi infancia los bigotes rostizados paseaban diario en mi azotea.

El ogrito más hermoso


A Karina, Mariana, y Abril por hacer de Almoloya su Itaca infantil


En una comarca lejana, hace tantísimos años, vivía el niño ogro más hermoso y bueno que uno pueda figurarse. Los rumores son muchos en cuanto sus hábitos, pero era cierto, que sus ojos eran tan nobles y tristes que podrían conmover hasta el corazón de una roca, si este proyectil tendría sentimientos; además, de que la piel del ogrito era de un verde hermosísimo.

El padre de este niño ogro estaba muy triste por la singular nobleza de su pequeño, que podría decirse era el hombre más infeliz del mundo; pero en realidad, mucho más desdichada que el gran ogro padre, era la madre del niño hermoso, quien lo odiaba con aberración y encono, y se desvivía a cada rato por demostrárselo a la luz de todos. Entre los notables desprecios y muestras de su acérrimo rechazo estaba una terrible marca en forma de cruz que le había hecho en la frente con un alambre oxidado, y desde el que se le extendió como una amplia y desagradable cicatriz, por lo que todo conocido nombró al niño como el “Marcado”.

El ogrito hermoso obtenía de su padre permiso para jugar a las afueras del bosque, donde con otros ogritos se divertían con su cicatriz, y su piel verde y brillante; aventándole piedras y lodo sin herirle ni lastimarlo.

Cierto día, al abrir la puerta de su mal construida casa después de estar brincando con sus amigos, vio en el suelo una gran petaca llena con toda su ropa preferida. – ¿Me corres de contigo, madre? –exclamó al ver a su madre con las manos en la cintura–. ¿Quieres que me vaya?

–Claro, hijito –respondió la señora ogra–. Bien sabes tú que te he odiado con toda la repugnancia que me ha embarga, pero éste fue todo el tiempo que te he aguantado; así que vete, y no vayas a llorar con tu padre, porque bien sabes que está enfermo, y pálido desde ayer.

– ¿Sigue enfermo papá? –cuestionó el ogrito, olvidándose de sus maletas–. ¿Qué le ocurre?

Tal vez no sea nada grave y mañana ya esté de pie –respondió la madre.

Y le explicó que el estado de su ogro padre sólo era un leve dolor en el pecho que le obligaba a guardar reposo y no a hacer coraje, añadiendo que ese era el motivo por el que había tomado la decisión de mandarlo lejos de casa, a un lejano y viejo árbol que estaba del otro lado del bosque; junto a un molino abandonado, para que el pálido y enfermo se compusiera más rápido al saberlo lejos.

–Me marcharé en este momento –aseguró el ogrito al comprender la posible explicación de su madre. Tengo deseos de que se componga mi padre, y alguna vez conseguir su perdón por haber nacido como soy.

Aún había luz en el bosque, pero como la mamá del ogrito quería que el niño se marchara cuanto antes, y no regresara por temerle al anochecer, le dio un suéter, una bolsa de sobras y una verduzca garrafa de agua estancada. Después, le puso la petaca al hombro, y acompañándolo hasta la puerta se despidió de él haciéndole un gesto despectivo y sucio. A pesar de que el ogrito tenía muy claro marcharse pronto, creyó prudente hacerle una aclaración.

–Camina rápido y sin pisar fuerte –le dijo–, y no te desvíes del sendero más angosto. Procura no mover ramas ni chiflar como acostumbras, porque el cazador puede encontrarte.

–Descuida, madre –respondió el ogrito; amarrando la bolsa de sobras a un tirante de su petaca, que colgaba a su vez ésta de su formidable y singular hombrito de niño, y emprendió el camino al que lo aconsejó su madre.

El cielo todavía era de color naranja. Las aves y los insectos convivían con el fresco rumor del aire acariciando las ramas de los arboles. Pero el color y el perfume de las flores parecían contrastar con el corazón del ogrito, que tan apachurrado y triste se sentía. Porque el niño, que sin embargo quería a sus malos padres, deseaba algún día volver a verlos. Despreocupado de en cuanto pudiera toparse al cazador, sólo pensaba en el momento de regresar sobre sus pequeños pasos.

Sin embargo en ese preciso momento en que todo parecía normal y tranquilo, alguien olfateaba el aire con los planes más perversos que puedan en un hombre y animal concebirse.

Era el viejo cazador y su siempre acompañante perro café, un malísimo par para los animales y ogros del bosque. En cuanto percibieron la presencia del ogrito sintieron las ganas de volver a observar la sangre azul correr sobre sus pies, porque cabe decir que la sangre de un ogro es azul y venenosa como tinta de un cielo en abril se pueda hacer. Ya en otra ocasiones el cazador había observado al ogrito, y temía a que un día muriera sin poderle arrancar la verde y brillante piel. Por lo que se mantenía escondido cerca de un molino abandonado, guardando la distancia de la aldea de ogros, porque también, cabe decir que dos o más ogros son horrendamente peligrosos; y esto para el viejo cazador era arriesgar su vida, y la posesión de su largo y preciso rifle; además, la fidelidad de su terrible y colmilludo perro café.

– ¡La gran oportunidad de mi vida! –se había dicho el viejo cazador al ver a corta distancia al ogrito, con la cabeza gacha, y recorriendo desapercibido el estrecho sendero. Pero acuclillado, escuchó también varios ruidos a lo lejos, agregó: –es más seguro aguardar un momento y, no perder la paciencia de mi vida para tener en mis manos a ese verde trofeo.

Y así esperó y esperó.

Mientras tanto el ogrito continuó dando paso que lo internaba cada vez más en el profundo rumor del bosque, hasta ver a lo lejos el alto, viejo, pero aún admirablemente verde árbol que tanto le había insistido su madre. Entonces, el cazador abandonó los arbustos que le hacían de escondite y salió a la carrera con los ladridos de su perro por delante, y su escopeta cebadita sentenciando lo que el final de este cuento podría ser.

– ¡Alto y no te muevas, animalejo éste! –exclamó en un grito atronador con la amenaza de su rifle apuntando a la cabeza del ogrito–; ¿cómo te llamas y qué te pasó en la frente?

Al ver junto a él tal terrible instrumento que atronaba los miedos, y desapariciones en el bosque, y en su aldea de ogros; el niño se asustó y tembló tanto, pero como era tan bien portado y noble, respondía a todas las preguntas que le hacían el perro y el viejo cazador; riendo estos a bocajarro:

– ¿Quieres saber mi nombre o, quieres saber cómo me conocen todos al tener esta cicatriz en la frente?

– Me da igual –respondió el viejo cazador, calmando los ladridos interrogantes del perro y colgándose el rifle al hombro.

–Pues mi madre me odia y me hizo esta cicatriz para que todos me dijeran con desprecio el “Marcado”.

– ¡Que feo nombre! –ladró el perro–. Sin duda es un ridículo nombre que marco tu destino y el poco que te queda. Volvieron a reír los dos compinches…

El ogrito tembló de pies a antenas, la piel se le puso más verde, pero obscura. Y los ojos se le entristecieron más de los límites de la tristeza que pueda concebirse en un ser hermosamente noble. Y como vio que el cazador preparaba su rifle, se dispuso a correr vuelto loco hacía el refugio de gruesos arboles. Entonces, el perro que había visto las grandes zancadas del ogrito, se perdió ladre y ladre en el sendero que dejaban los pasos olorosos del verde perseguido, mientras tanto el viejo cazador maldecía encontrar algún rastro.

A pesar de que los ogros corren grandes velocidades a cortos lapsos de tiempo; el ogrito fue mordido en la pata derecha por el perro del cazador. Aunque logró escapar subiéndose a un enorme árbol. Luego, todo fue silencio. El perro de café cambió a verde, y babeando regresó camino a morirse a los pies de su amo.

El auto deportivo


La vida sigue y aunque esté alguna ambulancia presionándote con la sirena, la muerte también. ¡Este día sí que estuvo difícil para mí! Nunca había visto a nadie morir de esa forma. Se llamaba Paulina, la conocí arriba de una ambulancia, iba ella con su diadema blanca en el pelo y tenía sus pestañas quebraditas, quebraditas. Confieso que Paulina me gustó a la primera, le calculo tenía unos 25 años exagerando mi estimación, su cara de niña tierna me complacía al verla hablar y tomarnos fotografías para echarse a reír a bocajarro recargándose sobre la puerta trasera, decía: espera, espera que aquí saliste bizco; otra, otra que salió movida. Y yo le decía: Pues muévete con ella. Todos reíamos con la confianza que uno se tiene al conocer a alguien que pronto será parte de tu círculo social y de trabajo.

Éramos cuatro, íbamos sentados en un sillón largo que aún conservaba el azul primario de algunos años atrás, teníamos enfrente a nuestros pies la camilla y más enfrente los botecitos con diferentes etiquetas que mencionaban los accesorios de curación y demás soluciones para aliviar de emergencia. Yo fui el cuarto y el último en llegar, subí a la ambulancia por una puertita lateral y me presenté, porque cabe decir que, soy nuevo en esto de recibirme como paramédico. Aunque ya íbamos a la ceremonia que nos reconociera como tal, porque eso sí, a la Cruz Roja le debo mucho, muchas satisfacciones y experiencias también, así que por tanto iba afeitado e impecable, todo bien y en forma como tiendo a ser, cuando algún evento deseado por años no contiene mi merito y felicidad.

La sirena se hacía escuchar sobre la avenida Reforma. El comandante de la ambulancia para todo quiere hacerse notar, usa el protagonismo como su mejor arma y en este caso a su conveniencia.

Crucé comentarios sobre su preparación y trayectoria académica con los tres colegas paramédicos y juzgué un poco sus uniformes bien almidonados y sendas crucecitas rojas en los antebrazos. Mi saco me venía flojo pero yo estaba contento, viendo luego como el comandante Rodolfo maniobraba a toda velocidad por la avenida. Me encanta aquella sensación de ver como el sonido de una sirena puede abrir el mundo si se pudiera, pero no se abrió el mundo, cierto, sólo los autos se hacían a un lado para dejarnos pasar; lo que se abrió fue una puerta por la que salió despedida Paulina –ayyy–, rodando por la avenida y gritándole yo al comandante que se detuviera –pare, pare, pare–. La ambulancia se detuvo y el ruido de la sirena también. Desde escasos metros pude ver a Paulina cercenada; un carro deportivo del año y rojo, le pasó por encima, corrí a su lado, todo era sangre, calor y mareo que por poco me caigo con sus sesos. Su rostro era irreconocible, su traje azul y chaleco con bordada crucecita no le sirvió para nada ni siquiera se reconocía las caligrafías de la Cruz Roja en su pecho. Todo pasó tan rápido que ni mi preparación de años ni mis escasos sentimientos ni mis manos al menos sirvieron para darle los primeros auxilios y reanimarla, sacarla de aquel mal sueño, de aquella mutilación de pesadilla.

El comandante Rodolfo, se llevó las manos a la nuca, dijo, que he hecho, palideció a pesar de ser un hombre blanco su rostro tornó color papel arrugado y creí yo que iba a caer al suelo, pero afortunadamente dos de mis compañeros lo llevaron a la ambulancia.

Me quedé a lado del cuerpo, de los pedazos de cuerpo y sangre coagulándose con el calor y el aire denso; mirando al chofer que lloraba con ahínco sobre el cofre de su auto deportivo, de su compacto pero asesino auto deportivo. Mis compañeros no regresaron con las sábanas sin antes encender la sirena y activar la llamada de emergencia.

Todo era consternación, miedo y sorpresa. La fila de autos transitaba lento –no veas eso hijo, tápate los ojos, tápatelos ya–. Fluía el tráfico como suele fluir en un México en donde no pasa nada.

El vehículo rojo que atropelló a Paulina estaba como intacto, ¿qué tan intacta puede estar la consciencia de los objetos que asesinan, que matan? No sé ¡No lo sé! Pero el susodicho auto deportivo sólo sangre tenía en las ruedas, sangre que rápido pasaba inadvertida porque el sol estaba como a las doce de la tarde, jueves y en Reforma.
Las patrullas llegaron y con ellas todo el ruido que se pueda imaginar. Estridente malestar auditivo que infunden estos hombrecitos del supuesto orden mexicano. Los altavoces, los conos y las cintas con la leyenda: Prohibido el paso, se hicieron presentes. ¿Y para qué si ya es tarde? Fue la pregunta que todavía me hago, mirando el reloj en el monitor, mirando en el recuerdo de mi mente el cuerpo de Paulina.
Los tres semejantes que permanecimos en la ambulancia, explicamos la situación ante los hombrecitos del orden que tomaban nota y fotos por doquier, al tiempo que otro singular personaje nos daba hora para rendir declaración en el Ministerio Público de la delegación más lejana que pudiera saberse y yo desconocer.

El comandante de la ambulancia simplemente dio su nombre, como quien dice Rodolfo con toda la confianza y alegría del mundo. Tomó el volante y ahora con la consternación, miedo y arrepentimiento que no vi nunca en la cara de un conductor ni de película o cortometraje, nos llevó a la Ceremonia que nos diera la categoría de paramédico –plas, plas, plas–. Todavía me duelen los aplausos, en mis manos siento todavía la sangre de Paulina reclamándome algo que no logro entender, porque no agarré a golpes a ese chofer cobarde, que se dice comandante o dueño de auto deportivo. Pero el tiempo corre como una ambulancia abriendo paso, llevando consigo vida y muerte, también la vida sigue y a quién le importa si se acaba por los años o un accidente, a mí ya no. ¡Al diablo con esto! ¡Al diablo! La vida sigue y es labor de un paramédico seguirla hasta el final aunque sea su contradicción en años viendo morir gente.

Los hombres no lloran


¿Te han dado ganas de llorar? Yo no lloro, me aguanto las ganas. ¿Cómo me vería aquí chillando, tendiendo el moco? En lugares públicos no se llora, he visto que algunos se ponen a mentar madres hasta por el claxon, pero hoy no tengo ganas conducir auto y acelerar, hoy tengo ganas de sentarme y llorar, pero quiero aguantarme, aquí pasa gente y a uno se le pueden poner los ojos llorosos. Me estoy aguantando, respiraré y ya pasará. No estoy enojado, bueno sí un poco, pero tengo ganas de abrazarme aunque sea con un árbol y llorar. Los hombres no lloran, pero yo sí lloro. Total, la pregunta era si te han dado ganas de llorar ¿? ¿Se siente feo estar frente a desconocidos y no poder llorar? Yo he buscado un lugar perfecto para llorar, para soltarme y soltarme en llanto, y sorber mis mocos como mis tristezas. Es que estoy triste, estoy lloroso nada más. No quiero recurrir a Dios, porque me he dado cuenta de que no sirve. No quiero mentar a Nietzsche sus libros y libros del espíritu libre. Hoy sólo quiero agacharme, posar el rostro en esta tableta y llorar, y llorar y llorar hasta que las lágrimas se me acaben. Sé que llegando a casa debo de berrear, de cerrar la puerta, tirarme en la cama y arrancarme, pero ahorita tengo esas ganas y no sé dónde meter la cabeza para aflojar estas lágrimas que quieren salir sin contenerse. Hay algo en mi garganta, no sé; ganas de gemir como animalillo herido, como gatito que ha perdido a su madre. Pero, total, ya no voy a demostrar que tengo ese coraje de soltar las reclusas del llanto. Voy a aguantarme, disimuladamente me limpiaré los mocos, buscaré las gotas de mis ojos rojos; pondré una en cada pupila, y me iré cabeza gacha a mi casa. Los hombres no lloran, al menos no en público: se ve mal si ya están grandes.

Amor entre hombres


Ocurrió que, Juanjo estaba siempre al pendiente de su anciana madre; en ocasiones, la dejaba dormitando, abría el mirador y asomaba por el barandal como un pajarito, luego volvía saltando con sigilo a los pies de su madre; finalmente le sobaba la espalda hasta que quedaba dormida. Y todo esto lo digo, porque Juanjo era un joven ejemplar, un hijo intachable y ante todas las cosas el ejemplo de los ejemplos señalado con pelos y señales entre ceja y ceja en la sociedad.

Horas después, Juanjo volvió asomarse al mirador y entraba luego dando suspiros con la cara fruncida y el corazón otro tanto, en esto doña Micaela, que así se llamaba la madre, le preguntó: ¿Qué te pasa, mi niño? Anda, dime, ya sabes que Diosito allá arriba puede arreglarlo”. Y los labios de la anciana madre palabreaban oraciones en dirección al cielo.

–No se preocupe, madre, es que estoy de ocioso –dijo Juanjo.

Claro, Juanjo, no hablaba en serio, no suspiraba por suspirar; y más apegados al merito de ser precisos, claros y objetivos, cabe decir a nuestros lectores que, Juanjo estaba enamorado a primera vista si hablando de suspiros que tambalean al corazón en un hombre pueden tratarse.

Pero ¿Cuál era el motivo por el que Juanjo se asomaba tan seguido al mirador, y que por lo visto, quería ocultar la confesión a su madre? Trataré de darle pie a dicha explicación.

Ocurría que casi enfrente al edificio de Juanjo vivía otro hacendoso joven llamado Marcelo. Éste muchacho se ocupaba de administrar la pensión que recibía su moribunda madre, una maestra jubilada hace tantos ayeres.

Empedernido lector de poesía: elevaba la admiración del hacendoso Marcelo que, preocupado por los delicados cuidados ofrecidos a su moribunda madre, hacía a un lado las vanidades tan frecuentes en su juventud.

Cierta vez, y capullo la mañana, y hago mención de este hecho para exhortar a aprovechar las primeras luces del día, y no dejaros vencer por la ociosidad y el control remoto que nos ate a la superficie de descanso hasta habernos caído la última tarde. Cierta vez, y en capullo la mañana, Marcelo se encontraba regando las plantas junto al mirador entre los chiflidos de las aves y el ruido del viento doblando las esquinas del edificio más antiguo, cerca de la plaza de la Constitución.

(Bonita forma de platicar a las plantas el de este joven colmado de sentimientos y sensibilidad).

Juanjo abrió la habitación de su madre y salió a agitar unas sábanas que él mismo había desmugrado y tendido al sol.

Juanjo, estimados, era un mulato hogareño y responsable con sus deberes y su casa, y a pesar de contar con el dinero suficiente, no compraba lavadora, ni contrataba servicio de lavandería que bien pudieran hacer sus manos, tallón sobre tallón.

Juanjo observó a Marcelo, y éste compatibilizó la mirada del joven del color.

Volvieron a mirarse y se chapearon a rubor. Marcelo se metió con la regadera en la mano, todavía vaciándola en su andar y, su corazón palpitando en suspirar y suspirar.
Entonces, desde aquel capullo vespertino, en sus frescos y nobles corazones, germinó el amor, sí a amor a primera vista puede tratarse.

Más ruborizados ellos, que el pleno día, no se hablaban y sólo cándidas y fugaces miradas se mandaban de mirador a mirador, adivinándose a plenas luces el germen del amor. Si algún transeúnte noticioso hubiera querido delatar el romance, hubiera tenido que estar situado en medio de los dos edificios de ocho a nueve con la mañana abriendo botón, y Juanjo agitando la misma sábana desgatada y Marcelo vaciando nada en las plantas de su terraza.

Pero aquel día que nos conviene y ocupa, la anciana madre estaba de mal humor. Primero quería tomar agua fría y de sabor, después respirar aire fresco, después el calor del sol y cosas varias que su esmerado Juanjo había tenido que complacerle, con santo y seña a su insistente advertencia de tener que cuidar su salud.

No es de ser mal hijo, y no olvidéis jóvenes lectores de tratar siempre con amor y cuidado a nuestras viejas: que los achaques, el clima, la vista y el dolor de huesos, y demás dolencias, aunque se quiera ganar tiempo para mantenerlas con vida, hay que darles por sus lado bueno y tratar con disimulo de complacerlas.

En tanto, en casa de Marcelo, este joven daba valor de saber usar el sentido común y la paciencia al ver a su madre relatar las tantas pericias amorosas que hubo de tener de adolecente, y entre las cuales culminó con embarazo de su hermanito muerto.

Aquí mis jóvenes lectores, cada uno debe escuchar a su manera y atención los consejos de su madre, cuando esté a la hora dicha de partir; es conveniente que asientan de vez en cuando el esfuerzo de su madre con la cabeza, y de ser preciso besar la cruz que se forma entre pulgar e índice derecho.

Los dos muchachos, cada uno en su casa y con su respectiva madre, reflexionaban y hubo un momento en que miraron el balcón. Sus madres preguntaron: “¿Qué ocurre?”, y luego agregaron, “ciérrame el cuarto y apágame la luz, que quiero dormir”.

Ocurrió que en minutos, más bien cuestión de segundos, los dos muchachos bajaron a la puerta de su respectivo edificio. Justo en medio de la calle, allí, nariz con nariz, se miraron en silencio. Y hermosa prueba del amor a primera vista; se cogieron de la mano para perderse en la distancia de las últimas calles, hasta hacerse un punto insospechado.

Sólo se supo de ellos, cuando se olió el estado pútrido en los edificios que frente a frente, balcón a balcón tuvieron la dicha del sentimiento en silencio y a primera vista entre hombre y hombre: amor.

La buena de Sodoma


El caos reinaba en la tierra, pero aún así había una vez una víbora gigante. Vivía en un lugar con arena blanca y aguas de manantial, y estaba muy tranquila en aquellos parajes porque era una víbora realmente hermosa, de un color e iridiscencia asombrosa. Pero un día cayó enferma por la presencia obstinada de hombres; y los disparos insignificantes que rebotan en su impecable cuerpo.

Comprendió entonces que solamente yéndose a las profundidades de aquellas claras aguas podía salvarse. Ella no quería abandonar aquel lugar en donde podía permanecer bella y radiante; y en los negros abismos se enfermaría cada día que allí estuviera obligada a permanecer. Saldría hasta que la olvidaran los hombres, su piel sin igual y sus ojos de amarillos diamantes.

Un día el viento le trajo la noticia de que pronto debía zambullirse y desaparecer al ejército de hombres, le dijo:

–Usted es mi compañera desde hace siglos, y el hombre mi amigo. Por eso quiero que se vaya a vivir lejos de aquí, allá en las profundidades, para que mi amigo el hombre no ambicione más de lo que los mitos puedan darle. Y como usted tiene mucha fuerza en su cola podría convertirse en la primera fuerza marina que mueva al mundo. Mueva la cola y las agua traerán la tranquilidad a las tierras de los hombres para que de este lugar se alejen, y yo le daré el impulso para emigrar a las profundidades.

La víbora gigante enfermó de la pura tristeza, y se fue a vivir a las profundidades, profundo, más profundo que la profundidad que imagina el hombre. Hacía mucho frío allá, y eso le ponía pálida y triste.

Vivía sola en la obscuridad, sus ojos rutilantes alumbraban lo necesario para ubicarse. Comía peces bigotudos y ancas plateadas; cazándolas con sus atractivos sentidos que magnetizaban cualquier especie carnosa y de buen sabor que en su vida tuvo la oportunidad de conocer en paladar de serpiente. Dormía bajo el vaivén de las corrientes marinas, y de plano cuando sus ojos de diamante tenían mal tiempo, se la pasaba soñando despierta, muy consiente ahora de poder sobrevivir con la gracia de su vista en medio del mundo obscuro y triste.

Había construido una casa con las algas más largas y resistentes, se había confeccionado una camiseta de piel de pulpo, para proteger su cuerpo de ventolinas marinas que ensombrecían su belleza, de lluvia, porque allá hay tormentas con colores pálidos del arcoíris.

La víbora gigante tenía otra vez un buen color, estaba ágil de cola y había logrado recuperar el apetito que conservaba desde que sobrevivió única en su especie. Precisamente una tarde en que tenía un hambre asombrosa, porque hace unas horas que había trabajado moviendo las aguas oceánicas ante una tormenta que más parecía un segundo diluvio, vio en la superficie un gran buque con una enorme ancla tirada y encallada en el fondo del mundo, y que trataba luego, trataba infructuosamente de elevarla. Era nada más y nada menos el buque de la realeza que dominaba todos los reinos conocidos y por conocer.

Al ver el tripulante la infructuosidad de sus esfuerzos, lanzó una orden a sus marinos para bajar a las profundidades. Pero la víbora gigante tenía el poder sobre el mar, agitó sus aguas para impedir la orden, embraveció el mar, y con el brillo asombroso de sus ojos hizo fundir la cadena que impedía el viaje del buque. Después originó una corriente que dirigió al buque a un lejano horizonte.

–Ahora… –se dijo la víbora gigante–. Voy a vengarme de los hombres, es la oportunidad propicia para apropiarme del mundo y sus hermosos parajes.

Pero cuando se apropió del buque, vio que transportaba a los niños más poderosos del mundo, y tenían los ojos y la boca más bella; muy diferente a la de sus perseguidores.

A pesar de que la víbora tenía enorme resentimiento y hambre, tuvo lástima por aquellos angustiados personajes, y los llevó por buen camino, hacía el descubrimiento de tierras vírgenes, les encaminó las buenas aguas para germinar el clima próspero, y poblar de gente buena aquellos hermosos parajes.

Los niños agradecidos por el destino que les había tocado vivir, inventaron cuantos mitos hoy existen de las criaturas marinas, su poder terriblemente bueno, y demás imaginaciones de ser buenas y terribles.

La víbora gigante quedó arrimada a una costa, y allí pasó días y días sin moverse.
El gran niño observaba como de una maldición se tratase el silencio del mar, y después como desaparecía el viento y las olas, hasta pronto congelarse.

La víbora gigante mudó de la piel por fin. Pero entonces fueron los niños de ojos bonitos los que aterrorizados, quisieron acabarle.

La víbora se agitó sin esperanza. Pero entonces fueron los cazadores quienes la defendieron, de las pedradas del buque. La trajeron al lugar de las tierras blancas y los manantiales.

Después no pudo levantarse más. El terror aumentaba conforme la fiebre la inmovilizaba al cuidado de los hombres. El cazador que buscaba su piel, y sus brillantes ojos, comprendió que la vida de la víbora era lo que mantenía hermosos los diamantes, y con una voz imperativa decidieron cuidarla y someterse a ella, a sus pasiones y a sus voluntades.

–Voy a morir –dijo la víbora gigante¬–. Estoy a la merced asesina del hombre, no podré recuperarme, y no tengo amigo alguno que pueda ayudarme. Voy a morir de hambre y sed.

Y al poco rato la sombra de la muerte ensombreció el lugar con un viento extraño, y perdió la consciencia.

Pero los hombres del lugar, y cazadores la habían escuchado y entendieron lo que esto implicaba, no dejarían que desapareciera aquella hermosa y terrible especie.
–La víbora gigante no nos ha amenazado con aniquilarnos, por ella el mar aún se mueve. Debemos curarla y protegerla.

Fueron entonces a las profundidades menos sospechadas y trajeron alimento y agua que pudiera salvarle.

Todas las mañanas, la víbora gigante recobraba el esplendor de su cuerpo y la conciencia iba poco a poco, recuperando.

El cazador mayor explicó a los aldeanos, y reyes de los demás parajes. Les dijo en voz alta:

–Estamos solos en el mundo, el caos va a volver a reinar nuevamente. Debemos unirnos y pensar en las criaturas más terribles, pueden servirnos y podemos domesticarle.
Y como ellos habían dicho, el caos volvió a reinar el mundo, más fuerte que antes, y perdió de nuevo la fe en un Dios que pudiera perdonarle.

Pero esta vez la víbora gigante los había oído, y se dijo:

–Si quieren a alguien que pueda salvarle de la perdición en la que ahora se encuentran… Puedo yo servirles.

Dicho esto, se quitó los ojos que germinaron en la tierra como varios diamantes, se los ofreció a los hombres; que le crearon una ciudad para poder adorarle.

Autobografía de rigor


Soy el hijo mediano de mi madre, o sea que tengo una hermana mayor y un hermano más chico. Mi hermana tiene 26; mi hermano 20; y yo 24 años. Nací una noche 6 de noviembre en Azcapotzálco, D.F., en el año del 86´. Dice mi madre que tengo el mismo nombre que mi padre, porque hace años se amaron muchísimo, pero ahora nadie se sabe. Hace años dejamos a mi padre, calculando mi edad, tendría yo ocho años; listo para reanudar mis estudios de tercer grado en Apan, Hidalgo. Así pues, entré a la primaria: Javier Rojo Gómez, una escuelita recién creada y con apenas las bardas encaladitas y con verdes matas y pastos creciendo. En el tercer grado me fue difícil adaptarme, no era muy aplicado y tenía problemas para resolver los ejercicios de los libros de textos, pero tanto: prima, hermana, amiga de mi prima, y un tío, pude resolver mi vida y comenzar a dar los primeros empujoncitos entre los mejores de la clase. Llegaron las vacaciones y con ello el dictado, la transcripción de textos de mi libro de lecturas, terminaron por gustarme los libros. Aprendía fechas, nombres y ciudades. Memorizaba capitales, y personajes históricos, hasta pasar a quinto, y sexto. Y por fin, la noticia… podía ser: abanderado, pero estaba muy bajito de estatura, así que mejor me pusieron atrás de los otros; éramos cinco y allí creció mi autoestima como la espuma. Vivía con una tía, se llama Manuela, hermana de mi madre. Mi mamá se iba a trabajar mientras mi tía administraba gastos y demás cosas útiles. Mi hermana estaba en la secundaria: Miguel Hidalgo # 1. Es la secundaria más reconocida y céntrica de la ciudad de Apan, así y por ende enfilé mis estudios a aquella escuela, sólo que por la tarde. La cosa estaba fácil, porque tuve la suerte de tener buenos profesores en primaria y demás alrededores. Cuentas, sumas, restas, raíces, divisiones; estaban fáciles, lo demás era memoria. Recuerdo que, tuve muchos amigos, tal vez no novias, pero sí amigos y amigas; recuerdo que estaba en el taller de carpintería y pude relacionarme con otros tantos que me admiraban y estimaban por igual. Yo forjé amistad en suma medida. Total, terminé mis tres años: había entrado en el año de 1999, y salido en el 2002. Así pues, y en gran providencia me volvía a enfilar al rumbo donde mi hermana ya cursaba el nivel medio superior. Justo en aquel tiempo, yo concluía satisfactoriamente la secundaria, y mi hermano Ismael concluía la primaria donde antes yo lo había acompañado por tres años. Cerramos el círculo con mi tía, y nos fuimos definitivamente para Calpulalpan, Tlaxcala. El cambio nos resultó entre difícil ubicarse, y fácil acceder a la escuela. Asistí a un CBTis, CBTis 154 se llama y numera todavía, total, asistí allí para tratar de lograrme como: Técnico en Administración, la carrera se me hacía digerible y entretenida. Pronto, las formulas y los números me llenaron la cabeza. Pero, y sin embargo, tuve una relación con una chica entrañable, logré distinguirme entre algunos, luego centenares, y como en la vida no se puede tener todo, allí fue cuando decidí aplicarme a mirar nuevos horizontes y hacer a un lado los latidos del corazón. Aunque tuve dos que tres relaciones agradables y efímeras, sólo latidos, saltos y corazón, nada de hijos. Pasaron tres años más y mis amarras debían soltarse, estoy hablando del año 2005, cuando concluida la prepa tenía idea de alcanzar a mi madre en México, ella siempre nos veía cada fin de semana, pero no era suficiente, además allí en la UNAM vería nuevos bríos y horizontes. Y así fue, nos ubicamos en una colonia con tintes y populo agradable, y es allí donde todavía vivo. Tenemos una casa en la avenida: Solís no. 149. Y ya han pasado casi seis años. Soy licenciado en Comunicación y Periodismo, juntos, pero soy más chismoso que comunicador. Juego basquetbol amateur y, soy aficionado del video y del juego, juntos también. Distribuyo mi tiempo en actividades no muy estables, colaboro y público en revistas y periódicos ya sean capitalinos o foráneos. Tengo el sueño de editar dos que tres libros, con un tiraje de miles y traducidos al menos a un dialecto; por ahora esos serán mis hijos, porque después ya Dios dirá.

Rosario, mi Pony, mi Cony, da igual


¿Y qué voy a contarles? No sé, tal vez mañana. ¿Y qué voy a hacer mañana domingo? ¿Salir a correr?, ¿leer un libro?, ¿preparar la cámara de video para el Bicentenario? Realmente no tengo planes. No quiero hacer mucho. Si se trata de reflexionar, ya lo hice. A veces la soledad y estar cavilando ideas me enferma, porque ningunos de mis planes concluyen. Quisiera salir a jugar en las tardes, a botar el balón en las tardes, pero últimamente hace un sol del demonio. Escribir ya me aburrió, no tengo nada que contarles, por ahora sólo quiero plantarme en Reforma y admirar el tan vitoreado desfile. Es una lástima que ya no me sirva la intimidad conmigo mismo, la televisión me aburre, cuando la enciendo y después de dos o tres horas de verla, la apago, quedo igual de simple… Pero ahora ha sonado el teléfono y parece que en unos minutos vendrá mi hermana, voy a desempolvar la cámara de video, y seguro hasta aquí dejo esto, porque mañana tal vez y me levante con unos ojos menos rojos que los que ahora tengo, y con ganas de algo mejor que contarles.

¿Y qué voy a contarles hoy domingo? Ya sé, tal vez les invente un cuento en donde estallan granadas de fragmentación en pleno zócalo cuando Calderón esté dando los Viva México. No. No, eso suena igual que las noticias que indigestan día a día el televisor. Voy a escribir del secuestro de Cevallos, ¿o de la Revista que me publica en Tabasco, toda inundada? No, ya sé, voy a escribir algo sobre la descalabrada que puede sufrir un paracaidista al aterrizar en pleno zócalo y ante la mirada del espurio. ¡Déjate de pendejadas, Israel, y sólo escribe! Escribe de algo actual, algo en que te sientas competente, ¿en nada? ¡Qué va, dicen que eres tan marginal tan corriente! Escribe de tus conocidos pero sin lastimarlos. No. Mejor escribe de tus desconocidos, pero populares por otros; escribe sobre el sicario que apodaron la Barbie, ¿o de tus ojos rojos? Ah, ya sé, ¿del puto que te la agarró en la Sogem? ¡Qué poca madre, sigo sin tema que me inspire!, de plano de que me sirve la carrera de periodismo si no puedo ser ni escritor. ¡Ay de mí! no sé, sigo sin ganas, sinceramente hoy no escribo.

Mejor voy a recontarles la historia de Rosario, la historia que modificó mi vida, me subió a la cima y me dejó caer al suelo, al mismo suelo en que ahora me encuentro todo deshilachado del corazón. Y creo empieza algo así… La vida de Rosario trascurría pensando en que primeramente Dios se casaría, mientras tanto gozaba de tres privilegios que hoy cualquier mujer anhelaría: una preparación académica envidiable, un trabajo propio y por ende el respeto y admiración del público. Pero para ella nada significaban esas tres distinciones tan bien vistas actualmente, sino que las tomaba como normales en su vida tan llena de aplausos y tristes melodías.
La madrugada de ayer no había dormido muy bien pensando en su soltería. Hoy primero de diciembre se había levando con la idea de que se iba a casar. Se detuvo junto al balcón y dejó su libro de finanzas personales a lado de un jarrón de orquídeas sintéticas que un desconocido llamado Valentín, hace años le había obsequiado por correspondencia, precisamente un catorce de febrero de un año que no me viene ahorita a la mente para actualizarte mejor mi querido lector, pero seguro y existió el hombre o al menos la intención para con Rosario. Ok, sigo…

Todos le decían Chío y a ella le gustaba. A veces también le encantaba filosofar en la abstracción fonética de esas cuatro letras. Con indiferencia escuchaba pasar la campana que anunciaba la recolección de basura; un oloroso camión que ensordecía el ambiente con gastadas canciones navideñas. Pero eso sí, Rosario apreciaba el fresco sol de diciembre, bañarle el blanco rostro y el cabello rojizo con la nostalgia de quien se siente extrañamente realizada. Segundos y sintió una delicada caricia en ambas piernas, giró su bien formando cuerpo y miró a su gato alzarle la cola y pegarse más a ella.

– ¿Me extrañaras, querido? –se dijo, si bien cuidando sus monólogos y algo extrañada ella misma se contestó.
– ¡No, Napoleón, tú siempre fuiste mi preferido! –esbozó una sonrisa al mismo tiempo que alzaba en brazos al pequeño gatito pardo y luego, acunándolo como un hijo; le cantó alguna tonadita que bien recuerdo de un amplio repertorio del grillito cantor; Francisco Gabilondo Soler.

Rosario le había puesto Napoleón por nombre al gato, además, le servía de lo mejor en su escudilla. Pero como Napoleón esa vez no comió, sino que salió al menor maullido en la azotea hecho por otro miau escurridizo. Pensó Rosario en vestirse y dejar de observar por su balcón la melancólica comitiva que se dirigía con pasos tristes y cansados al cementerio, cargando un fardo de nostalgias y soledades que se sentía hasta en el aire.

Diez minutos después, la mujer salió de su departamento sin probar bocado ni jugo de naranja al menos. No fue a dar clase a la universidad ni a presentar su nuevo proyecto financiero ni mucho menos al desayuno con el rector Narro Robles, sólo pasó al cajero para comprarse su vestido de novia, el más blanco, el más almidonado que había visto. Mientras regresaba con bolsas y cajas dentro de su nuevo auto rojo, la gente del edificio la observaba extrañada y la juzgaba de acelerada; los más curiosos le preguntaron directamente al ver sacar una crinolina amplia y subirla con dificultad por las estrechas escaleras.

– ¿Tiene usted fiesta, señorita Chío? –y ella con una amplia sonrisa les respondía–: No, pero me voy a inventar alguna, ya verá después la fama del edificio que hasta en cuentos, periódicos y revistas se escriba.

Los inquilinos creyeron entonces, que la seguridad de todos estaba en peligro. Decidieron poner al tanto al dueño del inmueble que, cuando se enteró este regiomontano de lo ocurrido; se le saltaron los ojos quedándosele así por los últimos días de ese año, porque después aceptó ir al médico e inyectarse penicilina en la caída papada que tenía, y hacerse uno que otro arreglito cosmético, para finalmente darle eso de remodelar todo el edificio, ahora de color de rosa y cuestionable reputación.

Al quedar de nuevo sola y en silencio, Rosario dejó las bolsas sobre la cama con dosel pintado de color azul, y empezó a regar por todos lados del departamento las hojas de su grueso diario y algunos cuentos inconclusos que nunca terminó, o al menos no quiso ponerles un final entre trágico y romántico, como solía siempre hacerlo; en cambio, se puso a tararear una tonadita divertida y desempacó el vestido de novia, se puso aretes, anillo y collares, y enseguida sin ningún recato, quemó: sus títulos, doctorados honoris causa, condecoraciones, diplomas y demás papeles firmados.

Napoleón maullaba de angustia al ver que esa tarde su compañera no era la misma de siempre y decidió salir a llorar a las puertas de los inquilinos para evitar lo que intuía en su instinto felino.

Los vecinos alarmados por los maullidos desgarradores que expresaba Napoleón, decidieron llamar a la nueva policía capitalina que el jefe delegacional había puesto en el pedestal del Bicentenario. En aproximadamente treinta minutos después, aparecieron dos gendarmes gordos, bigotones y chaparros, con su acostumbrada gorrita azul y macana respectiva. Aunque, todavía el dueño del inmueble no se presentaba a parlotear con su colgada papada el reglamento de condominios y convivencias, y demás diplomacias ridículas como absurdas; el edificio ya estaba rodeado por inquilinos y curiosos que pasaban de largo por el sitio de estacionamiento donde esperaban dos patrullas con las torretas encendidas.

La señorita Rosario, ante el bullicio que afuera aumentaba, se acomodó el reluciente prendedor en el teñido cabello. Alisó el vestido blanco y sujetó su ramo de flores azules en ambas manos. A continuación, caminó como muñequita alemana hacia la cocina, tomó discretamente un pequeño cuchillo, para ensartárselo al gato una y otra vez. Un policía moreno entró en la cocina, y algunos vecinos se pusieron alerta escuchando y viendo por el quicio de una puerta entreabierta.

– ¡Deje el cuchillo sobre la mesa y ponga las manos en alto, señorita! –gritó a voz en cuello el oficial del orden que alzaba presuroso la tremenda macana negra.
El gato pardo movió por última vez su cola, al escuchar caer el cuchillo junto al chorro de sangre que cubría ya gran parte del mosaico azul.

– ¡Le dije que ponga las manos en alto! ¡Y no camine nada, señora! ¡Es una orden que le digo yo! –expresó rotundamente el policía, pero ella ni se inmutó tantito más bien como que le dio una disimulada risa. Y, a paso lento y tranquilo, diría yo estudiado; salió de la cocinilla para entrar a su cuarto adornado de pegatinas las paredes, dejando el rastro que pronto seguiría el oficial, temeroso de sí mismo como del suelo que dudaba pisar.

– ¿Me extrañaras, querido? –fue lo último que articuló ella y se aventó por el balcón, cayendo sobre su carro rojo para cubrirlo de sangre.
Los inquilinos del edificio se tranquilizaron, un policía sujetó su macana negra al pantalón color plomizo, y la gente curiosa que merodeaba todavía por allí; pudieron respirar cuando Rosario se levantó del cofre del carro, y dijo inquiriendo con su anillado dedo índice a cuanto la miraba:

–Quiero; pero, realmente quiero, que cuando me case me hagan todo lo que se hace en un funeral y…, si no muero dentro de unos años, que me entierren viva vestida de blanco, esa será mi última voluntad que ustedes deben acatar ¿Entendido, queridos presentes?

Y sin más palabras que decir, se volvió a la entrada del edificio. Subió por el elevador que la depositó en el piso hoy más exaltado por la prensa amarillista; la precisa entrada de su departamento en donde la esperaba un gato pardo, parecido a Napoleón, pero que luego, salió corriendo con movimientos de pantera cuanto la vio; brincó a la azotea, se perdió en un espantoso maullido de terror.

En los días siguientes, para ser preciso el último día de diciembre, Rosario se fue a vivir a otro edificio más alto, bonito y discreto; alejado del cementerio español, y demás rezagadas luces navideñas, cerca de una iglesia evangelista. Se consiguió a otro gato menos pardo pero igual de tragón, publicó un libro de cuentos inconclusos, hizo nuevas amistades que gustaban del arte y la filosofía, se ganó envidiables reconocimientos entre ellos el esperado honoris causa por la UNAM, y siguió su vida pensando en que algún primero de diciembre se casaría.

domingo, 24 de abril de 2011

¿Tiene la vida sentido?



¿Cree usted que la vida tiene un propósito? El evolucionista William B. Provine dice: “Lo que hemos aprendido sobre el proceso evolutivo tiene enormes implicaciones para nosotros, pues influye en nuestra noción del sentido de la vida”. ¿Y a qué conclusión se llega? “No le encuentro un sentido cósmico ni último a la vida humana”. *

Evaluemos el significado de esas palabras. Si, en efecto la vida no tiene un sentido último, nuestra existencia no tendría otro fin que el de tratar de hacer algún bien y quizás transmitir nuestros genes a la siguiente generación. Al morir, dejaríamos de existir para siempre. Nuestro cerebro, con su capacidad para pensar, razonar y mediar en el sentido de la vida, sería un simple accidente de la naturaleza.

Y eso no es todo. Muchos partidarios del evolucionismo aseguran que Dios no existe o que no intervendrá en los asuntos humanos. En cualquier caso, nuestro futuro quedaría en manos de los líderes políticos, intelectuales y religiosos del mundo. Y a juzgar por la manera como estos han obrado en el pasado, el caos, los conflictos y la corrupción seguirán plagando a la humanidad. Si la evolución es una realidad, estamos más que justificados para regirnos por el lema fatalista que dice: “Comamos y bebamos, por que mañana hemos de morir” (1 Corintios 15:32).

La Biblia, por su parte, enseña que “la fuente de la vida” está con Dios (Salmo 36:9). Estas palabras conllevan profundas repercusiones.

Si lo que la Biblia dice es cierto, quiere decir que la vida sí tiene sentido. Amorosamente, nuestro Creador se ha propuesto bendecir a todo aquel que opte por vivir de acuerdo con Su voluntad (Eclesiastés 12:13). Su propósito incluye la promesa de vida en un mundo libre del caos, conflictos y corrupción… libre incluso de la muerte (Salmos 37:10, 11; Isaías 25:6-8).

Millones de personas por todo el globo terráqueo dan fe de que nada aporta tanto sentido a la vida como aprender acerca de Dios y obedecerlo (Juan 17:3). Estas personas no se alimentan de fantasmas. Las pruebas son contundentes: la vida es obra de un creador.



*Provine, William B.: “Evolution and the Foundation of Ethics”, en Science, Technology, and Social Progress (ed. Steven L. Goldman), 1989, pp. 253,266.

Muerte negra y chiquita


Para el poeta azul, Joel


Fausto Flores era un padre ejemplar y un laureado poeta. Para apegarme más la veracidad de los hechos era más poeta que padre de sus retoños, blancos y rosaditos. Cumplido con el gasto, amoroso con la esposa, cariñoso con perros y gatos, además, atento con el personal que laboraba en su lujosa mansión. Tenía todas las cualidades que un hombre exitoso y líder en el campo de las Musas quisiera tener. Y era el sujeto de la polémica y el debate al citar poetas contemporáneos, pues sus textos gozaban de un concienzudo análisis y reflexión de ciertos críticos, y afanosos de las letras.

Su única limitante eran las mujeres de piel negra.

Pasaba las noches enteras en el table dance 2, que estaba sobre la Avenida Central, bien viéndolas bailar, o bien fornicando con alguna de ellas, para que a menudo se dedicara el resto del día a escribir un estructurado y hermético poema erótico, echado sobre las islas de Ciudad Universitaria.

Y es que siendo apenas un chaval había tenido sexo con una sirvienta que hacía en veces de ayudante de la cocinera en la casa de sus padres, por lo que las mujeres con piel negra eran su perdición de sobremanera, así que no podía vivir sino fornicaba con morenas dispuestas a sólo abrir las piernas, sin discutirle las palabras inteligibles que les fueran dichas, pese de estar convencido luego de que su esposa nunca podría entender nada de su vicio, al tener siempre la piel blanca, y las ganas de tener poco sexo: “al grano, Fausto”, le decía ella, y él acometía sin al menos inspirarse en palabras muy de poeta.

Aseguraba, no obstante, que su viciado palabreo no resultara en lo más absoluto desapercibido, puesto que, al tener sexo con las prostitutas que sólo cobraban dinero, contribuían al menos en inspirarlo para seguir escribiendo la poesía que siempre lo ponía en boca de tantos.

Un día en que se encontraba inmerso en el cuerpo de una mujer negra, hizo su aparición una mujer de cara blanca y atuendo tostado que no dudó en asegurar que se trataba de la mismísima Muerte en persona, esperando el momento para cargarle el vaho negro recién concentrado de los abismos profundos.

Como era esperado, el lujurioso Fausto Flores creyó estar viendo a una Musa que tanto inspiraba sus poemas, pero a la recién llegada le bastó un par de frías demostraciones para dejar por sentado su presencia aquí en la Tierra.

Sorprendido, dejó penetrar a la negra, y prestó atención a la mismísima Señora Muerte, así que declaró con palabras rimbombantes el honor y el placer de tener la dicha de conocerle, además, de tener la oportunidad de saber la razón de su visita directamente y, cuál no sería su asombro al descubrir que la inquietante mujer se había presentado ante él con la inaudita intención de servirle para inspirar el más terrorífico poema que se haya escrito y leído por mortales en la Tierra.

Una vez hubo dicho el objetivo de su inesperada y fría visita, el desconcierto y el factor sorpresa, bajó con cierto reconocimiento, así el poeta hizo notar a su flamante compañera que tal proposición le parecía innecesaria, puesto que él era un poeta que sólo amaba al prójimo y por ende la belleza de las mujeres. Por lo tanto, no podía hablar de destrucción, caos y muerte, ni muchísimo menos del bíblico fin del mundo en unas cuantas líneas.

–Mejor hablemos de amor y sexo y placer… –le dijo–, y si no es mejor que vayas lejos de aquí a inspira a otros poetas.

– ¿Me estás retando? –fue la declaración más fría venida de la recién llegada–; poseo algo por lo que sé escribirías hasta de la muerte de tu Dios. Tengo a la mujer más atractivamente negra que puedas concebir en tu cabeza. La mujer que podría inspirar el poema más bello que en tu existencia pueda ocurrírsete.

Fausto Flores era un amante de la poesía y por supuesto del sexo a mujeres negras, ya creo se los he dicho.

Un hombre activo y pasional. Y un escritor profundamente filosófico a más no poder conciencia. Un escritor que colocaba la estética y el valor social del pensamiento y las letras sobre todas las cosas que puedan alcanzarse a dilucidar en la conciencia e inconsciencia del hombre.

Craneó la proposición con tal persistencia e inmaculada reflexión.

Meditaba idea por idea, consciente de que hubiera servido desde niño a la Señora Muerte y su vida hubiera sido mejor que la de Cervantes o Shakespeare, pero también consciente de que una cosa era escribir erotismo, y otra muy diferente conocer el amor, el sexo y la belleza de la mujer más atractivamente negra.

Se podía decir que era aquella una quijotada en verdad excesiva, todo para conocer la máxima excitación a la que puede llegar la natura humana, pero llegó a la conclusión de que su cabeza jamás podía inspirar el gran poema de su vida.

Terminó aceptando el trato, y la Señora Muerte con un blanco semblante cumplió a carta cabal su proposición.

Se escribió el poema más terrorífico y macabro que pueda concebirse para los mortales en la faz de la Tierra.

Sin embargo, Fausto Flores apenas tuvo tiempo de disfrutar del conocimiento de una bella mulata; cuando murió entre sus piernas, tal vez porque la Señora Muerte no quiso inspirar el poema más bello y erótico que pueda en letras concebirse para una mujer de piel negra.