miércoles, 5 de enero de 2011

El acuerdo


El último acuerdo ocurrió entre el hombre y la mujer. No sé si fue para bien o para mal, pero ocurrió hace tantos años.

En un obscuro bosque en donde siempre era de noche, vivían muchas mujeres. Eran un aproximado de miles sobre miles. Dormían en las tardes, también por las noches, pero sobre todo la siesta de la tarde siempre la dormían, porque la tarde era tan obscura y fría como la noche. Se alimentaban de hierbas que colgaban como enredaderas de los arboles, y jugaban en trepar al macizo más alto para divisar la obscuridad más penetrante.

Se dice que todas las mujeres de por allí eran muy felices como nunca lo había sido en otros parajes. Pero una obscura tarde, mientras acostumbradas a dormir la siesta, una mujer piel de bronce jugando cayó de un árbol, pasmada de una luz lejana que se aproximaba al bosque con gran rapidez. Agudizó los seis sentidos que suelen tener todavía las mujeres en la cabeza, y allá en la lejanía, oyó efectivamente la luz que se aproximaba, asustando sombras que gritaban con tal estruendo y gracia que en minutos se constató en las caras de tantas mujeres contaban con cabeza y seis sentidos.

– ¡Abre los ojos! –le dijo la mujer caída a otra mujer descabezada que dormía bajo el árbol–. ¡Se aproxima!

– ¿Qué hay contigo? –respondió la mujer descabezada, en sobresalto.

–Es la luz que todo lo ve –contestó la mujer que sobaba su cabeza–. Escucha el grito de la sombra. ¡Es el final!

La mujer descabezada escuchó el grito de la sombra, a su vez, y en segundos había una procesión de ojos de otras tantas mujeres, alrededor. Todas se alarmaron y aullaban al cielo corriendo de un lado para otro con los ojos cerrados.

Y tanto brinco y lamento no era para menos, pues el avance de la luz se escuchaba cerca, cada vez más cerca. Pronto vieron como el cielo se cubría de ruido, y vieron la tarde convertirse en día, y oyeron la voz de su enemigo el hombre como si les lanzaran golpes a lo lejos.

Las mujeres se miraban unas a otras, alternaban sus ojos color madera hacía la mujer descabezada y el hombre enorme que había bajado del cielo: ¿qué podían hacer?
Pero un viento frío y seco, el más seco y frío de todos, un viento abundante como la noche o el rocío, y que había observado la misma situación en otros lugares en donde habitaban otras tantas mujeres, dijo de repente:

– ¡Yo sé lo que pueden hacer, bellas mujeres! ¡Son valientes y fuertes! El hombre es débil y sordo, pero astuto… ¡Canten hasta que se cansen!

Al sentir aquellas palabras del viento, los hombres comenzaron a gritar como locos de miedo, tapándose los ojos y agachando lo cabeza.

– ¡No por favor! ¡No por favor! ¡Nos marcharemos para dejarlas ser así por siempre!
Pero la mujer descabezada alzó la mano a la vista del viento frío y seco, habló como solía hacerlo en otros lejanos parajes. – ¡No tengan miedo, hombres! –les gesticuló nuevamente con los labios–. ¡Yo sé lo que es escuchar, hacerse musculosa y fuerte! ¡Ustedes tienen miedo, siempre tienen miedo!

Con lo visto alrededor, las mujeres se calmaron. Pero enseguida volvieron a asustarse, porque un calor en el aire se hacía presente, y enseguida todas sintieron el crepitar de los arboles, crack, crack, se escuchaba alrededor del bosque. Las mujeres espantadas, se arrodillaron alrededor de los de los siete hombres, dejando solamente los ojos abiertos y la lengua de fuera. Y así vieron crecer las llamas enormes, llenas de hambre y que golpeaban la cara al mirarlas detenidamente, que era el fin que tanto se pregonaba por otras mujeres.

La lumbre se apagó, se alejaron las cenizas. Las mujeres entonces fueron levantando la cabeza, y muy impulsadas por lo que había dicho el viento frio y seco, comenzaron a cantar. Pero cantaban aullando, porque el canto de aquellas mujeres es un canto desgarrador.

– ¡Eso no es el final! –gritó la mujer descabezada, porque era siempre optimista¬– . ¿Qué es lo que ahora sigue? Si siempre seremos más que el hombre…
El hombre se había marchado con el humo y el viento que por allí rodó.
El viento frío y seco les explicó entonces qué representaba el fuego en el destrozado bosque, y que las mujeres se iban a morir todas, si el fuego seguía alumbrando al existir cerca el hombre inconforme.

Pero las mujeres se echaron a aullar, porque creyeron que el viento se había puesto del lado del hombre. ¿Por qué se iban a morir ellas si el hombre era menos fuerte? ¡Está mintiendo de miedo! ¡Pobre viento frio y seco!
Dejaron de cantar, y como tenían sueño y hambre, decidieron comer hierba antes de cerrar los ojos.

Pero no había más hierba. No encontraron más hierba que la que había apagado un poco su hambre hace unos minutos. Todas eran cenizas marchitas, devoradas por el fuego del hombre. No había más hierba, ni esperanza alguna que pudiera retoñarles.
Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido de la luz aproximarse, y vieron bajar al hombre de los cielos, haciendo mucho ruido, y alzando tanto polvo que ensombrecía lo quemado del bosque.

–Bueno –dijeron entonces los hombres–; el fuego alumbró, alumbrará hoy, y alumbrará por siempre. Ya no habrá más hierba, ni alimento para ustedes, y sí se morirán de hambre. ¡Hagamos entonces el trato!

En seguida la mujer descabezada, protestó. Entonces, fue desbaratada por el viento frio y seco, y el trato se selló con la promesa de todas las mujeres que alguna vez les perteneció la obscuridad de aquel tranquilo bosque.

Hoy hay día y noche. Pero ambos, mujer y hombre se han acostumbrado a dormir en la noche, algunas mujeres se dicen felices, otras tantas fuertes e inteligentes. Pero el hombre sigue dependiendo del fuego, que necesita del viento frío y seco para serenarse.

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