miércoles, 5 de enero de 2011

Librín Andante y Libro Caído


Caminaba un lector por la Biblioteca Vasconcelos. Iba admirado al contemplar tanto libro. Le llamaba la atención en cómo estaban montadas las estructuras que hacían de estantes suspendidos. A unos pasos de él un libro caído, de pastas brillosas y grosor considerable. El muchacho se inclinó al verlo, lo tomó, lo hojeó, lo dejó en el mismo sitio y siguió su camino, subiendo escaleras y elevadores, se perdió. Del libro caído salió una criatura de cuerpo y cabeza con peinado de libro, tal vez era un duende, que se sorprendió al verse hecho realidad en este mundo.

La criatura verde salió tras los pasos del muchacho, tropezó con sus zapatos y le miró con ternura. El otro lo encontró fantástico e increíble y lo metió en su bolsillo. Lo llamaron Librín Andante. Al tirado en la Biblioteca Vasconcelos, le siguieron llamando libro.

Librín Andante hizo una vida feliz con el muchacho. Rieron mucho, compartieron algunos secretos. Tras cinco y seis años, todo seguía increíble y fantástico. Librín seguía admirado de este mundo.

El Libro Caído, en cambio, no encontraba la felicidad en ninguna mirada y se hizo el perdido. Se ocultó bajo los muebles. Mendigó entre la suciedad y el polvo, a veces, ante la humedad, y el mal ambiente. Su vida útil fue pobre. Vivió, a pesar de todo, sin excesivo sufrimiento, porque la biblioteca le había aclimatado y protegido como en ningún lugar público. Sus pastas eran realmente tan brillosas y cautivadoras a la vista, que mucho después de que él se hubiera perdido, la gente apenas se atrevía a olvidar su lugar en el estante.

Sucedía en aquellos días tan distantes que Librín Andante era un duende viejo, y Libro Caído lloraba su ausencia por todo el recinto que seguía siendo biblioteca. En las noches les decía a los demás libros:

–Hace tantos años, mi compañero era así. ¿Lo habéis visto?

Todo el recinto se reía de él y le abucheaban, tirándole polvo desde arriba. Él se alejaba un poco y añadía:

–Tenía el color de un duende. Un día siguió a un lector.

A veces conmovía tanto y le contestaban:

–Sal a ver a la ciudad, búscalo.

Una mañana, mientras los policías abrían las puertas, Libro Caído salió hasta un jardín. Recargado sobre un viejo muro, dijo: “Librín, ¿que ha sido de mi amigo, Librín?”, alguien contestó:

–Anda por el mundo. Cuenta historias, fantásticas y ciertas. Yo soy la historia cuarenta. Mi voz es la criatura más querida de aquella casa que está cruzando la avenida.

Libro Caído cruzó la avenida. Se colocó enfrente de la puerta y se puso a contar una historia en voz bien alta. Era una historia que no conocían los hombres, ni siquiera los dueños del duende Librín. La escucharon todos: la mujer, los niños y también los transeúntes que corrían agitados por la amplia avenida. Hasta los píos en algunas ramas se callaron. Librín Andante, dentro de la casa, metió su cabeza bajo una almohada.

– ¿Qué haces, amigo? –le dijo el niño, el más pequeño, el más inocente de la casa, recostado en una cama con dosel pintado de azul.

–Sigue hablando, pequeño, haz todo el ruido posible, llora si es posible, llora fuerte –le respondió, Librín.

Libro Caído contó historias hasta caer la noche. Cuando salió la luna completamente, se calló en una hojeada seca y brusca. La ciudad se pobló de ruido de escapes y sirenas, cláxones, frenos y aceleres. Entonces otra voz, pequeña, limpia y atractiva y dulce retomó la historia trunca que había dejado de nacer.

–Librín –dijo el niño recostado en la cama–, ¿quién te ha enseñado a hablar con esa dulzura, con esas palabras raras? Yo no sé entender ese idioma. Nunca nos había contado esa historia. Me das miedo, haber deja de jugar y dime, ¿por qué hablas así?
Librín Andante no respondió al niño. Salió por la puerta de la casa y se acercó al Libro Caído, sin dejar de contar la historia. Justo en aquel momento Libro Caído se levantó de lomo y cayó abierto de par en par. Librín se metió entre sus hojas, se esfumó entre letras parejas y gordas. Así los dos se hicieron el libro brilloso y atractivo que eran antes, que ahora revoloteaba como mariposa tornasol sobre la avenida. Ningún vehículo se atrevió a embestirle. Cuando estuvieron al abrigo de todas las miradas entraron a la biblioteca monumental que es la Vasconcelos y ya no fueron Librín Andante y Libro Caído, sino un sólo libro que desapareció ocultándose entre los estantes más altos.

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