miércoles, 5 de enero de 2011

La yema roja


Su nacimiento fue un suceso que eriza la piel. Viejo, arrugado, ciego y la esperanza hermosa de su madre echó por la borda todo sueño infantil de hermana; hermana que esperaba su nacimiento, deseosa de acariciarlo más que en el vientre de su madre, sin embargo, a veces con un brusco movimiento llegaban los dolores y lamentos que por la noche se prolongaban. La madre por su parte, lloraba profundamente, un llanto silencioso.

En el paso de cuatro meses, quedó embarazada en marzo, todo pasó normal, fue un embarazo como el primero. Pero posteriormente acudieron múltiples dolores en los períodos restantes. Sin duda ella hubiera deseado un niño como todos: pequeño, frágil, rosadito; pero tuvo un varón: viejo, arrugado, albino y ciego, ante la sorpresa de pocos que guardaban el secreto, familiares allegados y servidumbre de confianza.

La casona en que vivían estaba albergada por el silencio y el frío. Las pilastras y figuras de mármol atestiguaban la inmovilidad del viento en una sensación de escalofrío, de voces lejanas. En la cocina el vapor acostumbrado de los guisos cruzaba como un fantasma la ruta de la campana hasta la chimenea, perdiéndose en la espesura del bosque ante los arboles abundantes de verde y algunos rumores y ruidos plagados de noche. Al acentuar los pasos sobre las alfombras, los golpes hallaban un amortiguamiento, como si un largo camino hubiera gastado su existencia, algo más frecuente en ciertas habitaciones.

En aquel extraño y frío hogar, Clara había pasado más de la mitad de sus vacaciones y ya ansiaba encarecidamente volver a la secundaria en la ciudad. Sin embargo había dicho que no se quejaría sobre su aburrida situación, porque se convertiría en una mujer dentro de un par de semanas. Además, debía apoyar a su madre que a veces tan mal se sentía por los problemas que se sucintaban con su padre, el caza fantasmas más difundido en la televisión mexicana.

No era raro que se les borraran sus chapas a ambas, a madre e hija. Antes tenían un pequeño toque de rubor y sonreían. Clara, no se reponía del susto al ver nacer a su hermano viejo, y luego, puesto boca arriba en la que antes fuera su cama preferida, es por tanto que día a día se disipaba de sus infantiles mejillas el rubor que la caracterizaba en casi toda su familia de rasgos europeos.

Al fin una mañana, Clara pudo salir del asombro, al dibujar en una hoja blanca a su hermano todo arrugado, blanco y viejo pero con una amplia sonrisa. Agitaba la hoja, corriendo de un lado a otro, subiendo y bajando escaleras, riendo a bocajarro. De pronto su madre Carmen, con profunda ternura quiso estrecharla en su pecho, y Clara escapó enseguida de sus brazos, alejándose intempestiva de ella. Clara lloró, gritó y maldijo largamente en su cuarto, redoblando el ruido y azote de objetos al menor llamado de la puerta.

Luego, los lamentos se convirtieron en sollozos pequeños y apagados. El silencio se dilató después de media hora. Pero Clara no salió de su habitación y quedó tirada en la extraña alfombra marrón sin articular palabra alguna.

Fue aquella situación la que impidió que Clara pudiera volverse a sostener en pie para brincar y saltar escalones. Al día siguiente su cuerpo y alma, su existencia y risa infantil, estaban desvencijadas. El médico del pueblo más cercano la examinó con extrema atención, recetándole cama y descanso absoluto, nada de movimiento para conservar la temperatura.

¬No encuentro explicación alguna, señora Montalvo –le dijo el médico a Carmen, parado cerca del quicio de la puerta con la voz todavía baja y cavernosa como suelen tenerla los médicos de pueblo en comarcas lejanas–: Su hija tiene una debilidad, acentuada con la gran palidez que no puedo explicar a la temperatura de su cuerpo y sin haber frío extremo, nada para sucintar esto tan anormal tan extraño en una niña de su edad… Si mañana palidece más, llámeme al consultorio del pueblo de inmediato. No escatime lo que le digo, de verdad no subestime la situación…

Al otro día Clara se puso peor. Palideció como papel completamente. Ahora era ella la que el destino escogía para dibujarla en su hoja blanca. Hubo llamada inmediata. Se constató la extrañeza del caso, la temperatura y el comportamiento tan singular de la sangre en un cuerpecito tan joven tan tierno tan indefenso.

Entre tanto lamento e información por doquier, Clara seguía cosida a la existencia de su cama, pero se elevaba invisiblemente a la muerte por una hipotermia inexplicable. En la casona se respiraba un aire fúnebre, una incertidumbre continua como un frío que pululaba obstinado alrededor de cualquier objeto y mueble. Pasaban las horas suspendidas en el silencio, sin que se escuchara el menor parloteo de la servidumbre o el ruido de revolver cacerolas en la cocina. Pero el caso se prolongó por días, Clara seguía suspendida en su lecho, fluctuando entre la duermevela y agitándose en escasos momentos, como si quisiera convulsionarse en una cama bailarina, una extrañeza de movimientos que sólo se sucintaron en la noche más lúgubre y sin testigos aparentes.

Las noches partían densas y Carmen recorría obstinada la alfombra marrón del pasillo, como un reo enjaulado, yendo de extremo a extremo, espectadora de las voces lejanas en el bosque, del desempeño de las farolas encendidas y el desvanecimiento mortal de su hija, su “hijita” solía decir, suplicar a alguien; mirando un crucifijo colgado en la pared junto a la chimenea encendida. Su ruido se ahogaba en cada paso, en cada movimiento de cabeza, maldiciendo su existencia de andar siempre hacia adelante.
A ratos se dirigía a la habitación decorada con pegatinas de mariposas, hadas y florcitas. Y proseguía su silenciosa danza fúnebre alrededor del lecho arropado de Clara, deteniéndose en cada instante al ver como se agitaba su pequeño pecho y volvía a bajar para perpetuar otro par de horas sin movimiento aparente, en un suspendido y extraño silencio inagotable que atormentaba, como agua y savia drenando del corazón para enfriarle la sangre, la vida.

De repente Clara comenzó a tener pesadillas, pesadillas obscuras y sin sentido, que desataron alucinaciones de salvajes alfombras rojas, de fantasmas y lumbres bajo su cama o al ras del suelo en todo el cuarto habitación.

Una mañana, la niña por fin logró articular dos palabras al menos, porque en días sólo veía fijamente los troncos del techo y nada que hacía ruido, sólo temblores, pavor al ruido y al movimiento. Al rato abrió la boca como de terror y espanto, las comisuras de sus labios se pintaron de morado, luego palidecieron.

– ¡Mamá! ¡Mátalo! –clamó, rígida de terror con los ojos humedecidos y como con cataratas o estelas blancas en sus pupilas de niña.

Carmen llegó corriendo del pasillo y al precipitarse sobre la cama, Clara gritó otro alarido de consternación y sobresalto que vibró el aire y adensó más la atmósfera en la habitación.

– ¡Calma! ¡Calma! ¡Tranquila! – ¡Soy yo, Clara, mírame! ¡Soy tu madre, tu mamita linda!

Clara la miró con una rareza de miedo, bajó los parpados, volvió a abrirlos, después de un largo rato de intimidante confrontación, se calmó, cerró la boca y comenzó de nuevo su estado de palidez y agotamiento. No pudo, no quiso decir más.

El médico volvió para cotejar la extrañeza del caso en documentos, aunque no descartó que si seguía así moriría de hipotermia, de frío extremo en pocos días. En última instancia se debía mantener una temperatura equilibrada en la casona, sin rachas heladas o airecitos fríos realizados por meros movimientos. Cobijaron a Clara con gruesas sábanas blancas y siguieron de largo el pasillo hasta la chimenea de la amplia estancia.

–Qué raro acontecimiento el de su hija Clara –se encogió de hombros el médico rural con un botecito de pastillas en las blancas y arrugadas manos–. Está fuera de mis alcances, de mis precarios conocimientos. ¡Simplemente, me declaro incompetente! ¡No puedo! ¡Este caso es muy serio, muy delicado…! Debe usted señora Montalvo… debe uno resignarse para lo que pueda suceder, y…, avisarle cuanto antes a su…

– ¡No! ¡No puede ser! ¡No quiero que se me muera! ¡Que muera mi hija, mi hijita! ¡Por favor! ¡No quiero! –gimoteó Carmen y enseguida zapateó el suelo, sin ruido aparente, ahogado por la extraña alfombra marrón que se extendía hasta otros pasillos.

– ¡Quiero confesarle algo, doctor! –resopló Carmen. Y contó con precisión la situación de su otro hijo, del recién nacido en los fríos de noviembre.

El doctor sorprendido ante tal inaudita revelación, pidió acudir al cuarto en donde estaba aquel niño viejo.

Carmen aceptó por fin, después de advertir al médico guardar el secreto a piedra y lodo. Recorrieron sigilosamente el pasillo que parecía ahora interminable. Abrieron la puerta de la habitación y sólo encontraron las sábanas blancas sobre la cama vacía, pero ni un rastro del niño viejo. Estaban las ventanas abiertas por donde se colaba un aire tétrico y mortuorio. Las luces continuaban tenebrosamente encendidas alumbrando en forma deficiente el amplio aposento. Pero aún así se podía distinguir un vaso de vidrio bajo la cama; Carmen lo levantó y sacó con sumo cuidado. Se podía observar lo más cercano, lo más parecido a la yema de un huevo flotando. Pero era una yema roja, brillante como la sangre limpia.

La madre le alcanzó el vaso al doctor en un aspaviento entre de complicidad y terror. Enseguida, corrió todo el largo pasillo para detenerse en la precisa entrada del dormitorio de su hija Clara. Un silencio agónico se pertrechó en el recinto. Luego, el delirio era demoledor.

Clara había muerto, por fin, le regresaron los colores a su rostro todavía infantil. Pero poco a poco, sufrió una extraña metamorfosis, tomó un aspecto de una viejita de ochenta años aproximadamente: el cabello cano, el cuerpo extremadamente arrugado y erguido ante los ojos sorprendidos de Carmen y la boca aterrorizada del médico que aún tenía la yema roja flotando dentro del vaso con extraño líquido; estaban temblando ambos en inmóvil observación, hasta que de pronto un ruido insólito los sacó de su terrible letargo…

El vaso de vidrio había caído, estallando en tal estruendo a pesar de haber caído sobre una alfombra gruesa; la yema como de huevo cubrió de rojo una amplia superficie del cuarto, en contraste con los blancos zapatos charolados del médico.

Al final, los lugareños cercanos a aquel bosque han contado y discutido con viajeros el acontecimiento que se sucintó hace tantos años, a saber que ahora en esa casona de los Montalvo nadie puede soportar el miedo y el frío inexplicable. Aunque aún es visitada por conocedores y curiosos que abundan por la región.

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