miércoles, 5 de enero de 2011

El escritor obsesionado




El escritor estaba solo, como era costumbre no tenía más que escribir y escribir. No era que no tuviera familia, la tenía y a unos cuantos pasos, más bien doblando cuadras, pero tampoco le atraía estar de visita por allí y por allá: su casa para él era su mundo y su todo, pues fue herencia de su madre; no había tenido problemas con sus hermanos a fuerza de juicios y malestar; se había ganado a pulso el amor de su madre: era el hijo ejemplar.

El problema es que imaginaba mucho y sus hermanos no sabían ni gozaban de creatividad, y le envidiaban muchas veces; y peor aún era cuando no podía dormir, porque quería soñar y soñar.

Aquella situación estaba plagada de problemas, y además, en el mundo de las letras se necesita de la musa tranquilidad; así resulta difícil, crear. Así que se encerró en su mundo, cerró toda puerta y ventana por donde algún ruido pudiera entrar. No se quejaba de hambre; pero, a veces se aburría de comer lo mismo y se dejaba enflacar.
Había una excepción: el escritor no se aburría nunca cuando escribía de los mejores manjares que pudieran en paladar del Rey Carlos I, concebir.

Carlos I era un poderoso rey en lejanas tierras, o sea, levantaba un dedo para aprobar o desaprobar el bien o el mal; pero también era un hombre chiquito y flaco, o sea que, algunos días no podía bajar de su cama con unos plomos dentro de su traje, porque si no podía volarse y despedirse al infinito y más allá, y otros tantos días tenía que arrastrar una cadena para que lo pudieran con el ruido ubicar.

Se podía decir que cada día se presentaba ante Rey un nuevo manjar, siempre supervisado por cocineros y servidumbre del lugar. Era un verdadero glotón.
Y el escritor estaba admirado de cuanto placer podía revelar un pequeño paladar; decía: “Es lo mejor que en este mundo se pueda disfrutar”. Y por las tardes y noches, no se levantaba de su escritorio, se esmeraba en seguir desmarañando su imaginación antela vida del Rey y toda su corte y oportunidad de conocer nuevo manjar.

–A ver, a ver qué come hoy –se decía –. Y el Rey Carlos I no dejaba platillo anónimo y suculento que degustar, un día era un guisante, otro día era un postre exótico; siempre se permitía la oportunidad de experimentar los sabores y guisos que pudieran en lengua y modo pronunciarse ante su apreciación.

El escritor que era el que imaginaba el mundo y reino del Rey Carlos I, le sugería que suculento manjar debía probar. Pero un día el Rey no se dejó dar más órdenes y comió de todo plato sin remordimiento, idea o sugerencia que tomar. A veces alegre se sentía porque engordaba tanto que, andaba flotando como globo por todo su reino con cierto aire de majestad.

Por tanto el escritor, estaba cada día menos interesado en los pasos del Rey, imaginar. Asomándose en los libros se puso a leer y dejó de escribir. Sin darse cuenta comenzó a enflacar más y más. No le preocupaban las insistentes llamadas que apremiantes golpeaban su puerta, sólo le interesaba la vida de personajes que en novelas pudiera encontrar, el hacerse grato hasta el polvo, el silencio y la soledad.
–Se lo merece todo, ese mi hermano –decía la familia al ver salir a el escritor con un gran fajo de hojas.

Y el escritor, en efecto, se lo merecía todo, porque no todo en la vida es soñar e imaginar; sino escribir su historia y tener vida social.

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