domingo, 24 de abril de 2011

¿Tiene la vida sentido?



¿Cree usted que la vida tiene un propósito? El evolucionista William B. Provine dice: “Lo que hemos aprendido sobre el proceso evolutivo tiene enormes implicaciones para nosotros, pues influye en nuestra noción del sentido de la vida”. ¿Y a qué conclusión se llega? “No le encuentro un sentido cósmico ni último a la vida humana”. *

Evaluemos el significado de esas palabras. Si, en efecto la vida no tiene un sentido último, nuestra existencia no tendría otro fin que el de tratar de hacer algún bien y quizás transmitir nuestros genes a la siguiente generación. Al morir, dejaríamos de existir para siempre. Nuestro cerebro, con su capacidad para pensar, razonar y mediar en el sentido de la vida, sería un simple accidente de la naturaleza.

Y eso no es todo. Muchos partidarios del evolucionismo aseguran que Dios no existe o que no intervendrá en los asuntos humanos. En cualquier caso, nuestro futuro quedaría en manos de los líderes políticos, intelectuales y religiosos del mundo. Y a juzgar por la manera como estos han obrado en el pasado, el caos, los conflictos y la corrupción seguirán plagando a la humanidad. Si la evolución es una realidad, estamos más que justificados para regirnos por el lema fatalista que dice: “Comamos y bebamos, por que mañana hemos de morir” (1 Corintios 15:32).

La Biblia, por su parte, enseña que “la fuente de la vida” está con Dios (Salmo 36:9). Estas palabras conllevan profundas repercusiones.

Si lo que la Biblia dice es cierto, quiere decir que la vida sí tiene sentido. Amorosamente, nuestro Creador se ha propuesto bendecir a todo aquel que opte por vivir de acuerdo con Su voluntad (Eclesiastés 12:13). Su propósito incluye la promesa de vida en un mundo libre del caos, conflictos y corrupción… libre incluso de la muerte (Salmos 37:10, 11; Isaías 25:6-8).

Millones de personas por todo el globo terráqueo dan fe de que nada aporta tanto sentido a la vida como aprender acerca de Dios y obedecerlo (Juan 17:3). Estas personas no se alimentan de fantasmas. Las pruebas son contundentes: la vida es obra de un creador.



*Provine, William B.: “Evolution and the Foundation of Ethics”, en Science, Technology, and Social Progress (ed. Steven L. Goldman), 1989, pp. 253,266.

Muerte negra y chiquita


Para el poeta azul, Joel


Fausto Flores era un padre ejemplar y un laureado poeta. Para apegarme más la veracidad de los hechos era más poeta que padre de sus retoños, blancos y rosaditos. Cumplido con el gasto, amoroso con la esposa, cariñoso con perros y gatos, además, atento con el personal que laboraba en su lujosa mansión. Tenía todas las cualidades que un hombre exitoso y líder en el campo de las Musas quisiera tener. Y era el sujeto de la polémica y el debate al citar poetas contemporáneos, pues sus textos gozaban de un concienzudo análisis y reflexión de ciertos críticos, y afanosos de las letras.

Su única limitante eran las mujeres de piel negra.

Pasaba las noches enteras en el table dance 2, que estaba sobre la Avenida Central, bien viéndolas bailar, o bien fornicando con alguna de ellas, para que a menudo se dedicara el resto del día a escribir un estructurado y hermético poema erótico, echado sobre las islas de Ciudad Universitaria.

Y es que siendo apenas un chaval había tenido sexo con una sirvienta que hacía en veces de ayudante de la cocinera en la casa de sus padres, por lo que las mujeres con piel negra eran su perdición de sobremanera, así que no podía vivir sino fornicaba con morenas dispuestas a sólo abrir las piernas, sin discutirle las palabras inteligibles que les fueran dichas, pese de estar convencido luego de que su esposa nunca podría entender nada de su vicio, al tener siempre la piel blanca, y las ganas de tener poco sexo: “al grano, Fausto”, le decía ella, y él acometía sin al menos inspirarse en palabras muy de poeta.

Aseguraba, no obstante, que su viciado palabreo no resultara en lo más absoluto desapercibido, puesto que, al tener sexo con las prostitutas que sólo cobraban dinero, contribuían al menos en inspirarlo para seguir escribiendo la poesía que siempre lo ponía en boca de tantos.

Un día en que se encontraba inmerso en el cuerpo de una mujer negra, hizo su aparición una mujer de cara blanca y atuendo tostado que no dudó en asegurar que se trataba de la mismísima Muerte en persona, esperando el momento para cargarle el vaho negro recién concentrado de los abismos profundos.

Como era esperado, el lujurioso Fausto Flores creyó estar viendo a una Musa que tanto inspiraba sus poemas, pero a la recién llegada le bastó un par de frías demostraciones para dejar por sentado su presencia aquí en la Tierra.

Sorprendido, dejó penetrar a la negra, y prestó atención a la mismísima Señora Muerte, así que declaró con palabras rimbombantes el honor y el placer de tener la dicha de conocerle, además, de tener la oportunidad de saber la razón de su visita directamente y, cuál no sería su asombro al descubrir que la inquietante mujer se había presentado ante él con la inaudita intención de servirle para inspirar el más terrorífico poema que se haya escrito y leído por mortales en la Tierra.

Una vez hubo dicho el objetivo de su inesperada y fría visita, el desconcierto y el factor sorpresa, bajó con cierto reconocimiento, así el poeta hizo notar a su flamante compañera que tal proposición le parecía innecesaria, puesto que él era un poeta que sólo amaba al prójimo y por ende la belleza de las mujeres. Por lo tanto, no podía hablar de destrucción, caos y muerte, ni muchísimo menos del bíblico fin del mundo en unas cuantas líneas.

–Mejor hablemos de amor y sexo y placer… –le dijo–, y si no es mejor que vayas lejos de aquí a inspira a otros poetas.

– ¿Me estás retando? –fue la declaración más fría venida de la recién llegada–; poseo algo por lo que sé escribirías hasta de la muerte de tu Dios. Tengo a la mujer más atractivamente negra que puedas concebir en tu cabeza. La mujer que podría inspirar el poema más bello que en tu existencia pueda ocurrírsete.

Fausto Flores era un amante de la poesía y por supuesto del sexo a mujeres negras, ya creo se los he dicho.

Un hombre activo y pasional. Y un escritor profundamente filosófico a más no poder conciencia. Un escritor que colocaba la estética y el valor social del pensamiento y las letras sobre todas las cosas que puedan alcanzarse a dilucidar en la conciencia e inconsciencia del hombre.

Craneó la proposición con tal persistencia e inmaculada reflexión.

Meditaba idea por idea, consciente de que hubiera servido desde niño a la Señora Muerte y su vida hubiera sido mejor que la de Cervantes o Shakespeare, pero también consciente de que una cosa era escribir erotismo, y otra muy diferente conocer el amor, el sexo y la belleza de la mujer más atractivamente negra.

Se podía decir que era aquella una quijotada en verdad excesiva, todo para conocer la máxima excitación a la que puede llegar la natura humana, pero llegó a la conclusión de que su cabeza jamás podía inspirar el gran poema de su vida.

Terminó aceptando el trato, y la Señora Muerte con un blanco semblante cumplió a carta cabal su proposición.

Se escribió el poema más terrorífico y macabro que pueda concebirse para los mortales en la faz de la Tierra.

Sin embargo, Fausto Flores apenas tuvo tiempo de disfrutar del conocimiento de una bella mulata; cuando murió entre sus piernas, tal vez porque la Señora Muerte no quiso inspirar el poema más bello y erótico que pueda en letras concebirse para una mujer de piel negra.

Canela Negra


Para mi madre, Testiga de Jehová, que no cree en la reencarnación



Sobre la cama, entre las sábanas blancas, moviéndose pesadamente sobre su panza velluda, había un engendro de horror, un animal terrible y gordo. Estaba tan velludo, tan peludo que apenas y se le podía distinguir la cabeza y los diminutos ojos negros, aunque los amenazantes colmillos se movían levantados en dirección a la mujer.

Francisca alzó la sábana, y en seguida sintió la picadura en la mano. Apretó el entrecejo. Dio un respingo de dolor hacia atrás y al volverse hacia delante con una contrición en el estómago vio aquel animalejo terrible que, atento de todo movimiento alzaba sus colmillos colorados para acometer de vuelta pero ahora en el suelo polvoriento. Dio un vistazo a la palma de su mano, donde ahora un surco de puntitos negros de sangre desfilaba de lado a lado palideciéndole la piel, y, tomó la vieja escoba que esperaba recargada en la pared. El extraño animal se percató del peligro escabulléndose con rapidez dentro de un agujero enorme en la tapia contigua, lugar éste donde la escobilla acometió una y otra vez sin resultado más cierto que botar una que otra piedrita al aire.

Francisca comenzó a presionar indirectamente la picadura, se estrujaba el antebrazo con una mueca de incipiente dolor en la boca palidecida, en tanto, se limpió los hilos de sangre que comenzaban a descender sobre sus largos dedos, observando detenidamente lo morado de sus uñas. Un escalofrío mezclado con un dolor punzante comenzaba a ganarle a su carácter de señora: fuerte, persiste e imbatible. Le circulaba de pies a cabeza una pesadumbre que la volvía lenta y de atrasados reflejos que contraían más y más su rostro en un abundante nido de arrugas. Con la rapidez que pudieron sus dedos se hizo un torniquete usando el delantal blanco que traía puesto y salió del cuarto dando voces de tristeza y tormento, maldiciendo hasta el nombre de su madre.

El sufrimiento cada minuto se hacía grande, al mismo tiempo que un mar de angustia y nervios le hinchaban desde la punta de los dedos hasta el antebrazo, acometiéndola en cada momento de dar el paso y no darlo. De golpe la mujer sintió la boca y los párpados hinchados que, como inflados con aire caliente hubieran sido hechos. Trataba de mantener la garganta húmeda con esa sensación de sabor metálico bajándole lento y amargo hasta la entrañas, pero aún así, con la garganta ya seca arrancó de su lengua un nuevo llamado de terror y emergencia, de auxilio.

En la casa no había nadie y en el rancho sólo la digestión de: pollos, pollitos, guajolotes, puercos, borregos y caballos sobrevivía en silencio. Un largo murmullo habitaba lo lejos, similar al que hace la jarilla y sus varas secas en la tarde, sólo que en este caso la jarilla no se ve, ni sus ramas menos, sólo se sigue escuchando su largo murmullo.

Francisca dobló su calvario a la cocina y quiso descansarse sobre algún tronco grueso que funcionaba de banco para sentarse a la mesa, pero temió caerse de espaldas, así que mejor se echó de bruces sobre la mesilla de madera negra. La picadura ya no se le notaba porque ahora todo su cuerpo era de color rojo, como la gravilla de aquellos cerros de Almoloya; indicio más común para arrancar nuevos alaridos a su existencia y volver a maldecir el nombre de su madre. Deseo elevar una oración, pero su lengua no respondía, deseaba agua y que le volviera la vida en un trago, en un soplo, en un segundo, tan sólo un segundo y nada más; la vida, la vida que ayer había maldecido tener de su estúpida madre burlada por los fuereños de la aclamada Revolución Mexicana, la absurda, ruidosa y novelera vida que poco a poco se le iba en jadeos y dolores punzantes en los dedos de su mano.

– ¡Patroncitos! –logró articular en un doloroso estertor–. ¡Ayúdenme!

La perra de la casa comenzó a ladrar afuera, pero era costumbre escuchar ladridos a esa hora de la tarde en el Rancho de Almoloya.

– ¡Te estoy diciendo que me ayudes, Dios mío! –increpó afligida–. ¡Ayúdame! ¡Te lo pido por la perra maldita de mi madre! ¡Te lo pido Señor!

– ¡Guau, guau, guau…! –se escuchaban los ladridos dentro, en la cocina.

La perra negra brincó de un banco a la mesa tirando un candelabro plateado al suelo que la mujer trató de contener en un malogrado intento, como también en un malogrado intento de conseguir levantarse y reprenderla a escobazos, y puntapiés, maldiciendo nuevamente a su violada madre, reencarnada en una perra flaca y siempre hambrienta.

– ¡Total, gracias por hacerme esto! ¡Perra del demonio! –articuló entonces, mirando los troncos que hacían de techo en la cocina. Los párpados hinchados cada vez más le impedían ubicar en dónde estaba, aunado al fulminante mareo que le sobrevenía más intenso.

La perra logró desprenderle a la mujer el manchado delantal que hacía de torniquete en su antebrazo, comenzando a lamer los hilos de la sangre reseca, causando en la mujer, la fresca esperanza del auxilio. Los tibios lengüetazos de la perra parecían calmar más los temblores de la mujer; ella no quería morir, así que se levantó de la mesa y de nuevo con el carácter y entereza que la distinguía por todo el poblado, comenzó a caminar a paso firme hacia fuera de la casa, sujetándose en tiempos cortos sobre el quicio de cada ausente puerta hasta llegar al patio. La terrible sequedad de la garganta hizo que se inclinara sobre sus rodillas a tomar aliento, cuando intentó incorporarse una embestida de la perra la derribó e hizo girar aparatosamente por el suelo empedrado.

Francisca se golpeó la cabeza, pero todavía consciente pudo ver a la perra negra, babeando y dando vueltas alrededor de ella, gruñía y tenía un mal aspecto, un enojo tal vez.

Francisca, con encomiable e insistente muestra de debilidad logró ponerse pecho a tierra y arrastrase hasta la entrada principal, donde la esperaba una reja con su campana para hacer ruido; pudo efectivamente, llegar a escasos metros de ella, pero la perra comenzó a seguirla, gruñendo y gruñendo.

Francisca alzó la mano pero fue intimidada por un ladrido que ella interpretó como un grito de guerra, de madre a hija.

– ¡Canela Negra! ¿Qué te pasa? –gritó la mujer con cuanta fuerza pudo y esperó la retirada de la perra en vano. – ¡Vete Negra! ¡Vete! ¿No me digas que te hizo mal mi sangre? –increpó de nuevo a la perra que tenía los ojos acuosos e hinchados.
Las siguientes órdenes no se escucharon porque ahora la perra comenzó a ladrar mirando a otro lado para emprender su retirada.

Francisca empezó a sentirse reconfortada al gritar y mantenerse en movimiento, pensó en que el veneno de aquel ponzoñoso animal comenzaba a perder su efecto, no había duda, comenzaba a bajársele la hinchazón de párpados y boca, quiso tocar la campana pero ahora la perra comenzó a morderla por todo el cuerpo; le destrozó los brazos, el pecho, las piernas y se bebió la sangre que pudo aunque, sin embargo, la cabeza la dejó intacta.

La mujer cerró los ojos y abrió la boca completamente y en el silencio del rancho no se oyó otro lamento.

Un caso de Navidad muy de Rosario



A mi admirable Cony


La vida de Rosario trascurría pensando en que primeramente Dios se casaría, mientras tanto gozaba de tres privilegios que hoy cualquier mujer anhelaría: una preparación académica envidiable, un trabajo propio y por ende el respeto y admiración del público. Pero para ella nada significaban esas tres distinciones tan bien vistas actualmente, sino que las tomaba como normales en su vida tan llena de aplausos y tristes melodías.

La madrugada de ayer no había dormido muy bien pensando en su soltería. Hoy primero de diciembre se había levando con la idea de que se iba a casar. Se detuvo junto al balcón y dejó su libro de finanzas personales a lado de un jarrón de orquídeas sintéticas que un desconocido llamado Valentín, hace años le había obsequiado por correspondencia, precisamente un catorce de febrero de un año que no me viene ahorita a la mente para actualizarte mejor mi querido lector, pero seguro y existió el hombre o al menos la intención para con Rosario. Ok, sigo…

Todos le decían Chío y a ella le gustaba. A veces también le encantaba filosofar en la abstracción fonética de esas cuatro letras. Con indiferencia escuchaba pasar la campana que anunciaba la recolección de basura; un oloroso camión que ensordecía el ambiente con gastadas canciones navideñas. Pero eso sí, Rosario apreciaba el fresco sol de diciembre, bañarle el blanco rostro y el cabello rojizo con la nostalgia de quien se siente extrañamente realizada. Segundos y sintió una delicada caricia en ambas piernas, giró su bien formando cuerpo y miró a su gato alzarle la cola y pegarse más a ella.

– ¿Me extrañaras, querido? –se dijo, si bien cuidando sus monólogos y algo extrañada ella misma se contestó.

– ¡No, Napoleón, tú siempre fuiste mi preferido! –esbozó una sonrisa al mismo tiempo que alzaba en brazos al pequeño gatito pardo y luego, acunándolo como un hijo; le cantó alguna tonadita que bien recuerdo de un amplio repertorio del grillito cantor; Francisco Gabilondo Soler.

Rosario le había puesto Napoleón por nombre al gato, además, le servía de lo mejor en su escudilla. Pero como Napoleón esa vez no comió, sino que salió al menor maullido en la azotea hecho por otro miau escurridizo. Pensó Rosario en vestirse y dejar de observar por su balcón la melancólica comitiva que se dirigía con pasos tristes y cansados al cementerio, cargando un fardo de nostalgias y soledades que se sentía hasta en el aire.

Diez minutos después, la mujer salió de su departamento sin probar bocado ni jugo de naranja al menos. No fue a dar clase a la universidad ni a presentar su nuevo proyecto financiero ni mucho menos al desayuno con el rector Narro Robles, sólo pasó al cajero para comprarse su vestido de novia, el más blanco, el más almidonado que había visto. Mientras regresaba con bolsas y cajas dentro de su nuevo auto rojo, la gente del edificio la observaba extrañada y la juzgaba de acelerada; los más curiosos le preguntaron directamente al ver sacar una crinolina amplia y subirla con dificultad por las estrechas escaleras.

– ¿Tiene usted fiesta, señorita Chío? –y ella con una amplia sonrisa les respondía–: No, pero me voy a inventar alguna, ya verá después la fama del edificio que hasta en cuentos, periódicos y revistas se escriba.

Los inquilinos creyeron entonces, que la seguridad de todos estaba en peligro. Decidieron poner al tanto al dueño del inmueble que, cuando se enteró este regiomontano de lo ocurrido; se le saltaron los ojos quedándosele así por los últimos días de ese año, porque después aceptó ir al médico e inyectarse penicilina en la caída papada que tenía, y hacerse uno que otro arreglito cosmético, para finalmente darle eso de remodelar todo el edificio, ahora de color de rosa y cuestionable reputación.

Al quedar de nuevo sola y en silencio, Rosario dejó las bolsas sobre la cama con dosel pintado de color azul, y empezó a regar por todos lados del departamento las hojas de su grueso diario y algunos cuentos inconclusos que nunca terminó, o al menos no quiso ponerles un final entre trágico y romántico, como solía siempre hacerlo; en cambio, se puso a tararear una tonadita divertida y desempacó el vestido de novia, se puso aretes, anillo y collares, y enseguida sin ningún recato, quemó: sus títulos, doctorados honoris causa, condecoraciones, diplomas y demás papeles firmados.

Napoleón maullaba de angustia al ver que esa tarde su compañera no era la misma de siempre y decidió salir a llorar a las puertas de los inquilinos para evitar lo que intuía en su instinto felino.

Los vecinos alarmados por los maullidos desgarradores que expresaba Napoleón, decidieron llamar a la nueva policía capitalina que el jefe delegacional había puesto en el pedestal del Bicentenario. En aproximadamente treinta minutos después, aparecieron dos gendarmes gordos, bigotones y chaparros, con su acostumbrada gorrita azul y macana respectiva. Aunque, todavía el dueño del inmueble no se presentaba a parlotear con su colgada papada el reglamento de condominios y convivencias, y demás diplomacias ridículas como absurdas; el edificio ya estaba rodeado por inquilinos y curiosos que pasaban de largo por el sitio de estacionamiento donde esperaban dos patrullas con las torretas encendidas.

La señorita Rosario, ante el bullicio que afuera aumentaba, se acomodó el reluciente prendedor en el teñido cabello. Alisó el vestido blanco y sujetó su ramo de flores azules en ambas manos. A continuación, caminó como muñequita alemana hacia la cocina, tomó discretamente un pequeño cuchillo, para ensartárselo al gato una y otra vez. Un policía moreno entró en la cocina, y algunos vecinos se pusieron alerta escuchando y viendo por el quicio de una puerta entreabierta.

– ¡Deje el cuchillo sobre la mesa y ponga las manos en alto, señorita! –gritó a voz en cuello el oficial del orden que alzaba presuroso la tremenda macana negra.
El gato pardo movió por última vez su cola, al escuchar caer el cuchillo junto al chorro de sangre que cubría ya gran parte del mosaico azul.

– ¡Le dije que ponga las manos en alto! ¡Y no camine nada, señora! ¡Es una orden que le digo yo! –expresó rotundamente el policía, pero ella ni se inmutó tantito más bien como que le dio una disimulada risa. Y, a paso lento y tranquilo, diría yo estudiado; salió de la cocinilla para entrar a su cuarto adornado de pegatinas las paredes, dejando el rastro que pronto seguiría el oficial, temeroso de sí mismo como del suelo que dudaba pisar.

– ¿Me extrañaras, querido? –fue lo último que articuló ella y se aventó por el balcón, cayendo sobre su carro rojo para cubrirlo de sangre.

Los inquilinos del edificio se tranquilizaron, un policía sujetó su macana negra al pantalón color plomizo, y la gente curiosa que merodeaba todavía por allí; pudieron respirar cuando Rosario se levantó del cofre del carro y dijo inquiriendo con su anillado dedo índice a cuanto la miraba:

–Quiero; pero, realmente quiero, que cuando me case me hagan todo lo que se hace en un funeral y…, si no muero dentro de unos años, que me entierren viva vestida de blanco, esa será mi última voluntad que ustedes deben acatar ¿Entendido, queridos presentes?

Y sin más palabras que decir, se volvió a la entrada del edificio. Subió por el elevador que la depositó en el piso hoy más exaltado por la prensa amarillista; la precisa entrada de su departamento en donde la esperaba un gato pardo, parecido a Napoleón, pero que luego, salió corriendo con movimientos de pantera cuanto la vio; brincó a la azotea, se perdió en un espantoso maullido de terror.

En los días siguientes, para ser preciso el último día de diciembre, Rosario se fue a vivir a otro edificio más alto, bonito y discreto; alejado del cementerio español, y demás rezagadas luces navideñas, cerca de una iglesia evangelista. Se consiguió a otro gato menos pardo pero igual de tragón, publicó un libro de cuentos inconclusos, hizo nuevas amistades que gustaban del arte y la filosofía, se ganó envidiables reconocimientos entre ellos el esperado honoris causa por la UNAM, y siguió su vida pensando en que algún primero de diciembre se casaría.

jueves, 21 de abril de 2011

Renegando de Dios


¡Señor, déjame! Déjame perderme y nublar mi vida. Tú que me has ilusionado a un sentido, a un todo, por qué hoy opacas mi camino. Yo que he sido soldado de tu nombre, yo que te he aceptado en mi corazón. No te pido que me des fuerzas, si esas fuerzas van a tener un fin sin salida, sin solución de laberinto. Tú no existes Dios, tú no ves por tus hijos que perseveran por tu nombre. Tú cierras y bloqueas caminos. Ríe Dios de mí, siempre me has tenido a tus pies y hoy me tienes a tu albedrío. Has de mí lo que te plazca, ya no creo que estés conmigo. Me has levantado a lo tonto, me has elevado para caer más fuerte al precipicio. Qué bondad eres Dios, no eres bondad, eres la falacia que ilusiona a cualquier blando de corazón como yo. Odio siempre ser bueno, noble e inocente, tú me has hecho así, pero por qué, ya no te entiendo. Tanto esfuerzo de fe a la basura; me sigues bloqueando el camino, bebes mis lágrimas con gusto, premias a quien pasa sobre mi cuerpo. Tú no eres mis sueños, tú eres el indiferente, el que pensaba que estaba como un padre nunca tenido. Ya no puedo con esto, señor, has de mí lo que te plazca, ya no puedo con estos tontos sueños, ya no puedo contigo, ni conmigo. Y sí reniego de tu nombre, y del destino que has impregnado en mis talones. Por qué Dios, si eres mi Dios, y en ti he puesto todos mis dones, por qué eres así conmigo, ya no quiero ser uno más de tus hijos, déjame que, es igual estar contigo. ¡Ya no me des fuerzas, señor, ya no quiero estar contigo!

La maniobra de luz



Cierta vez la luna dio de que hablar entre la gente. Alumbraba aldeas, campos y fuentes; algunos bosques y a escazas selvas. Y como las selvas son de techos abundantes, no pudieron conocer luz de noche alguna; pero siendo la noticia del tamaño de la luna, no dejaron de conocer los detalles, y abrían sus follajes más altos para enterarse de lo que pasaría.

Los bosques para ponerse al tanto, se habían votado entre ellos para elegir a los pinos más altos que divulgarían al pie de lo visto lo ocurrido allí arriba. De allí en adelante todo lo que se podía ver tan sólo levantando la cabeza, era nítido y claro, sin falsos rumores que modificaran la tan sonada noticia.

Y ocurrió que se hizo de noche, las estrellas poblaron el cielo. Pero la luna estaba allí arriba, como siempre sólo una habladora. ¡Nada ocurría!

Todo el mundo abajo esperaba; atento a algún detalle de movimiento, pero la luna se obscureció poco a poco y dejó al mundo sumido en tinieblas, y confusión.

La cuchara inútil


Erase una vez en cierta cocina una cuchara que no quería servir, es decir, se la pasaba metida en el cajón más obscuro del grande mueble; pegado a la pared del fondo. Chacoteaba con los tenedores viejos y oxidados, pero en vez de aprender algo de ellos, se lo tomaba todo a cuento.

Era, pues, una cuchara sin importancia de servir. Todas las fiestas familiares, apenas se escuchaba la música en el aire, la cuchara se asomaba por una rendija carcomida del cajón, veía que la mantelería estaba dispuesta, se meneaba con gracia, como lo hacen las cucharas de madera al hervir dentro de alguna olla, y echa hasta el fondo del cajón, muy feliz de prescindir los servicios de su existencia. Carcajeaba muerta de risa con sus cómplices los tenedores chuecos y arrumbados, volvía a asomarse al agujero, y así se la pasaba toda la fiesta, mientras sus compañeras de estuche florentino se mataban trabajando batidas de todo a todo, porque mientras más sucia se encuentre una cuchara, es muestra de su humilde servicio.

Pero como las cucharas son muy cumplidas y serviciales, comenzaron a alzar la voz en contra del mal papel realizado por su penúltima compañera.

En el estante designado para la platería hay siempre, tenedores, cuchillos y cucharas. Pero siempre las últimas que tienen forma de cara tienen que cuidar la acción de la manija del cajón. Estas cucharas suelen ser grandes y pesadas, con gran experiencia de servicio de la vida útil, y tienen el cuerpo torcido y raspado porque a través de los años han servido de boca en boca.

Cierto día, pues, escucharon la carcajada de la cuchara ociosa, cuando iban a custodiar la entrada para que no entrara el polvo, reía y reía:

–Guarda silencio, compañera, o salte a servir, porque todas las cucharas debemos de hacerlo.

La ociosa respondió:

–Discúlpenme. Pero yo soy la chispa de vida aquí adentro. Platico con lo viejo, para que no muera el humor y el oxido se aleje de este reciento.

–No es cuestión del oxido ni del humor –respondieron–, sino de que sirvas en la mesa y encuentres el espíritu servicial para la cual fuiste hecha. Recuerda que esta es la primera llamada.

Y diciendo esto, la dejaron muerta de risa ante sus dientudos, y oxidados camaradas.
Pero la cuchara ociosa todo lo tomaba a cuento. Por tanto a la fiesta siguiente, un cumpleaños, las cucharas de cara grandota que custodiaban la entrada le dijeron con prontitud a otras nuevas carcajadas:

–Hay que servir en la mesa, no aquí, compañera. Vamos salga afuera.
En seguida ella contestó:

– ¡Pronto iré a servir, descuiden, pronto lo haré!

–No es cuestión de que descuidemos. Pero es que un día de estos debes hacerlo –le contestaron– y hoy es el día. Recuérdelo, compañera.

Y la dejaron seguir contando sus chistes, reluciente y muerta de risa.

Al llegar la gran fiesta de una antes niña que pasó a ser la quinceañera, ocurrió la misma situación.

Antes de que las cucharas pesadas y chuecas, sentenciaran, la ociosa recalcó:

– ¡Claro, claro, compañeras! ¡Esto en eso de salir afuera, a servir como todas, compañeras!

–No es cuestión de que nos llames para todo “compañeras”. Sólo acuérdate de lo que nos has dicho y dicho –le dijeron–, sino sirves… Al próximo cumpleaños, sólo recuerda.

Y prosiguió la situación, el jolgorio entre los tenedores viejos.

Pero al llegar la siguiente fiesta todo pasó como las demás ocasiones. Pero con la diferencia que el abrelatas se había extraviado, y comenzaron a buscarlo entre telas y sendos cajones de la estantería; pero no debajo de esta, pegado a la pared se asomaría.

La cuchara ociosa apresurada se arrimó al fondo del cajón, pensando en que ni una mano la vería. Pero en cuanto los dedos, sintió ya era demasiado tarde.

– ¿Servirá? –gritó la señora, en la diestra sujetaba una lata de chiles jalapeños.

– ¡Con esta ábrela! –sentenció la voz a una niña morena–. Este material aguanta hasta lo imposible.

Y diciendo esto fue introducida dentro la ranura que había hecho un cuchillo sobre una enorme lata.

La cuchara ociosa, sin saber qué hacer, lloró un largo rato; pero la mano delicada de la niña, torció su cuerpo; botándola luego a un rincón en donde se oxidaría con su lagrimas de por vida.

Finalmente, una mano amiga, la reunió en el mismo cajón con sus amigos los tenedores viejos.

La prostituta




Era una prostituta de la Merced. Todavía sana porque no olvidaba advertir sobre el correcto uso del condón. Sabía trabajar. Era año nuevo. Día tres y cuatro lluvia de estrellas. Desde el sábado se había clavado en la avenida Corregidora. Cruzada de manos como si abrazara su encanto; tenía la falda subidita, subidita. No observaba a nadie, nadie la observaba a ella. Los autos transitaban a velocidades diversas sin inmutar el ambiente, usando el clásico claxon que elogia o mienta madres. Aun cuando la hubieran visto, escaneándola de arriba abajo, no supieran decir si era una estafa o valía la pena. Ella seguía allí como germinando algo distante, lejano. Difícilmente, se adivinaría en ella alguna sensación humana.

Por ende fue un gesto admirativo cuando la vieron alisarse la falda, y emprender camino a paso cadencioso, sacar arrojo y, en dos o tres intentos, cruzar la transitada avenida. Todavía caviló el kilometraje de dos que tres autos –lo suficiente para aminorar la marcha de un taxi con pitido acompañado– y en breve estaba enfrente del Mercado, en donde, en otra maniobra de tacones sobre baldosas, alcanzó el corredor más frecuentado por marchantes y vendedores foráneos. Y allí se postró con su calma y paciencia de maniquí en Suburbia, dudando avanzar ora en un tacón, ora en otro talón. Los jóvenes fueron llegando con urgencia y consternados vieron a la prostituta como estatua bajo la sombra de un aporreado árbol con la mitad de raíces de fuera. El policía de por allí cerca, recordando sus tiempos mozos y con los nuevos bríos de comenzar bien el año, se acomodó la boina combinada con su uniforme azul y decidió acudir a la observación que se le hacía a la prostituta: con andar cauteloso cercioró su placa y la macana que bailoteaba al maniobrar su jerarquía sobre calles y aceras donde ésta, espantada y sorprendida, escogía con auxilio otro camino. La persecución de policía y cuatro jóvenes lujuriosos se tornó más insistente. De calle en calle recorrió más de una avenida en la colonia. Sin ser sorprendida a una salvación de su dignidad y reputación, la prostituta debía decidir por sí misma el itinerario de escape, sin auxilio de sus compañeras de sitio. El policía, sin embargo, era un lujurioso empedernido. Y por insalubre que fuera el par de piernas, habían sonado sus tacones como el grito en celo más demoledor que en su fantaseo sexual se hubiera concebido.

Desolada por la gente, sola ante cualquier llamado de auxilio. Sola en el mundo y en el teje y maneje del oficio, ella taconeaba y corría, respiraba agitada, consternada, emprendía la huida. En ocasiones, a veces en su escape, esquivaba: gente, arboles, anuncios, conos y botes; mientras, el policía corría ansioso botando dos que tres chácharas que impedían su paso vuelto carrera sin previo aviso, ella tenía tiempo de enderezar sus tacones por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre e independiente! ¡Ciudad y esperanza, aire!

Prostituida, cargada y libre. No tranquila y feliz como sería una mujer respetable en sociedad vuelta alcurnia. ¿Qué es lo que había en su culo para hacer de ella una presa antes que una mujer hecha prostituta? La prostituta antes que todo es una mujer con todos los derechos humanos que se requiera en un México libre. Aunque es cierto que no se podría garantizar respeto hacia ella ni a su descendencia. Ni siquiera ella misma respetaba su cuerpo, de la manera en que una madre respetaría a su hija después de violar a un niño. Su única ventaja era que existían y estaban por existir tantas prostitutas que, aunque muriera una, surgiría un virus de la lujuria vuelta necesidad que saque de algún pueblo a otra tan igual como si fuese ella misma, clavada en el mismo sitio, con semejantes tacones y modo de andar.

Finalmente, una de las tantas veces que hizo resuello para tomar aire y gozar de su escape, el policía la alcanzó, ante la caída sorda de un árbol navideño. Entre gritos y manotazos, ella fue esposada. Y enseguida arrastrada en señal de victoria por una pierna ante calles y avenidas; dispuesta y desnuda en los separos de un ministerio público con cierta alevosía y ventaja de ser prostituta. Todavía aturdida del injusto trato, se acicaló un poco el cabello y untó saliva en sus piernas raspadas y maltrechas, entre movimientos indecisos y amenazantes.

Fue entonces cuando ocurrió la revelación. Ella estaba embarazada y comenzaba a dar a luz. Violada e ignorada se obscureció. Hasta que sacaron su cadáver en una bolsa, etiquetada como victima de infección.

martes, 19 de abril de 2011

Filosofando la muerte de una gran ramera





para mi colega, con el nombre de guerra por poto


Cuando no me la estoy jalando en mi casa con una película porno, me pongo a ver a las putitas de la Merced sobre la avenida Corregidora: sus piernas, sus senos, sus blusitas, sus minifaldas, sus tacones. Es asombroso lo bien que se conservan después de tanto gozo.

No me pierdo la oportunidad de acercármeles, aunque no me sea de gran provecho, porque una putita buena sale muy cara para poder pagarle con lo que gano en mi miserable empleo. Pero me gustó oír a una puta que platicaba con otra, durante la tarde, que decía que se había comprado una minifalda de marca y el ligero de juego para poder ganarle toda la clientela a su vecina. –Era la única manera de acabar con la envidia y los piques que se traían–, confesó, sonriendo y apretándose los senos con ambos brazos, y levantando el culo. Las putas pueden conseguir todo, hasta envidiar los que tenga su madre, y en ellas es gracioso, es más, divertida y destructiva la envidia… Yo soy hombre y la envidia de hombre a hombre no es muy común, porque la envidia deja al hombre acomplejado y sombrío. Junto con la envidia, viene el machismo y la misoginia. Pero yo no le guardo rencor a ningún hombre, mi interés se parece al de la puta que se compra la mini y el ligero de marca para ganarle la clientela a su vecina: como ella, sólo quiero tener en mis manos el cuerpo de las mejores mujeres.

Descubrí cómo tener a una de las mujeres más cotizadas. No es volviéndome millonario ni influyente, nunca estará eso a mi alcance. –Ser poderoso, millonario e influyente, es una suerte del destino que se trae en la sangre. La sangre norteamericana, la japonesa y la china son las que andan en boga de las transacciones. Yo no soy hombre de negocios, mis padres y mis hermanos tampoco lo fueron, ni siquiera heredé la sangre, ni la suerte del destino para volverme influyente.

El único bien que poseo es la casa de mi madre, y la única manera de realizarme en vida es poseer una mujer de esas que salen en la pantalla grande, follármela y acabar con su vida. Es algo como tener la mini indicada con el ligero, y ganarme toda la clientela de hombres para siempre. Es extravagante este pensamiento, pero una forma de lograrlo es perseverar en el asunto, cosa que hacen las personas influyentes y poderosas.

Esa mujer que voy a matar tiene que ser cotizada por el mundo. Una persona cotizada, es aquella que pagan grandes consorcios por su presencia o por su firma, pero que siempre necesita de sus influencias para seguir moviendo el andamiaje de su éxito. Por cierto, para disfrutar de su muerte es necesario que esa persona cotizada este gozando de la sangre y el golpe del destino para ser una persona influyente en todo el mundo, y no sólo en un país o en ciertas familias.

En mi lugar, yo preferiría asesinar a una actriz de películas pornos que, veo en revistas, y DVD´S que se venden hasta en piratería. Una actriz porno, o una modelo, son las menos cotizadas y ricas; sin embargo, una estrella porno, por más porno que sea y lleve miles y miles de películas, no es la mujer más cotizada del planeta. No, tendría que ser una mujer cotizada de Hollywood. Pero para eso tendría que volar a otro país…, o tengo que buscar a una que arribe aquí, una que venga en plan de turista, una que tenga ganas de visitar México y sea la gran ramera de Babilonia.

Las limitantes para emprender ese objetivo no me preocupan, porque aún estoy joven y voy levantando camino en conocer y distinguir prostitutas, ya llegará el momento en que trace el plan cuidadosamente y pueda zarandear al bunker del millonario de la Play Boy, y matar a una de sus tantas rameras en su gran Babilonia; o que pueda interceptar, aunque sea a una en aquellas escalas: México, Paris, Londres, Nueva York.

El acto de abrazar, El acto de engendrar



*El acto de abrazar

Está cabrón no caer en el sortilegio de una de ellas. Te succiona con sus labios de flor de loto, mística e inmisericorde. Abre sus piernas al encanto, gime y gesticula, palabras precisas en sus facciones dulces. Te enreda con su pelo y con su cuello, con su ir y venir, con su forma de abrazarte. Se acerca y se entrega, pide a gritos tocarte, sentirte dentro palpitar tu brutalidad de hombre. Besa tus hombros desnudos, tus brazos musculosos y duros. Baja cada palma suya en tus pectorales hasta tu abdomen. Toma tu miembro entre sus cabales y lo presiona cual gaviota atestigüe su primorosa libertad enjaulada. Es mujer y nada le cuesta, sino saliva y succión, nada de otro mundo, luego que la beses y la abraces, no con los labios ni con los brazos, sino con la mirada.


*El acto de engendrar

Sin luz todo se muere, se muere el refri, se muere la televisión. Allá afuera llueve y también está la calle muerta. Ya casi no tengo batería en mi lap top. La casa está vacía, sólo yo y la soledad de mi cuarto. No voy a platicar de soledad, aunque en la soledad se engendra todo. Yo no quiero engendrar nada y mejor me callo.

Llàmame



Rómpeme el corazón, amor, anda rómpemelo. Estoy aquí esperando tu llamada, tu rumbo, tu señal de que en verdad me amas. Puedes troncharme una mano, un pie, la cabeza si es posible, pero no me quiebres mi corazón, tengo un corazón todo remendado, ¡que va más un remiendo más! Llámame, estoy pegado al teléfono como un desesperado, como un naufrago aterrado a su última existencia flotante. Si es verdad que me amas, amor, llámame, te lo pido a gritos, jalándome los pelos, zurciéndome los nervios del corazón, ¡llámame! Mira que tú me dijiste que me llamarías. Estoy aquí con tus regalos y chocolates, el globo rojo y abrillantado con tu nombre, el estuche que guarda la almohada que extrajimos de nuestros sueños. Llámame, amor. No, no quiero presionarte, pero me siento raro, quiero salir o buscarte, pero no sé en dónde te encuentres, no sé de tu rostro ni de tu cuerpo que han sentido mis manos, que han sentido mis manos en sueños… Ah, qué alivio está sonado el teléfono y estoy seguro que escuchaste mi voz… ¡Ay, qué horror!, no eras tú, amor, dónde te has metido cuando me sobran amistades. Sal, sal de donde te encuentres, muéstrate que quiero verte, total sino te encuentro buscaré a otro corazón, pero qué haré con todo esto que has dejado como un niño que juega y se va, olvidándome como a un juguete.

Los padres


Quedarse con los padres, cuidar a los padres. Si un hijo es malagradecido, a la larga los padres también. Los padres con sus achaques te complican la vida. Hay que verlos las 24 horas del día, estar en su comida y en su cena; acudir a sus llamadas, velar sus noches y guardar sus sueños en la penumbra de su camita. Los dolores son otro caso, las que más se quejan son las madres. Yo tuve a una madre quejumbrosa, daba un paso cuando podía y el quejido era necesario para atormentarme. Tenía que dormir con ella, si la abrazaba con fuerza se dolía por nada. Tenía que acariciarla con palabras que subestiman, hablarle de sus dolores, de su aguante, de sus punzadas en la cabeza, del medicamento, de la cajita y sus pastillas. Es un suplico tener a una madre enferma y que sepa de medicamentos y recetas, cuando no te piden un medicamento, cuando no se niegan a seguir su dosis. Uno creería que lo que hizo de niño ahora se le regresa de adulto con sus padres; y no dista mucho con la realidad. Hay que bañarlos, cambiarlos, peinarlos, untarles la cremita, desmenuzarles el desayuno, llevarlos a la cama y ponerles una música bajita. Total, no voy más lejos, y es que tener padres es una bendición, pero también como cuesta. El punto es no dejarlos solos, qué harían los señores sin nosotros. Los hijos tienen un pacto tácito con quien les dio arbitro de existencia, con quien les dio comida y techo, pero también hay que ver que, la carga debe aligerarse sin tener que hacer berrinches y evitar quejarse con esa queja que conduele a cualquier hijo que, tenga el corazón blando y noble para quedarse.

El escorpiòn asesino


Con el agua hasta el cuello iba yo en el río. Trataba de juntar ranas y me salió una culebra con rayas amarillas y lengua roja. Caminé hacia la orilla con tanta prisa que hasta tragué agua y del susto hasta solté el ayate donde juntaba las ranas.

Luego, de panza en el pasto, estaba mirando otras ranas verdosas que croaban como burlándose de mí. Pero al cabo de un rato, se me acercó por la mano una ranilla de color gris y pecho blanquizco, casi plateado. Durante un tiempo se paseó rozándome los dedos y parte del brazo, y luego se percató de mi amenazante parpadear que brincó para perderse en la corriente del río.

El frío me invadió el cuerpo al encontrarme desnudo y al acecho inesperado de la nube aguacera. Entonces, me levanté y caminé hacia donde estaba mi ropa sobre unas rocas, pero me encontré un escorpión amenazándome con su hocico color rosa; haciéndome como gemidos de una persona queriéndose ahogar y con la intención de brincarme si me acercaba a él.

Me eché a correr, iba temblando. Di dos gritos que llegó mi primo que se encontraba cerca de allí cuidando las borregas. Sorprendido me preguntó: qué te pasa… Y yo le conté lo del verduzco escorpión que me quería picar y estaba cerca de mi ropa. Entonces, como mi primo es valiente, se apresuró a juntar piedras para matar a aquel animal terrible y de tremenda cola. Se acercó al lugar, le tiró de piedras, pero no le atinó y le brincó en el pecho, porque traía la camisa desabotonada.

Mi primo quiso arrancárselo pero el escorpión estaba pegado a su piel, y se cayó al suelo. Yo me eché a correr para con mi tío Ceferino, le dije lo que le pasó a su hijo, cuando regresamos al río mi primo ya estaba todo morado y muerto. Pero el escorpión seguía allí.

El Santa Clous de Sebastiàn


A Leonardo David por todo lo que representa saberse sin abuelos


El niño Sebastián vivía con Santa Clous. Era alto y no tan gordito como el que había pensado en los cuentos que leía. Además, Santa era un experto para hacer magia con sus guantes blancos.

En verdad, era un viejito inteligente con las manos, pero como Sebastián era muy pequeño de edad y nunca había visto hacer magia, siempre creyó que su amigo Santa tenía formidables poderes. Además, para Sebastián su amigo era inigualable; un hombre carismático que vivía bajo las escaleras, que sabía quererlo en las noches obscuras, además, le contaba cuentos o le hacía magia con palabras raras que ni en diccionarios sabía encontrar.

Su amigo Santa Clous se llamaba Sebastián, igual que él, por eso lo quería tanto y se ponía triste cuando en cama enfermaba o, se lo llevaban al hospital, lo que, por desgracia era demasiado frecuente. En verdad el pobre viejito sólo se había puesto enfermo de gravedad en dos ocasiones; en veces ni siquiera veía lo que contaba en los cuentos, y a decir verdad, no tenía formidables poderes mágicos como creía el niño Sebastián. Pero eso sí, Clous era un abuelito que tenía chispa e inteligencia como pocos abuelos la tienen. Las canas del viejito abundaban en su cabeza como escarcha y nieve que anunciaban la eterna Navidad.

Sebastián también tenía canas. Su madre le dijo que las había heredado, y él no comprendió bien aquello, pero supo que, por alguna razón del destino, los niños diferentes y talentosos eran los aprendices de la magia más asombrosa que pueda concebirse en la tierra, y tenían amigos excepcionales viviendo en su propia casa, debajo de las escaleras.

Aquellas mañana era un día de sol tibio y calientito. Desde la cocina se podía oler el pan y el atole de masa. Era el día que anunciaba el domingo fuera de casa. Pero Sebastián, a pesar de todo, no quería dejar solo a su amigo Santa e hizo una mueca como si experimentara un dolor físico. Sabía que su madre le había preparado aquella agradable merienda sin darle a Santa más que unas cucharadas de amarga medicina, un pan sin azúcar, y un jarrito con agua sabor a arroz crudo.

Se imaginó lo que pasaría con aquellos pancitos de dulce en la cocina; su padre los pondría casi todos en la camioneta y escondería el resto bajo llave. Durante su ausencia, Santa sabría lo que estuvo en la cocina no por sus guantes blancos, sino por las pequeñas migas que no limpiarían de la mesa, como si fuera una mascota y no un viejito con tremendos poderes mágicos. Y así pasaría el fin de semana.

Pero, Sebastián por todos los Santas, tuvo una idea que no había pensado nunca ante la advertencia de su madre. Abandonó sus muletas junto a la pared. Trepó como pudo a la mesa, y luego se impulsó al estante donde se veía abierta la bolsa de pan de dulce, la agarró y salió como pudo de la cocina sin que nadie lo viera. Abrió la puerta del rinconcito donde vivía últimamente su amigo Santa Clous, y le dijo, présteme sus guantes que ahora yo le haré magia…

El abuelito se sobresaltó al despertar y ver al niño Sebastián allí dentro, además, que le había transformado con sus flojos, y feos guantes blancos; un suculento y oloroso pan de dulce, que comió con grandes ganas nunca vueltas a tener en años. Quedó tan satisfecho que se volvió a dormir con una sonrisa enorme como si le hubieran contado el cuento más hermoso de su vida.

Cuando llegó la madre a la cocina, se había dado cuenta de lo que había hecho su niño al dejar huellas de zapato en el mantel de la mesa, así pues, cayó el fuego de la tarde y los regaños uno tras otro sobre la cabeza de Sebastián. La salida de casa se arruinó, y su padre hacía tantas llamadas de teléfono, que mejor se fue a dormir para no escucharlo cuando lo llamara.

Sebastián no cabía en la felicidad para explicar el sueño más largo de su amigo Santa Clous que aún dormido, sonreía. Pero si hubiera sabido que el azúcar le caía mal a la panza de su formidable amigo, aún en su casa estuviera para hacerle magia todos los días, y no una vez al año, en las noches de Navidad cuando viene con sus guantes blancos a buscarlo.

Aléjate, corazón



Corazón, estás a punto de enamorarte, debes irte, alejarte. El amor no es para ti, porque al fin y al cabo terminas sufriendo. Yo bien que no, quisiera verte feliz, saltando, palpitando por ella, por sus ojos inmensos, y sus pestañas quebradas, por su carita de muñeca y su agraciado cuerpo, pero no, debes irte y si tienes memoria, olvidarla. Ella estará lejos de ti, y debes cerrar ese capítulo de tu vida. Hay personas inigualables, y ella es una de ellas, además tiene sus bondades. Tú. Corazón, tiendes a idealizar y lo has hecho con ella, ¿cierto o falso? cierto, es por tanto que debes alejarte, ya la besaste, la hiciste tuya frente a muchos, si es posible que hasta como trofeo la presumiste. Ahora déjala, ella debe ser feliz, y tú también. Ya no se busque, cuando estén lejos, elimina su número telefónico, piérdela como la ganaste. Así debe ser, corazón, porque el amor si eres conquistado es ese garrafal error que muchos en esta cantina se arrepienten. Ahora, corazón, un sorbo más, levántate y vete. Eres libre, porque no naciste para enamorarte, sólo para sentir el momento y vivir para sobrevivir cual ave migratoria. Eres libre, corazón, empaca tus maletas y vete.

Confusa y rara




No es que yo sea culero, debo de portarme así. Dicen que yo soy la autoridad, pero yo bien quisiera ser su solución. Hay cosas que aunque sean buenas o viables, encuentran muchas trabas, y de eso está hecho el chiste y el sistema de la vida. A mí no me da más poder una camioneta blindada, ni su sirena, ni su altavoz. No me da la licencia de vivir tranquilo: un arma, ni una fornitura perpetua. Soy un ente promedio y medio que, está de acuerdo a su estatura y peso. Vivo con la dieta necesaria para estar bien. ¿Y a dónde quiero llegar con todo y lo poco que sé y creo a medias saber? Tal vez y lo único que sé, es que me haré viejo y moriré, me haré polvo y me perderé entre los surcos que mi memoria de hijo y padre forje. Total, y a estas alturas, que da más si uno más de entre los que complican la existencia a otros, que da más moler por moler. Voy a perderme entre la gente, alzando la frente y la sonrisa para hacerles sentir bien, y a los que no les caiga que me perdonen. La vida es así.

Un recado a mi musa Leonora


Acabo de cerrar la puerta de mi cuarto, Leonora, para encontrarme contigo. La última vez desapareciste de mí como el vaho de un espejo, pero hoy. Hoy no voy a hablarte bonito, de tus ojos claros, líquidos, inmensos, no, ni usaré esas palabras cursis y estudiadas que seguro sabes he usado con otras chicas. Hoy he decidido hablarte sin tapujos, y decirte que tú ganas. Voy a tratar de desaislarme, de no ser reticente al amor. Te confieso que yo siento cierto cariño por ti, admiro el ritmo de tu prosa que inspira, y el mundo de aire en el que te mueves, pero no siento ese sentimiento que podría llamarse platónico. Me siento solo, sí, no hay nadie a mi lado y estoy desierto. Quiero abrazar, besar, palpar, penetrar, sentirme querido, no con palabras, ni con suspiros; sino con manos, labios, genitales, corazón. Tú querías esta oportunidad, y hoy me tienes como a un libro, léeme. Tú dime en dónde quieres que esté y allí estaré, y si este recado cumple su cometido con aprobación espero no sea el primero ni el último. Adiós, Leonora.

lunes, 11 de abril de 2011

Todas las mujeres son iguales


Todas las mujeres son iguales. Hay que ver a las más cotizadas, mordiéndose los labios al pasar frente de ti. Con niños o sin niños, madres o no madres, las mujeres son iguales. No hay una a la que no le gusten los hombres y se aguanten las ganas de verles: sus brazos, el abdomen, sus músculos, su cara. Me gusta verlas y que me miren, me gusta ver a las de mayor edad y a las de no tanto kilometraje. Hoy una niña de quince te coquetea, las señoras casadas no disimulan y hasta muecas y mirillas te regalan, otras hasta verlas saltando de su lugar para observarte. Y no hay que ser muy galán para comprobar como una mujer se despega de sus cimientos y se explaya como toda mujer lo haría sin distingo. ¿Y cuál es el objetivo? ¿Comprobar lo que todos ya sabemos? No, no comprobar nada, hay que ser más cuidadosos como ellas, pero no por eso nosotros somos diferentes. Todos los hombres, respetuosamente, somos unos hijos de puta.

A la chingada, lloraré


De qué puedo escribir, sin ponerme triste, sin sentir que traigo una pena que me ahueca el corazón. No puedo sentirme bien del bonito día, del abrazador sol y todo lo verde, de las piernas bonitas y las cabelleras rubias bajo un paraguas de color. No quiero hablarles a ellas, ni que me miren. Tengo ganas de enterrar la cabeza y ponerme a llorar. Tengo ganas de no escucharme. Inversa. No tengo ganas de levantarme, aunque el sol abraza mi espalda, hace sudar mi cuello, me marea y me hace mirar colores verdes. Quiero quedarme aquí, y agachar la cabeza como un avestruz. Voy a dejarme caer en esta banca y que sea lo que este buche de sentimientos me contiene. Los hombres no lloran. ¡A la chingada! A mí ya no me importa. Lloraré.

domingo, 10 de abril de 2011

Cartas sentimentales de Hernán Cortés (1485-1547)



VI. La América vista por mí, y no por Colón


A los guerreros aztecas elegidos por Huitzilopochtli para dominar el mundo


Cuando yo me acercaba cada vez más a aquella enorme cuidad donde emergían templos, canales, calzadas, puentes, edificios y espléndidos jardines, creí que estaba viendo visiones y tontos espejismos. Levantaba la vista y el cielo era azul como nunca en Europa, divisaba a lo lejos y, acueductos piramidales como palacios se levantaban sobre un lago transparente. Igual que un bello y colosal absurdo era para mí la ciudad de Tenochtitlán.

Cuatro formidables calzadas la comunicaban con tierra firme, un colosal rompeolas frenaba las inundaciones y diversos acueductos la proveían de agua limpia y fresca. Iban y venían una infinidad de canoas repletas de coloridas flores, y frutos desconocidos en mi lejana España. Cabe mencionar que la fruta era enorme, y suculenta; dicen se cultivaba en una especie de jardín flotante que supe después llamaron chinampa. Y entonces vi allá, a lo lejos, bajando de la escalinata dorada como el sol, al que me imaginé el gobernante más poderoso de aquel mundo tan increíble; venía acompañado de tantos súbditos como vastos dominios y riquezas luego me enteré poseía a manos llenas.

En veces me miraba con atención, otro tanto con admiración y duda. Y yo siempre quizá me consideré superior que él; pues éste pensaba que era yo una especie de guerrero o Dios Quetzalcóatl que regresaba a reclamar sus dominios. Aunque a veces siento en mi interior una especie de admiración, una profunda admiración un tanto inexplicable, porque él era un hombre como yo, como tú y como todos, detrás de su exquisita riqueza y vistoso plumaje, estaba un guerrero profundo, audaz y carismático; enaltecido por señoríos independientes, y sojuzgado por reinos de indígenas oprimidos, y poblaciones hechas prisioneras para el trabajo y el sacrificio.

Este hombre que menciono como el más poderoso y especie de dios en la paradisiaca tierra era el gobernante Moctezuma Xocoyotzin. Vivía en sus dominios como casi un Cristo europeo: en veces orgulloso y altanero; vivía con muchos hombres, y especie de discípulos que hablaban lenguas distintas, y tantas costumbres hoy versarían a enciclopedias cuánticas, y demás imaginaciones del Castillo se han escrito sobre la Antigua Tenochtitlán. Por supuesto que, todos nosotros antes desconocíamos la amplitud de su nombre, y grandes avances en la medicina, las matemáticas, la ingeniería, las artes o la astronomía; es por eso que pasamos sobre aquel reino que otros tantos marineros de Colón, creyeron la ciudad capital del diablo, y el holocausto para dioses paganos y tardíos.

Recuerdo que esa noche de calor, subí a la azotea con mi conocido y prisionero Moctezuma. El ruido era ensordecedor, como todos los días, bullían los rayos de la luna sobre las crispadas caras de los súbditos mexicas que reclamaban una explicación bajo el yugo que les habíamos impuesto. Y entonces en esa noche tan triste para mi existencia, vi caer al hombre más poderoso del mundo de una pedrada propinada por un indígena y aliado mío, escondido detrás de un enorme ahuehuete.

Todo se desplomó aquella noche, todo imperio Tonoch pagó lo irremediable con su destrucción e incendio. En tanto, sólo la fama y la gloria de la gran ciudad azteca sobreviven como mi memoria hoy en ruinas, y cenizas.

Dejar de escribir



Pero, creo mi estimado galán, que dejaré de escribir, desde que me está yendo bien hace tiempo he concluido evocarme a otras absurdas actividades. En cierta parte me gustó hacer poesía, cuentos, relatos y complicarme la existencia con una novelita, pero ahora no son más que logros que llenan mi empaquetado corazón con moño y eGo. Además, fueron válvulas de escape, de sublimación, proyección, y demás estados habló Freud. Las letras me trajeron aplausos, rupturas, tristezas y melancolías, pero también me acompañaron en días tan inciertos como el bajorrelieve de mi vida. Sí, estimado galán, voy a dejarme de arrastrar bolígrafos, apoyar codos, manos, en teclados y hacer algo menos absurdo que seguir escribiendo, porque bien dijo, Rulfo, el escritor es un mentiroso. Voy a dejar de andar desperdigando tonterías.

Me gusta ser libélula




Me gusta ser libélula, a pesar de ser hombre. Hay que verlas surcando las ventolinas de Mérida, Yucatán; juguetean con las gaviotas y planean con comicidad la cautela del pelicano en altamar. Se dice la canción de banda, abeja reina, yo quiero ser entre tantas, la libélala rey. Amanecí a las tres de la tarde con las ganas extremas de metamorfosearme en una hélice del aire y cruzar el malecón. Pero sólo aquí hay moscas y mosquitos que espero me vuelvan a dejar dormir. Quiero ser libélula por unas cuantas horas más, porque a pesar de ser hombre, adoro soñar con los insectos y poblar mis pesadillas de dulces quimeras inconcebibles. A zigzaguear con la zeta el sueño de la libélula. Durmamos, crucemos las alas e invoquemos al caballito del diablo para conseguir dulces sueños de hombre insecto, de helicóptero fugaz e incompetente para abordar la realidad en realidades.

La discusión de un pene



Quiero hablarte de rápido, pene. Esta es la última y definitiva llamada, no quiero que tu ausencia me convierta en un intolerante castrado. Tú siempre te venías en esa boca, y hoy me desilusionaste a medias, sacaste chorros y chorros de leche, pero el objetivo era en sus labios, tuve que ayudarte con mi diestra, y ella lame que lame tu par de testigos. No te exijo una explicación, sino más bien es un regaño, tal vez quiero comprenderte y es que una mamada en un lugar improvisado no es para luego, luego correrse; tal vez en eso estás bien, tampoco eres un fácil y precoz aparato. Pero es que esa boca hizo de todo, te estimuló con doctorado y tú, rígido e inmisericorde, todo rojo y gustoso, pero nada, nada que te corrías. Te debo agradecer en cierta parte, pero en otra me has desilusionado, quiero que te corras con gusto y no necesites de mis manos. Quiero informarte, además, que usar mis manos es una falta de respeto para esa boca y su par de labios. Total, estimulado miembro de mi concurrido cuerpo, voy a salir, luego te doy tu baño, tengo hambre y ganas de saber qué es lo que ha pasado afuera, de mujeres ya no te hablo. Arrúgate lo que quieras, has trabajado.

domingo, 3 de abril de 2011

Puterías


Me tiene una confusión, estimado. ¿Ya no soy mexicano, ni macho al meterme con hombres? Meterme a la cama, me refiero. Tal vez y hasta te saques de onda, pero no soy gay, mi me gustan los hombres, sólo trato de comprender la natura humana, sin quemarme. Primero fue una: sólo baile y cachondeo, rozadas de pompi. Después, vino otra: mamada y venida sin su ayuda. Obviamente, estimado, con protección. Total, llámame sucio, puto, gay… si tu quieres, pero no me dejes de considerar tu amigo que, de este mundo todo quiere comprenderle. Fue más curiosidad que deseo, créeme. La tercera vez creo no ocurrirá; mi cuerpo no está diseñado para esos trotes. Comprendo más y menos a los hombres que les gustan los hombres, han llegado a ser mis mejores amigas en los tiempos más difíciles que discurren en mi vida, pero si de una cosa estoy seguro, es que no dañaría a ni uno de ellos por ser como son; tienen más estrella que otros que ni siquiera se visten. En fin, estimado, entre confesión y confesión te invito a tomar un helado.

Reminiscencias


No creía en eso que dicen que, cuando mueres en pleno orgasmo y dentro de una mujer desfilan ante tu cabeza la vorágine de pensamientos y llamadas de seres queridos que imploran te quedes y no los dejes aun, y siempre le parecía una absurda invención, hasta que un día le tocó que, mientras jodia en un tugurio le llegaron a la mente los llamados de sus seres queridos, de su madre que le imploraba se quedara en la casa cuando niño la abandonó, la dejó a la merced del moho y el óxido de un catre viejo, pero él siempre había visto por su madre cuando toda familia se había retirado y olvidado de ella, y se acordó de las hermanas de su madre muy finas y adineradas que le pedían a gritos se quedar en este mundo, y llegaron flashes de cuando estuvo en la primaria y amigos le pedían que se quedara empujándoles el columpio, compartiendo el emparedado con jalea, y por eso permanecía el día entero con su cajita de desayuno en la mano pues ya vendría el amiguito que le pidiera un pedazo, y cuando el primo lloraba para que le abriera la puerta de su cuarto porque quería jugar con él, pero no siempre tenía el ánimo ni los juguetes en su casa, y en el momento en que se iba, se le vino a la mente el nombre de las mujeres que lo quisieron y aún lo querían, de la mayoría, y a su vez de los amigos del bachillerato, de la universidad, y también del llamado de su amigo de pecas rojas en las mejillas, de su novia, de su primera vez, aunque desesperado no logró recordar el nombre de aquella chica, y también del regalo de graduación que le hizo su padre por paquetería y nunca abrió, porque su padre había desquiciado su infancia y la vida de su madre, y también del profesor Teodoro, y del hijo del profesor Teodoro que le había ofrecido su amistad para luego desconcertarse de su distanciamiento, de su amistad de infante, y de la ramera que le decía que, le iba a ofrecer sexo como nunca en su vida, y cuando se le aproximaba la muerte chiquita, se le mezclaban los gestos de enojo, tristeza y alegría, él llegando al tugurio todo a perfumado y sacando bríos y despunte para con la mujer sentada en la barra que, ya estaba echándole el ojo, ya hasta había hecho una bebida a lado, y la mujer con las ganas, ansiosa como alguien que va a recibir un regalo en su cumpleaños, sonriéndole al gesto, indicándole se sentara a la mesa y que la esperara, dándole a entender que al fin de cuentas ella lo atendería, sólo había que indicarle al mesero le trajera su bebida y correspondiente liga, y la mujer se aproximó ante la mesa en circulo para ofrecer su servicio y compañía y, él sintió la agudeza de su encanto y su perfume de jazmín y pudo observar el desbordamiento de sus senos, y no pasó mucho licor cuando ya estaba en el privado con ella, se iba dentro de ella, descuajaringado, sus brazos sobre la espalda de la mujer que, desconcertada no escuchaba la emisión de algún sonido del hombre cuando jode y se deja venir en fervientes disparos y gemidos, pero él intentó persuadir a la mujer para que dejara de mover el culo, de apretarlo y contraerlo como sólo ella ha tenido en largos años de estudio, y las reacciones vinieron a su cabeza, todos los recuerdos se aglomeraban y pedían a gritos y flashes retrospectivos, salir, bullir como la luz de la mente, su madre implorando a lágrimas su regreso, las pericas de sus tías petunias llamando antes sus pies y gustos burgueses, sus amigos de primaria pidiéndole más fuerte en el columpio, la tarta con jalea esperando a un amigo en la cajita de su desayuno, su primo llorando por él frente a la puerta de su cuarto, los juguetes que tanto soñaba, el nombre de sus ex novias, y las mujeres que tanto lo querían, el regalo nunca abierto y enviado a él por su padre, el hijo pecoso de su maestro Teodoro, mientras la mujer esmerada en sus movimientos pélvicos gemía una y otra vez como sólo ella y sus estudios consuetudinarios, y como sabía que se estaba muriendo, gimió con fuerza y auxilio, la mujer se excitó y después muy cachonda tomaba las piernas del hombre, pidiendo más fuerte, culpando a su culo de hacerla muy feliz, y él pensó, me estoy muriendo de una tabicaría y si no le paro a esto, será un ineludible infarto, que sé yo, la vida y la muerte enfilándoseme de par en par, y conforme con su destino de partir se acordó de la primera frase de un poema de Israel Maldonado, debo morir pero eso es todo lo que hare por la huesuda, y en ese momento en que moría, no iba a dejar que esa estampa se hiciera cargo de su inexistencia, por tanto pensó en su fugaz paso por este mundo, en su madre, en sus primos, en sus mujeres que lo habían querido, y mordió el cuello de la mujer, ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, y en ese instante la mujer con el dolor y la marca dental en el cuello, sin sabe a dónde correr, confusa y desconcertada por verlo caer secamente en el piso, lo miró con gran arrepentimiento, vergüenza y desconcierto, y él gritó: ¡Quiero vivir! ¡Quiero vivir!, que le perdonara Diosito, mientras su mente recorría a velocidad flash las reminiscencias de su corta y mal vivida existencia, y la mujer ahora entregada a el arrepentimiento y la conciencia, le levantó la cabeza con una almohada y le abrió la boca para meterle un calcetín y así evitar se mordiera la lengua, y él se acordó que estaba desnuda de pies a cabeza y con la pinga al aire, batido de semen, y se acordó de las llamadas de su madre, cuando lo encontraba desnudo en calores de verano y primavera, y le decía: tápate, ven aquí, regresa, y él se tapaba inmediatamente, iba con su madre y se abrazaban, y pensó, no voy a morirme así y sin calzones, no va a ser esa la imagen con la que, me verán mis conocidos, y contrajo el cuerpo, se curvo en el suelo como un gusano de maguey o un jumil en el comal, y en un instante brutal se le arrugó la pinga y se levantó, escupió fuera el calcetín de su boca, tronó su cuello a un lado, luego a otro y relajó su respirar y ya no pensó en nada que no fuera tranquilidad y sosiego del cuerpo, alma y mente. La mujer sentada en el camastro, se cubrió el cuerpo con una sábana. Él se puso camisa y pantalón, y salió descalzo del lugar hacia donde las voces lo llamaban.

Coleccionando sombras bellas de un dios manco




Alguien me dice que debo de estar tranquilo, porque cuento con él y su poder omnipotente, pero yo me siento agitado. Algunas veces me castra la melancolía y la aburrición. Puedo podrirme de soledad, rodeado de moscas gordas y negras, de gusanos blancos y escaldantes. Soy ese ente amargo de su esencia, quisiera involucrarme en los ladridos de ese perro blanco que ladra a alguien para existir. Esto casi mudo y manco, queriendo pregonar mi existencia inexistente. ¿Y a dónde cuando el viento ruin y rodante me lleva a ninguna parte? Hoy ellas bajan la mirada y yo doy la vuelta y he perdido. Me voy, me voy yendo en la espera de un pronto volver: vámonos por un coco enano con ginebra y vodka, vamos al malecón anegado de las premoniciones, del ciclón y el desacato que me aconseja un absurdo porvenir.

Dejar de hacer



Hay que dejar esta tonta pasión de escribir, empacar las maletas y salir a conocer el mundo, porque estoy harto de sólo inventar y relacionarme contigo en páginas. Yo sé que no hice mucho con esto de oficio de las letras, sólo unos cuantos libros que dichosos se deben de sentir de sus cuantos lectores. El punto es dejar de hacer, y hoy me he decidido cambiar la rutina de las letras por preocuparme de vivir, por dejar de mentir cosas que escribo y nunca existirán, ni existieron. Total, me voy aflojando el paso y la cadencia de esta pluma para que el oficio de escribir que tuve en dos, tres años, terminé por coagularse y encuentre a otro más virtuoso que yo, para que lo inspire y no lo haga batallar tanto con la traspiración.

Estado camaleónico



Soy desgraciado, porque el amor que no quiero, me quiere. Me gusta complicarme la vida con amores difíciles. A veces pienso que tal vez me gusta sufrir. Puedo vivir romances, y ser efímero, agradable, pero luego cortar la relación de tajo. No me gustan las mujeres posesivas, pero yo soy posesivo. Soy un camaleón que se anda camuflajeando según la perspectiva, viviendo el momento. Hay mujeres que me lloran, que me dedican canciones, que me escriben cartas y me mandan mensajes; esas mujeres tengo de a costales. Y declaro de una vez, para toda aquella que quiera encontrar mi punto noble: ¡Háganme sufrir! ¡Cotícense! ¡Pídanme joyas, ropa, pedrería! ¡Acérquese, aléjense! Sólo así creo yo estaría toda la vida a sus pies. Soy un camaleón que el amor le va y le viene como el peligro a la estación, a la noche o a su víctima.

Devora


Devora no cree en el amor porque es una prostituta. Yo me he enamorado de ella, y la voy a ver los domingos en la avenida. No tengo dinero a veces para quererla como a ella le gusta. Hoy no quiero pelear con ella ni con los hombres, por eso no quiero ir a verla.

La conocí en un table-dance de la Avenida Central. Ella fue la última que se sentó conmigo a tomar directamente de mi cubeta, porque cabe decir que la cerveza de una mujer nocturna es aparte, en tiempo y en forma, como en dinero también.

Devora es bonita, es blanca y de unos ojos color azul incomparable que, hasta me enoja que algunos hombres con un par de billetes puedan todo su cuerpo tocarle. Pero qué le voy hacer, porque aún yo soy joven y, las ilusiones no mantienen ni llevan a ninguna parte.

Hubo un día en que, Devora me dijo: te quiero, ese mismo día quise sacarla de trabajar y emprender rumbo con ella, pero palpé mis bolsillos y aún no creo que sea buena idea, porque apenas el milagro de estar con ella se me hizo realidad, y ahora no paro de soñarle, aunque me arda y dé comezón alrededor de mis genitales, yo la quiero y la bendigo es mi amor y mi estandarte.

Alejandra y el Caníbal




Alejandra Galeana Garavito, aguantó el retorno de su amado para partir de este mundo.

Antes de su romance, el caníbal había notado que Alejandra mostraba un deseo involuntario de controlarse. Posteriormente aparecieron variados y extraños síntomas, enfermizos celos, e incontrolable apetito sexual. Pero se podría decir que la única limitante en la vida de Alejandra era que, hace más de un par de años se había convertido en mamá soltera. A ella no le gustaba físicamente, José Luis, pero antes de su romance había entrado inesperadamente en una profunda depresión; cosa que motivó al caníbal para ganarse su confianza, regalándole un poema y una rosa diaria, detalles que a ella nunca le habían hecho.

La tarde en que el caníbal llegó a su departamento en la colonia Guerrero, Alejandra tuvo el dolor de cabeza y la languidez, y permaneció sin ingerir alimento, recostada en la cama del caníbal. Los indicios que luego se convirtieron en acciones constataron lo irrefutable. Alejandra sólo se movía en la cama para incrementar su apetito sexual.

El caníbal permaneció con Alejandra en la superficie de descanso durante toda circunstancia, acariciando su vientre, sintiendo con tristeza la infertilidad de sus semillas.

El día definitivo, Alejandra, muy quieta y gozosa, el pelo castaño y los ojos color miel, clavó las pupilas en el caníbal con la misma inquietud de siempre, que indicaba la satisfacción producida y el incremento de placer por la mano en su clítoris y su desnudez maltrecha. Comenzó a cerrar los ojos y a tiritar de frío y él la penetró con más y más fuerza. Al sentir su cuerpo frío, sus miembros fríos, el caníbal acomodó a Alejandra en una posición más sugestiva, con una pila de almohadas bajo su vientre. Entonces, ella hizo el esfuerzo de su vida, se puso de bruces en la cama y apretó las mandíbulas, y volvió la cabeza hacia atrás, en un gesto lleno de inocencia y sumisión. Después se palmoteó las nalgas aún más, y exigió, luego una exhalación fuerte y un decaimiento sobre la barbilla. El caníbal pensó que Alejandra había sucumbido ante total demostración. Pero un par de minutos después emitió cortos gemidos que, luego se convirtieron en largos jadeos que inundaban la habitación. Trastornado y horrorizado por su exigente apetito sexual el caníbal contó, de dos en dos, todos los jadeos de Alejandra que a su vez volvían a ser cortos gemidos. En un intervalo de segundos dejó escapar seis jadeos iguales, y cinco gemidos apagados en una queja ya gutural. Desvanecida de rodillas, pechos aplastados y brazos doblados sobre las sienes, batida de saliva almohada y cabellera, dejó de moverse. Enseguida comenzó a convulsionarse. Se descuajaringaba sobre la cama matrimonial como lo hacía antes desde que le llegaban sus ataques de epilepsia, sólo que esta vez con más violencia, botando sábanas y cojines fuera de la superficie. En seguida quedó quieta y extendida, boca abajo y bien inmóvil. El caníbal pasó su mano por el canal de su espalda, haciendo morir la caricia entre la suavidad de las nalgas de Alejandra, y su pene aún flácido. Ella ahogó su silencio y destensó los miembros que, como males necesarios la aprisionaban de un nuevo ataque de epilepsia. Había partido a otro mundo. Ahora, el caníbal ya estaba seguro, lo sabía, estaba bien muerta, su amada, su Alejandra y Dulcinea del Toboso como solía llamarla en sus poemas.

El caníbal aguardó el resto de la tarde y la noche completa, variando la mirada de la ventana a la cama en donde Alejandra aún desnuda comenzaba a enfriar el cuarto. En seguida, a primeros rayos de luz colaban las cortinas traslucidas, corrió a lado de Alejandra, le dio la vuelta y le contempló la cara, sin saber cómo arreglarle los párpados o desmaráñale el pelo, quedó en silencio sin pensar qué decir o hacer. Se habían querido a su manera, las más, con el afán loco de ser ellos mismos entre sábanas y laberintos.

Ya en la mañana, la cargó hasta depositarla en una tina del baño y se fue al supermercado. Compró un par de cuchillas grandes y filosas. En su vida nunca había pensado concluir el trabajo en un estado tan vacío y triste. Habían vivido tantos amores juntos, tantos trabajos juntos.

Por fortuna el caníbal no había comenzado el guiso. Aunque ya era tarde. Volvió a la tina del baño. Cuidadosamente, colocó el cuerpo de Alejandra dentro de un armario. Con el sabor del corazón en la garganta caminó hacia la puerta. Antes de abrirla, se fijó por la ventana para apreciar la corpulencia de las dos siluetas, se secó las lágrimas rodaban por su mejilla, alternando la mirada de la perilla en la puerta al ventanal por el que escaparía.

Sola y sin mí




Ya no sé ni describirte esto que siento, madre, me pudro de soledad certera, de soledad. Ya no soy el mismo, ya perdí mi esencia, ya no puedo más. Necesito a todos, o tan sólo a ti. Ya no puedo estar aquí. Arráncame de este tonto empeño, llámame a tu lado que, yo te abrazaré para nunca dejarte orbitando por allí, sola y sin mí.