miércoles, 5 de enero de 2011

La hora del perro negro


– ¡Quiubo canijo! ¿Qué hay? –dijo el mecánico y ninguna contestación recibió del joven que bajaba las escaleras.

¡Por supuesto!, estaba recién salido de la cárcel y en sus manos aún se podía ver el rojo auténtico de la sangre de su esposa.

– ¿Qué pasó contigo? ¿Ya no me vas a hablar? –dijo con cierta premura interrogante el mecánico-; quisiera saber si todavía piensas que yo maté a tu madre.
–Pues yo te puedo contestar –le respondió su otro hijo-, y hablando desde arriba en el barandal, un joven delgado y alto, le señaló la puerta blanca por la que había entrado.

–Allá algo te espera, aquí con nosotros ya no tienes nada que hacer. ¿Ves?, tus cosas te están esperando. Haz el favor de salir y cerrar la puerta, si quieres algo más, grítalo y te lo doy por la ventana. Adiós.

– ¡Cabrona suerte me ha tenido! –pensó el mecánico, y afirmando con la cabeza regresó sobre sus pasos, desapareciendo por la puerta con un ruido de seguro tras de sí y, de nuevo el silencio volvió a poblar la casa.

Desterrado pues, sintió el mecánico las manos en sus bolsillos y de sus labios secos brotaron las palabras – ¡Animo, todavía es hora!

Efectivamente, eran las diez de la mañana y con los ruidos de motores y neumáticos sobre la avenida no hubo peatón que disminuyera su paso bajo los incipientes rayitos de sol que comenzaban a rasguñar las paredes y a germinar nuevas sombras. Los ruidos en las ramas de los árboles eran barullo de píos reclamando su desayuno. Las ventanas de casas se habrían, a espacios las cortinas dejaban escapar el olor a café instantáneo. Los negocios comenzaban a sacar desde el bote de basura hasta el gran anuncio y pequeño espectacular.

Obvio que el mecánico apretara el paso para pasar inadvertido. Aunque traía los zapatos flojos no reparó en ello, siguió adelante sin alzar mucho la vista.
Lógico también, que ni siquiera observara de reojo las primeras planas de los periódicos en los puestos de revistas ni tanta señora jalando a su hijo hacia la puerta de la escuela. Pero ¿qué hacerse?, era su rostro el mismo, el cicatrizado de siempre por esas uñas que ahora seguro eran más largas en su esposa.

Así pues, echó el paso más presuroso y sigilosamente que pudo, viendo hacia abajo en cada momento hasta llegar a la casa de su hermana:

–Por favor, con Hilaria –dijo en tono amigable el mecánico.

–La señora salió temprano –respondió la sumisa sirvienta con la boca temblorosa y achinado su ojo blanquecino, aunque el mecánico seguía con el rostro hacía el suelo y las manos en los bolsillos de su pantalón negro.

– ¿Y te dijo a qué hora llegaba? –interrogó desesperado el hombre a Hilaria que tenía una cara contrariada por lo que sabía hace tiempo del señor mecánico.

– Ah. ¡No sabríamos decirle bien! –exclamó el jardinero de la casa-. Depende de a qué hora traiga su hermano a los niños. Pero en el Mercado Impulsora, debe andar comprando la fruta más fresca.

Y el mecánico apretó los dientes y apalabró su lengua sin abrir la boca–: ¡Cabrona suerte me ha tenido! No era para menos, seguir rodando como alma en pena sin resultado y las manos ardiéndole en los bolsillos.

– ¡Descuide! Aquí puede usted esperarla, mientras yo voy con el chofer a buscarla. Pero puede que no la encuentre si nos cruzamos –propuso la sirvienta con una cara más contrariada que la primera.

¡Cabrona suerte!, pensó de nuevo el mecánico, “perderé el permiso que me ha sido dado”. No, mejor voy por mi cuenta a buscarla”. Y alzando un poco el rostro interrogó al jardinero:

– ¿Dónde, más seguro, encuentro un templo abierto, ahorita?

–Hoy domingo –murmuró el jardinero–; seguro la Medallita del Corazón de Jesús. Seguramente estará abierto, listo con su floral y…

– ¿Y dónde está el mismo templo de Jesús? –preguntó atropellando el diálogo, el mecánico.

–Sígase todo derecho, derecho y verá una barda… de allí a la izquierda hasta topar pared… es precisamente al fondo donde está escondido el templo que le digo, junto a un altar y una escuela pintada de azul y portón pintarrajeado de tanto color, vera…

–Gracias, –dijo secamente el mecánico y echó a andar de nuevo, pero ahora con las manos ardiéndole terriblemente bajo el pantalón…

… pero el hombre llegó al susodicho templo y su amplia puerta de madera seguía cerrada. No había ni una alma por allí, sólo un gato durmiendo junto al vitral y una cruz de concreto. Golpeó con una terrible patada el tronco de un árbol y rabió, escupiendo al suelo saliva como con sangre.

– ¡Cabrona suerte que me ha tenido! –volvió a escupir ahora al árbol y regresó su camino, provocando que el gato saltara de lo alto y se perdiera de su vista metiéndose en un altar de un color morado y santo desconocido.

Una hora después, el mecánico seguía teniendo sus manos dentro de los bolsillos del pantalón y, la lengua aguijoneándole de un dolor agrio, pero casualmente tropezó con un perro negro que le hizo pensar y sentir otra cosa.

–Estimado y respetable señor, ¿pudiera decirme dónde está mi hermana por estos citadinos parajes? –dijo el mecánico al animal.

– ¡Tiene suerte, mi querido y estimado amigo! –expresó el perro-; hace diez minutos me arrojó un hueso con carne en el Mercado Impulsora. Luego, la seguí hasta la florería de Carmela, donde compró flores frescas para llevarle dijo a su cuñada al cementerio Colonial.

– ¡Gracias…, gracias gentil señor! –exclamó en reverencia el mecánico y apretó su marcha sobre sus zapatos negros sin agujetas, ahora dejadas en su andar.

El hombre tenía el sol encima, cruzaba las maltrechas calles llenas de ruidos, de gentes y motores. Así por tanto, llegó al cementerio Colonial hecho un costal de huesos, todo cansado. Atravesó la puerta de madera y pasó cerca de un osario y una pileta con agua, sólo crujiendo las hojas tiradas de un árbol. Pero el vigilante ni lo vio ni lo oyó, fue sólo aire denso, sólo la palabra apenas.

Algunas voces viejas y desvencijadas le dijeron: –Ya se marchó…

– ¿Por qué me pasa esto, por qué? –expresó con tristeza el mecánico–: Sólo me quedan unos minutos y darán las doce. ¡El tiempo desgraciado me ganó! ¿Por qué es así, por qué?

– ¿Qué no comprendes? –dijo el perro negro que lo había seguido-: Sólo es cuestión de dejarlos vivir…, es, fue y será siempre así. ¡Siempre así, mi estimado señor!

–Bueno, verás –trató de explicar el mecánico-, yo maté a mi esposa, la ahorqué y acuchillé sin piedad debajo de la cama. Ahora no comprendo, por qué quiero buscar una solución…

– ¡Usted no conoce a Dios! –expresó el perro en un ladrido tajante.

– ¡Ni me importa conocerle! –constató altanero el mecánico–: Tengo a otro amo. ¡Otro yo!

–A ver, dime a quién, ¿Quién es? –retó el perro negro-. Y el mecánico dijo: –Pues al único digno de mención, desde luego ya llegó su reinado, sólo hay que esperar el silencio atronador, la negrura de la bestia entre los hombres buenos, devorando a los hombres malos…

–Pero usted no me ha dicho su nombre –declaró en un ladrido radical el perro.

–No lo sé…, sólo conozco las profecías –aclaró el mecánico, contrariado.

– ¡No! No sabes de él, no eres digno de él, ni de tu mención –gruño el perro negro–.Todo lo has dicho bien, pero no sabes su nombre y quién no sabe su nombre…
Y salió del cementerio el mecánico. Iba colérico, indignado sin preocuparse que el perro negro seguía tras de sí y, se le notaban las manos huesudas dentro del pantalón.

Entonces, el mecánico regresó al templo que ya sonaba sus doce extrañas campanadas en lo alto. Pero seguía cerrado. Atravesó los muros, se hincó ante el altar y trató de articular una oración. Pero el perro negro se lanzó sobre él, a la vez que éste ya apresuraba sus manos huesudas hacía el cuello del animal.

Mientras, lejos de allí: radios, televisores, periódicos hacían publica la información de que el asesino confeso y esposo de la cantante y actriz; se había colgado con una agujeta en los baños estando recluso hace dos semanas en el Cefereso.

–Pero hay mordeduras, –dijo la periodista-; en todo su cuerpo, hay mordeduras como de perro, aunque de esto todavía no hay explicación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario