miércoles, 5 de enero de 2011

Mientras siga creciendo el fermento de la vida


– ¡Abue! ¡Abue! –decía el niño–: ¡No te vayas!

Son inseparables desde siempre. Él no lo quería al principio, cuando nació enfermito de su espalda, después lo quiso con toda su alma, también su madre, mientras vivió. Eran uno para el otro, aunque cada quien alegre y feliz a su manera. Muy a su manera de sonreír y acompañarse. Melancólicos en veces, cuando uno en cada quien sobrevive el recuerdo de una vida mejor.

El señor resopla y hunde el pecho en cada esfuerzo de aferrarse a la vida, de cuando en cuando, sólo de vez en vez, abre la boca y jala aire. El nublazón de sus ojos le llena de sentimiento el corazón, golpe tras golpecito, apagándose.

El niño comprende la voluntad del milagro. Una lágrima quiere escapar la fuerza, se mantiene de pie con lo que puede de su espalda erguida, deforme. Desde su comprensión infantil entiende la vida en su fugacidad, y permanencia tratando encontrar alguna diferencia entre los dos estados, y así descubre las ganas de la muerte.

– ¡Abue! ¡Abue! –vuelva a gimotear el niño.

El silencio del cuarto es frio, de paredes húmedas y juntas. El techo enmohecido por las lluvias persistentes en la ciudad asfaltada por todas sus luces. En las afueras pica el olor a basura aglomerada en días, meses y años.

– ¡Así veme, y no te duermas! –le dice cuando el viejo reacciona.

El abuelo se esfuerza cuando puede. Mueve una mano y en puño la aprieta. Un escapulario le cuelga del cuello y entonces reza.

–Háblame, abuelo, ¿qué quieres que te traiga, para que no me dejes?

Con los parpados humedecidos, vueltos a abrir en tanto, el abuelo jala el aire y lo saca por la nariz, forzado y urgente. Enseguida, como si estuviera pidiendo un deseo, cierra los ojos y sonríe, igual que él, con una sonrisa muy suya. Tal vez si con deseos más profundos el hueco tienda a ser llenado, y las cosas no tengan reverso, sería el mejor pretexto para seguir viviendo. Sus canas de blanco: largas, brillantes, y delgadas, reniegan a dejarse a la deriva de la intemperie, y eso nunca desean saberse a fondo, enterradas bajo tres, cuatro metros en la planicie del olvido, la vegetación del jamás llega del silencio con el que ahora lo embarga contra las llamadas insistentes de su niño.

Ocurren momentos en que le parece seguir adelante con el ruido del segundero o la gota incansable cayendo del fregadero al fondo, el ruido de las aves de enfrente, el creer que puede seguir viviendo, su propia palpitación es familiar al tratar de decir el nombre de Juliancito, siento dejarte y estoy contigo. Pero para eso está la tierra que todo se traga y germina, para despertar sueño en cada quien, para cerrar pasados y abrir presentes. La vida mientras es vida es agria y hermosa, pero vivir trae problemas absurdos, como seguir viviendo conscientes de partir al fin y al cabo, aún tiempo en que no nos sabemos ya muertos. La vida se ensucia de claroscuros y sueños, destruye imaginarse de nuevo. Él mismo es claro ejemplo de vivir cuando se muere, y para eso no hay vuelta atrás.

Pasa saliva fresca y reconfortante que, con las mismas ganas, se hace nada en su garganta seca. El niño tirado en regazo, tendido, de vez en vez seca sus lágrimas y mocos y vuelve a hundirse en el semblante del viejo. Luego sigue llorando por aquí y por allá sin encontrar consuelo, entre el regazo y las manos de su abuelo. Hoy parece que ya no vive, le ha saltado el corazón como si de la palabra definitiva se tratara. Tampoco el abuelo encuentra la causa de porqué no vivir otro día para que se reconforte su corazón con la alegría de vivir, hasta descubre que es el tiempo de morir y abandonar, aflojar la correa que le sostiene el estado liquido en que se encuentra. Son tantas las penas, que van y quedan, que tuvo y tiene, tal vez nunca acabe, mientras siga consciente del fermento de la vida, será proclive a saberse hombre y no más que hombre en la tierra. Pero la muerte lo toca, no quiere llevárselo para que todos lo vean, y para que entienda que el niño en su regazo sufre.
Ahora le parece que el aire se llena de rumores, que viene galopándolos montes de basura y baja por las paredes del cuartucho resquebrajado, dando voces largas y flojas.

– ¿Ya no quieres mis ojos, abue? –dice el niño–; para que veas de lejos las cosas que yo veo.

Pero el viejo ha muerto con ojos abiertos, y que qué le vamos a hacer si el niño sufre.

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