miércoles, 5 de enero de 2011

La puta de Rosario


De pie en el lugar acostumbrado, clavada en sus tacones. Rosario hizo visera con su mano para otear clientes en la avenida –un bulevar largo y transitado–, y se recostó en la pared enmohecida, bajando la mirada a sus blancas y regordetas piernas. El sol comenzaba a rasguñar las paredes del barrio de la Merced, las sombras comenzaban a crecer figurando casas y casuchas, indicio este para salir a ganarse el pan de cada día.

La puta avizoró nuevamente la lejanía, entrecerró un párpado y por costumbre de saber su papel se subió la minifalda más allá de la rodilla soltándose al mismo tiempo la rojiza cabellera; cayéndole a media espalda y se acomodó el escote, hecho lo cual caminó sobre la acera con un paso ciertamente estudiado que no soslayaba una sistemática observación de autos que corrían por la avenida.

Entró en el bar Artemio para sentarse en un banquito azul que estaba al lado de la puerta del baño para damas, junto a un lavabo inservible y roto, lugar que ella consideraba como único, muy suyo, a pesar de no coincidir con el mesero que le hacía de lava baños y cantinero. Pero el tan privado rincón, perceptible cuando recorrían las mesas a falta de espacio y exceso de borrachos, se tornaba insoportable en un día de alcohol, vomito e insistentes vulgaridades. Eran estas circunstancias las que determinaban la estadía de la puta Rosario en quien luchaban aún los consejos de su madre –Montalvo, apellido de ella y suyo-, haciendo la excepción cuando su moral quería, lo que no ocurrió casi nunca.

Apretó su paso, escabulléndose fuera del bar y se paró en la esquina misma, cerca de un hediondo bote verde con basura, pero lugar que era visible a la primera vista del conductor o peatón interesado en algún servicio sexual y como las putas se acostumbraban al sitio, Rosario quedó observando allí el flujo de vehículos y peatones, algunos que le miraban de reojo causando dos que tres vulgares frases o pitidos de claxon.

El reloj marcaba en ese momento las once de la noche. Pero las putas de buen oficio son particularmente indiferentes en cuanto la premura del tiempo y caza se refiera.
Bajo el cielo nocturno, poblado de luces de escaparate y tiendas departamentales y demás marquesinas, el bullicio comenzaba a tornarse más cercano, había hombres saliendo de varios lugares de trabajo y disfrute.

Con el escote abierto y las piernas bien dispuestas, Rosario cruzó la mitad de la avenida y se halló en una glorieta con un asta bandera al centro, lugar éste para cazar a la clientela más selecta. Desde abril no había logrado gran cosa ni haciéndola de mujer de casa de citas ni de fichera. Pero en esta ocasión ubicó a lo lejos a dos ejecutivos en un convertible negro; le pagó uno, fornicaron los tres. Y la dejaron ir entonces con buena plata y un prontamente extraviado reloj con cuarzos y pequeños diamantes incrustados alrededor de la danza de las manecillas.

A unos quinientos metros del bar Artemio, había un hotel con malolientes, cuarteados y desnudos cuartos, pues, saliendo del derrumbe del ochenta y cinco amenazaban con pronto caerse. Verdad es que no estuviera a la vista del público, escondido entre casuchas antiguas y pintarrajeadas por bandoleros y maleantes a modo de gregario lupanar del Barrio Bravo. Su número tal que no localizable, resistía su precaria existencia en una pequeña placa oxidada con el legible logotipo de Coca-Cola, lo que es conocido en las calles varias adyacentes al Mercado de la Merced.

Allí en aquel hotel dormía la puta, a veces todo el día, después parte de la noche, recostada entre cartones y papeles, para concluir en el suelo. Al florecer la luz de la luna en los barrotes de la ventana; tornaban los moscos, de aquí que Rosario sufriera a cada rato de notorias ronchas en piernas y brazos. Regresaba al bar Artemio, siempre y cuando alguna oportunidad de su conocido empleo no se cruzara por su camino o escapara de su aguda vista.

El carácter de lucha y sobrevivencia de la puta se manifestaba siempre en el bar, cambió luego de borrachos y obreros, y se fijó por fin en ejecutivos, incluso en mayo, cuando tenía a sus pies a clientes frecuentes del bar, su gran predilección eran los hombres de oficina. Los borrachos que por equis o ye razón frecuentaban el bar Artemio, admiraron siempre la constancia de la puta, la constancia y la postura de Rosario que bebía directamente sin perder la lengua y la forma, si bien su admiración por su escote y su minifalda no pasaba de un manoseo inevitable o algún forzado beso mal plantado.

–Esa puta, tan puta –dijo un borracho que llegó azorado al bar, al mismo tiempo que denunciaba con el dedo índice a Rosario sentada en su predilecto rincón, cerca de los baños–: No sirve más que para robarte y… enfermar a la familia… ¡Hija de la gran ramera! ¡Hija de Satán, muérete!... Al diablo ¡Al diablo!

El propietario del bar Artemio, escuchó la maldición del borracho como si fuera una absurda profecía, para responderle desde un rincón tras la cantina colmada de tantas botellas como colores y gamas varias de vidrio existen, dijo:

–Puede ser y no puede ser, pero… –repuso haciendo un silencio y crispando los puños-; pero grandes putas de por acá no son capaces de hacer lo que hace esta mismita hembra en la cama.

Los borrachos se carcajearon y siguieron levantando copa.

Gordon, el propietario, sin embargo, conocía bien a las putas de la Merced y sus efectivas artimañas para sobresalir en el oficio que no ignoraba. ¿Instruirla? ¿Para qué? Podría ser, pero él no quería hacerlo y comprometerse de más con ninguna mujer que llevara por nombre, un fardo de recuerdos a otras mujeres con carácter y pasado semejante al de la bella Rosario. Pero que le habían robado el corazón.

Precisamente aquella misma noche se quejó el protestante borracho ante Gordon de las copas que se estaba tomando con Rosario; pedía que las sirvieran de la misma botella y que no las trajera el mesero con sus aludidas ligas para ponérselas a la fichera en la mano y esta no perdiera la fingida cuenta.

Gordon destapó una botella de su selecto apartado en la cantina y no obstante, se propuso ir a la mesa del indignado borracho.

– ¿Pero usted conmigo? –expresó el borracho, sorprendido y alternando la mirada de Rosario a Gordon.

–No se preocupe amigo, sentémonos a la mesa y tomemos parejo –repuso el propietario del bar con desenfado de autoridad, confianza y malicia al mismo tiempo.

Esa fue la segunda y última ocasión en que se observó a Gordon conviviendo directamente con una fichera. El borracho inclinó la botella y el líquido se escuchó en seguida caer al fondo de la copa. Al ver a su lado al mismísimo dueño del bar, Rosario forzó en vano pasar el tequila por su garganta; lógrelo al fin, acompaño al par de hombres uno trago tras otro. Pero a los veinte minutos iba asqueada al baño, muy contenta de encontrar un excusado. Eso sí, regresando en cinco minutos con su muy paso firme en dirección a la mesa, escote arreglado y minifalda bien a la altura, todo en forma, todo bien y a su manera.

Pero tomar copas directamente, en un bar colmado de alcohol y volutas de cigarro y a un ritmo que puede enloquecer más y dormir a un loco de capirote, eso no para Gordon. El borracho aguantó un par de copas más, muy bien dispuestas hasta el copete de la inacostumbrada forma de servirse, pero que lo durmieron enseguida. Tres horas después volvía a levantar la cabeza, una mano y el mesero acudía a su mesa sólo para extenderle la cuenta con otro par de tequilas.

El intento, si no concluyente, desanimó a Gordon. Pasó de largo la exigencia de sus mareos y taquicardia con una inyección en el antebrazo, mientras la puta continuaba trabajando con algún refresco en la mano y una que otra cubita de jarabe color tequila proporcionada por el coludido mesero que iba y venía con botellas de cerveza para otras mesas que se iniciaban con jóvenes muchachos.

Las noches se sucedieron unas a otras, sin tráfico, vacías; en luces mortecinas que alumbraban las calles; marquesinas parpadeantes con algunos focos que hacían de letras fundidas. El reloj mataba la noche sin el menor indicio de los pasos tras unas piernas.

Durante varias semanas la clientela se extinguió, los ruidos de cláxones se mudaron a otra cuestionable dirección y el hambre aunada a la desesperación ascendió a desconocidos kilómetros a la redonda. Y cuando se perdió al fin la esperanza de que tenderos y empresarios abrieran sus negocios para devolver la calma, los habitantes se resignaron al demérito de la zona insospechada, a la amenazante desaparición de la seguridad, el agua, la luz eléctrica, el gas doméstico, la comida; eran ya un hecho a todas luces de la sorpresa y el abandono.

La puta permaneció desde entonces parada en la esquina del bar, oliendo la putridez del bote verde con basura, porque cuando el calor traspasaba cierto límite razonable, las gentes aguijoneadas de hambre se complacen oliendo la putrefacción.

Sobre avenida Corregidora, con los senos de fuera y la minifalda enrollada sobre las piernas, Rosario asintió a la desnutrición progresiva. Las bodegas fueron saqueadas rápidamente, los objetos combustibles se quemaban para hacer el fuego que se necesitaba en las noches, las tiendas departamentales vendieron a precios exagerados con el fracasado objetivo de acaparar comida y a finales de julio sólo quedaban los estantes y vidrios rotos. El agua potable, apremiante recurso, fluía como un tesoro corriente a escondidas.

El cuartucho de la puta –aunque había agotado su contrato- que antes albergaba día a día tranquilidad, ahora era tan inseguro que Rosario no iba a él sino de mañana para lavarse la cara y espulgar su cabello de bichos que la atormentaba de manera considerable en cualquier lugar público que se encontrara.

De vuelta en su cuarto, Rosario se tumbaba sobre la superficie de descanso, viendo aumentar la violencia, los robos y los saqueos, y por ende, los muertos tirados en la calle que comunicaba a su destartalada ventana, mientras a su vez el reloj seguía matando a la esperanza y al tiempo, la sangre corría por las banquetas.

La inseguridad de afuera y la incertidumbre de adentro, llevaba a la puta a esconderse tras la puerta por varias horas y días completos, debiendo silenciar su hambre con agua corriente y un costal de tortillas duras; sólo escuchaba el jadeo desgarrador de las abuelitas tiradas en la acera de enfrente. Aunque había niños que lloraban hasta desmayarse pronto tendidos en las calles o dentro de las coladeras devorados por ratas y perros ahora salvajes.

Alrededor, cuánto abarcaba los ojos de la puta: el acostumbrado bar Artemio, la glorieta tan transitada, el basurero lleno de olor, el mercado mismo, el aire mismo; eran terribles sus aspectos desolados, algo demoledor. El agua, entonces ligeramente potable hasta esa hora, se diluyó en una aguja hasta hacerse nada, sólo sed y sequedad. Mientras el viento cesaba por completo y el aire aun pútrido y virulento, Rosario aterrorizada por perros salvajes devorándose entre ellos, se desmayó.

Los días y noches se sucedieron iguales. La cara de la puta sobreviviente no despertó y las esperanzas de la vida que hasta entonces no volvían comenzaron a brotar esa calurosa tarde cuando el cuerpo de Rosario se pudrió.

No hay comentarios:

Publicar un comentario