lunes, 31 de enero de 2011

Instrucciones para besar a una narizona




Tener a una novia narizona tiene sus ventajas. Yo tuve a una tremendamente narizona, aunque era muy mentirosa. Para besar a una narizona tienes en vez primera estar dispuesto a aprender a besarla. Los besos no son los mismos: hay que estudiarlos, medirlos y aplicarse a mover la cabeza: ora de un lado, ora del otro. Para aprender a besar a una narizona: primero, debes tener la nariz, la tremenda nariz tamaño zanahoria estilo esposa, Oliverio Girondo. Si tu nariz es chata, romana, o pequeña; debes conseguir a la narizona perfecta. Una narizona se distingue a unos cuantos metros a la redonda, es la mujer que olfatea y para los ojos como el conejo; si la has visto, ¡lígala! lo demás es sólo cosa de ponerla a mentir, algunas veces, las más, con inducirla a vender tarjetas de crédito, o a escribir cuentos de hadas. Total, ya conseguida la mejor parte, sólo basta aplicarla a tus labios, ¡pero cuidado! ocurren luego fracturas de nariz a nariz. Podría ser una guerra campal si olvidamos ver los ojos de la narizona, hay que ver sus ojos y calcular la distancia. Algunos hombres terminar besando y lengüeteando la nariz, en vez primera puede resultar desagradable, después es cuestión de gustos. Total, la narizona sólo se aplicará a sacarte las anguinas sin estudias sus movimientos, ¡ojo! hay que enseñarla, y agarrarle la nuca: poco a poco, ora a la izquierda, ora a la derecha, con topecito incluido… Pero también gozar de una narizona tiene sus desventajas, una de ellas, y la más importante es que, como son muy mentirosas te ponen los cuernos y se va con otro que sí narizón resulta, ya hemos de imaginar sus puerqueces.

domingo, 30 de enero de 2011

Chicas inteligentes


¿Qué decir de la chicas inteligentes? Tal vez yo busco una de esa y hoy la he encontrado, pero es que a veces me aburre el papel de intelectual y el círculo en que se mueve. Ella es abogada y sus amigos son de esos intelectualoides pedantes que siempre andan con un libro y una lengua loca que te bombardea con palabras y palabrejas que, aún en mi argot de periodista no son muy usuales. Pero el punto es la mujer inteligente. Ella es una mujer ocupada en leer y aprender todo cuanto se le ponga enfrente, usa lentes y también tiene un mundo B. Ella cuida su cuerpo porque se va ir a un concurso donde las mujeres, compiten sus atributos y su belleza. Ella es bonita y tiene carisma, pero es que yo no soy muy de andar pensando y reflexionando temas filosóficos y rollos existencialistas, ella tiene amigos así, y a veces tengo problemas para desenvolver mis conocimientos de periodista en ellos. El amor me ha llevado a estas causas y consecuencias. La sigo a donde va, tengo que aportar a las conferencias, debates, mesas redondas donde ella se mueve. Y es que el amor debe compartir afinidades. Yo la quise intelectual y ahora me aguanto. Me gusta y me encanta la mujer, no había encontrado una verdadera mujer tan competente y participativa, hoy la tengo y no me arrepiento, pero como que me estoy cansando de la reflexión y el análisis que, de cuando en cuando ella me sumerge junto con sus amigos pensantes. Total, seguiré la inercia de las películas, las lecturas, y los debates. Es encantador y bochornoso el estado de un hombre culto, pero más satisfecho está este corazón de hombre.

El Barrio de Tepito



Es mejor conocido por el Chirín, pero su nombre es Evaristo, pero quien no le diga Chirín en el Barrio de Tepito, se arrepiente, porque él se come a sus víctimas, es caníbal. Ella es Alejandra, una esposa obediente y sumisa. Alejandra se enteró que el Chirín era caníbal un mes después de que se fuera a vivir, o a rejuntar con él en un cuchitril de mala muerte en el Barrio de Tepito. ¿Se te antoja?, cuestionó el Chirín y ella respondió que ya había comido feto ahumado y que no pasaba de ser uno que otro aperitivo en su selecto repertorio de carnes frías. En el Barrio Bravo, el Chirín es conocido como vendedor de electrodomésticos y algunos artefactos y artilugios del mercado negro. Cuando desvían grandes cargas en aduanas clandestinas, o atracan tráileres de trasnacionales, el Chirín no aparece por semanas o hasta meses. Entonces, para argumentar su ausencia Alejandra dice a los curiosos y preguntones que, se encuentra surtiendo otros supermercados o en el remate de prestigiosas firmas de electrodomésticos. La Policía Federal anda siguiéndole la huella, pero sólo encuentran más y más rastros, y nada de su captura. El Chirín es muy astuto y sabe usar el soborno ante jueces y altos tribunales de justicia y avaricia por igual.

Precisamente, hoy sábado el Chirín llegó a su pocilga luego de pasarse la vigilancia capitalina por el arco del triunfo; estuvo una semana distribuyendo lo obtenido en el conato del robo Canacintra: en sus bases, software y piratería china que envió al sur y centro de la ciudad, y artilugios que llegaron de la carretera México-Veracruz. Se encamaron. El Chirín era exigente, rápido y brusco, y luego de venirse en su mujer le daba una soberbia nalgada y la botaba a un lado, enseguida se dormía. Alejandra era tímida y callada, además de conformista, pero el Chirín la idolatraba así, le gustaba ser complacido en todas sus exigencias como era obedecido en todo el Barrio de Tepito, y demás alrededores.

“Amor, antes de que claves el pico, ¿te puedo preguntar algo?”

“Dime en chinga, estoy hecho polvo y quiero jetearme”.

“¿Serías capaz de levantar a un burguesito por mí?”

“Flaca, ayer maté a dos millonetas porque no aceptaron mis reglas, ¿tú crees no voy a complacer a mi reina? Anda háblame. ¿Es de Lomas, de Coyoacán, de Polanco, de dónde?”

“Espera, no”.

“¿Chingas, de dónde madres?”

“Vive en Satélite”.

“¿Y por qué chingas quieres levantarlo?”

“Pues nada más, un antojo de años. Es un burguesito de diez añitos. ¿Has cocinado niños de menos, no?”

“Claro, amor, me he chingado a escuincles y hasta fetitos que botan de tugurios en basureros, por qué no chamacos ya con cojones, pero a ver, dispara. ¿Por qué quieres mamarte a un mocoso de diez años?”

“Para vengarme de una puta madre. Ella me madreó. Me pisoteó, arrebatándome lo mejor que tenía en vida, que era mi familia. Estoy chitándote de un novio que tuve hace años. Me colmó el buche de piedritas, humillándome delante de tanta gente, revolcándome de las greñas hasta la casa. Ella ya está vieja, pero se cree esposa y madre de familia”.

“Entonces, ¿quieres chingarte a su hijo porque te bajó a tu látigo? Todavía te interesa ese hijo de puta, ¿verdad, perra?”

“Claro que no, en mi corazón sólo vives tú, Chirín, eres lo máximo en mi vida, lo mejor que me haya pasado, ese gringo de mierda me caga, sólo siento caridad y lástima por él. Quiero hacer sufrir a su esposa porque me arruinó la vida”.
“Puedo chingarme a ese gringo hijo de puta”.

“No, no, esa mujer ni siquiera lo quiere. Sólo quiero vengarme de ella. La muerte del niño la hará sufrir como perra”.

“Bueno, bueno, está chido. ¿Sabes la dirección de la casa donde viven?"

“Simón”.

“Voy a ordenar que carguen a ese escuincle y lo lleven hasta mi base principal”.

“Pero no hagas que el niño lo golpeen mucho”.

“Si la perra ésa engendró un demonio es mejor, ¿o no? Chístame la dirección. En chinga, mañana hago que le den el levantón, Satélite está cerca de mi business”.

Ya de mañana apenas clareó el alba, el Chirín montó en su carro rojo y aceleró hasta Satélite. Regresó a la semana. Entró a su pocilga, ordenó a Alejandra complacerlo en la cama y ella se entregó sumisa y abnegada al deseo brutal de su hombre. Pero antes de que cerrara ojos y restaurara su cansancio, ella cuestionó:

“¿Has hecho lo que te pedí hace una semana?”

“A gogo, flaquita. Ordené a mis súbditos cogieran al escuincle cuando iba de regreso a su casa y lo dejaran en mi centro de operaciones”.

Ya por la noche, tirándole a la madrugada, en la ceremonia de mi prole lo curtieron todo, vaciándole toda la sangre, le sacaron sesos y viseras necesitaban para el supuesto brujo, y de la cabeza la metieron por una ventana a la casa de la perra, y el gringo ese. Pero ya olvida esa mierdecilla de escuincle, no vuelvas a chingarme con esa madre”, concluyó el Chirín”.

“Sí, amorcito ya entendí”.

El Chirín se giró al otro lado, botando a Alejandra y entregándose al sueño. El Chirín tenía otras cosas en mente y estaba cansado. Alejandra estaba atenta al respirar del Chirín. Enseguida, se incorporó de la cama y acudió a una foto del gringo que ocultaba debajo de una cómoda azul, tan azul como la primicia de un cielo despejado. Siempre que Alejandra observaba la imagen del antiguo esposo, en aquellos años, su corazón y ojos envejecían, aunque esa ocasión sus lágrimas fueron más copiosas, viejas y con cierta melancolía y arrepentimiento.

“Pinche gringuito”, gimoteó, apretando la foto del hombre de ojos azules.
“Ese hijo no te pertenecía, porque era más mío que tuyo, o de mi madre”
El Chirín la escuchó desde un resquicio de la puerta, y le azotó la cabeza en la pared hasta que acabó con ella. Luego se la comió.

viernes, 14 de enero de 2011

Confesiones de una adolescente




No es que fuese mi mascota desde hace tantos años en que no tenía ni un favorito, pero parecía que nos conocíamos desde siempre. Nos encontramos en el momento en que pagaba el alquiler más barato que pudiera concebir desde hace años en que me la paso rentando. Desde aquel momento nos hacíamos gestos y señales cuando nos veíamos, ora de noche, ora de día; pero siempre a cualquier hora ya sea alta, ya sea baja, pero no pasábamos inadvertidos. Desde hace tanto que necesitábamos el contacto de alguien que nada nos impidió que nos acercáramos y confiáramos nuestro cariño y lealtad. Logramos tener la química entre mujer y animal en que uno lograba expresar sus sentimientos como mejor forma pudiese: ora uno acudía al otro, ora yo le acariciaba el hocico, mientras él me ladraba al oído con cariño, al tanto rehileteaba su pequeña cola de favorito café. Después de querernos, de empujarnos y volvernos a distanciar, nos sentíamos tan felices como si algo hubiera aligerado nuestro corazón, deseoso de cariño, como si el leve salto de un gato negro nos hubiera salido, propiciándonos una tranquilidad de amiga a amigo. Aquel estado de dicha, cariño y comprensión llegó a tal grado que, los días en que no teníamos secretos, buscábamos coincidir en algún rincón de la habitación. Aunque nuestro cariño debía ser tolerante, pues no cabría la coherencia de experimentar el amor de mujer a favorito.

En aquel tiempo de frío aparecieron los primeros signos de amor entre ambos. Algunas veces uno acudía al otro, nos buscábamos, y nada teníamos que ofuscarnos al darnos a entender que nos queríamos. Éramos muy buenos conocidos y todo queríamos expresar a base de palabras y ladridos. Al principio, cuando habíamos agotado la reflexión, intentábamos confesarnos como nos diéramos a entender nuestros secretos. Aunque bien sabíamos que ya habíamos tergiversado los lazos de la amistad y el compañerismo que pudiera haber entre hombre y favorito. Intentar la charla sobre nuestros deseos e instintos que bien escondíamos, también estaba fuera de relación y norma a ojos vistos por la gente. Tratábamos de distanciarnos, pero nos desesperábamos a riesgo de luego lastimar nuestra sinceridad y lealtad de amigos.

Mi falta de cariño, resultante de mi aislamiento familiar, era impostergable y desolada. Concluí el leer libros y libros, pilas de libros devoraba con denuedo para poder acompañarme a la luz de una vela y volutas de café. Pero uno compañerismo sincero deseaba un contacto más puro, más cercano. Revelándome, concluí el quedarme sola e insatisfecha. Nuestros contactos eran cada vez más demandantes. Mi necesidad de sentirme deseada se incrementaba día a día, había llegado al natural instintivo del deseo.

Ocurrió entonces que, cuando hubiese escrito la última plana de mi diario, y jugueteado él a mis pies, pues sus deseos eran los míos, fue entonces cuando lo llamé a subir a mi cama, que estaba previamente revuelta de sábanas limpias y olorosas a detergente. Qué espléndido deseo del cuerpo. Confiables, nos despojamos de tapujos y penas, preparamos nuestra desnudez al ambiente ideal para consumar nuestra amistad más pura. La amistad es pura conciencia del perdón y el compañerismo que gratifica el alma envuelta en penas y regocijos ajenos. Después de todo estuvo bien, henos aquí dentro de la cama, de deseos satisfechos, absortos, ensimismados en sí mismos, colmados tan sólo de amistad y lejos de prejuicios y convencionalismos sociales.

miércoles, 12 de enero de 2011

Esto debe ser leído solo por hombres


Esto debe ser leído solo por hombres. Porque todos los hombres somos iguales. Ya me cansé de hacer la diferencia, de hablar cosas cursis, de entregar el corazón, de enamorarme y que me lastimen. Por lo visto a una mujer hay que hablarle, el rostro nada más es un plus. Hay mujeres que saben apreciar a un hombre cuando no es lanzado, cuando sabe reservarse. Pero hoy el punto es la plata, y el verbo. Si sabes hablarle a una mujer ya tienes un punto a tu favor, por no decir todo el pavo. Haber mi estimado, existe el antídoto contra el amor a primera vista, y este es el verbo, hay que lanzarse, hablarles bonito, fijarse en un punto y marcarles la pauta de tu intención. Nunca procures una amistad. Es mentira que los mejores amigos se hacen los mejores novios, no; tal vez funcione, pero ya será nula la atracción. Vamos a decir que: hay que lanzarnos al ruedo y a fijar la hora y el lugar, si el amor fermenta y hay gusto como atracción, el amor es sólo conversación y edificar.

viernes, 7 de enero de 2011

La princesa de chocolate en la playa




Es la princesa del chocolate, todo el chocolate inmenso que va desde Taxco hasta Acapulco y el Zihuatanejo, desde el verdoso Chilpancingo hasta las playas azules del Océano Pacífico. Su boca es la cereza que corona la riqueza del Guerrero. Humectada con los labios volátiles de esas noches estrelladas que, enaltecen los horizontes de los marineros en cubierta. Adora comer fresas, por eso su lengua es roja y madreselvas adornan su paladar, destila: cerveza, brandy, vodka y whisky; por eso mil hombres la adoran, es la princesa que muchos cuentos quisieran contar. Es ágil y limpia, clara como el viento juguetón de la mañana, tierna, noble y honda como un lirio rojo y tostado bajo el agua. Se achicopala a veces, y tiende a llorar lágrimas dulces que atolondran fantasmas. Dentro de ella hay una niña sentada en un piano, una mujer madura como una dulce anciana, de azúcar morena y canela agitada. Es sabia y todo lo dulce le gusta, el helado de anís y las malteadas.

Hoy camina en las dunas de la playa, anda mojada hasta los talones, sus cabellos son de agua y de mañana. Es la princesa del chocolate, de toda fresa y musaraña. Se inclina sobre el muelle y platica con el horizonte, con sus palacios lejanos, con las olas que le cantan melodías de espuma, caballos de espuma y sueños de cigarra. Pero las olas son de agua salada y no la entienden. Ella quiere que le cuenten de la luna envinada, de ese chocolate grandote que a bien arrullan sus aguas. Las olas no entienden y se diluyen. Y ella se hace la princesa del chocolate derritiéndose en la playa.

La serpiente y el hombre




El corazón del hombre latía como el de un animal. El hombre no se sentía feliz en aquellos primeros tiempos sobre la Tierra. Estaba solo e indiferente de compañía, de ser alguno. Aunque podía moverse con la libertad que quería, comía lo que quería y dormía cuando quería.

Cierto día se dio cuenta de la necesidad que le ahuecaba el corazón. Mientras reflexionaba bajo un manzano, pensó: “Es necesario alguien a mi lado”. De repente de entre el follaje del árbol acudió una serpiente de piel verde y roja con cabeza aplanada. El prodigioso reptil le dijo al hombre:

–Yo te daré una compañera muy bella, sólo tienes que saciar tu curiosidad comiendo de este árbol.

El hombre inmediatamente alcanzó y comió una manzana, y la serpiente pronto se dirigió a cumplir su promesa.

Anduvieron largo tiempo sobre el bosque, hasta cuando encontraron un claro, descansaron. Luego, la serpiente le señalaba con la lengua al hombre, el matorral donde reposaba una compañera. El hombre acudió, miró a la mujer y los ojos le brillaron, quedó deslumbrado por su belleza que la tomó por esposa.

Cuando volvieron las primeras aguas, la esposa de senos duros, caderas redondas y ombligo saltado, permaneció quieta y lánguida el llamado de su esposo el hombre.
El hombre estaba confundido al ver el vientre crecido la mujer. Corrió al manzano para averiguar dónde se había se había metido la serpiente. No la encontró. Regresó camino trayendo consigo una manzana que partió y dio de comer a su mujer.

A la noche siguiente nació una criatura del vientre de la mujer.

–Una niña –pronunció la serpiente desde un rincón de la habitación–: nacerán más y más, y de los que nazcan uno tendrá mi cara. Esa será la forma en que me rendirás tributo de aquí en adelante, por toda la alegría y dicha que te he dado.

–Pero, ¿cómo crees eso? –preguntó el hombre–, ¿con cara de serpiente como la tuya?
–Debe ser así –respondió la serpiente con un relamido de colmillo.

El siguiente nacimiento había sido en la noche. La serpiente no se enteró. El hombre ocultó al niño dentro de un árbol hueco y luego lo atendió en secreto. La mujer gimoteaba al pensar en perderlo.

Pero así pasaron días y la mujer no aguantó y acudió para traer consigo al niño. El hombre los oculto luego en una choza, cerca de una montaña casi inaccesible. La serpiente se deslizaba de vez en cuando por allí, y como le cayó de raro una casa hecha con manos de hombre se acercó a la ventana. En una mirada furtiva encontró a la mujer acunando al niño entre sus brazos. Entonces, pasó la lengua sobre sus colmillos y se sintió tremendamente triste y frustrada.

–Desdichada raza de hombre sea desde ahora en adelante –maldijo–, yo que quería los mejores planes de toda criatura sobre la Tierra. Pero me han engañado. Desde ahora toda fiera del bosque será su enemiga, y yo les causaré pánico. Seré yo quien los haré descender a la confusión y a las tinieblas.

Se dice que desde entonces la serpiente guarda la hora de los muertos, y el tiempo para en el alma del hombre reflejarse. Pero nadie ha tenido hasta el momento un hijo con cara de serpiente.

El hermano menor




– ¿Qué haces que no te largas, eh?

Tu hermano te va a empujar, Fausto, te va a gritar a la cara, pero sin golpearte ¿sabes? A pesar de lo desarrollado de su cuerpo, no va a querer ponerte otra mano encima, porque se lo he dicho que ya no te golpee.

–Ya me voy a ir, para que veas que yo sí tengo el valor del que tú careces.

–Pobrecito, eres mayor que yo y ni trabajas, además ni dije que fueras un mantenido, sólo un pobre diablo.

Todavía no le dices que estás en el ejército y que vas a irte de casa dentro de unos días. Tu hermano te provocara, pero tú no le harás caso. Él está esperando demostrarte lo que se ha fortalecido al estar yendo al gimnasio, ya verás.

– ¿Quién dijo que yo era un mantenido? Tengo una beca y por si no lo sabes yo pago un poco de la luz y gas que tú, utilizas. Pero no hay problema, qué más podía esperarme de ti, el más pequeño de la familia.

Tú pórtate condescendiente, como un buen chico desde que te he educado, mira que eres mi orgullo, tú sabes que te quiero. Ya les he dicho que deben respetarse, que tú tienes muy bonitos sentimientos, trátense como hermanos, por favor no se agredan, son de la misma sangre y yo sufro, porque…

–Claro, pero tú bien sabes que ya no estoy pequeño, y cuándo quieras puedes retarme. Te voy a demostrar que no soy el de antes al que pisoteabas cuando querías, al que le pegabas como si fueras su padre, órale a ver si puedes. Pobre diablo, si tu cuerpo te ayudara, ése de perro triste debería darte pena.

–Claro, mi cuerpo, pero bien tú sabes que porque yo no trago hormonas, que a mí me interesan otras cosas más importantes.

–Estudiar como siempre, y de qué sirve si siempre has sido un fracasado. Estuvieras pagando esta casa, y mira que es mi madre la que se las arregla.

Nunca, Fausto, le conté a tu hermano que tú me dabas parte de la renta de esta casa, ni le he dicho que estamos negociando el precio con el dueño. Pensé que muy pronto tu hermano iba a cambiar. Pero ahora veo las cosas, y no quiero incomodarte. Nunca me perdonaría que se hicieran daño. Hijo mío, sólo ignóralo y date la vuelta. Claro que tampoco quiero que te eche en la cara lo de siempre. Cuando vino tu hermana, yo hablé con ella y le dije que se viniera a vivir aquí, tú hubieras estado muy contento. Pero ella lo pensó y claro, decidió que no, pues no vaya a ser que tu hermano le pusiera otra mano encima.

–Si tú lo piensas así, sí soy un fracasado. Pero no un golpeador de mujeres y, eso es mi satisfacción.

No vayas a provocarlo sacándole a tu hermana a cuenta. Él bien sabe su pecado, mira que se ha arrepentido y piensa cambiar e irle a pedir perdón a tu hermana, créeme, está arrepentido de haber marcado a tu hermana.

–Fíjate como hablas, huevón. Después no andes corriendo por la casa para largarte de una vez. ¡Fíjate muy bien con quien te metes!

–Ya sé quién eres, y no por eso me echo a temblar, sé bien que te gusta golpear mujeres. Y ni una disculpa les pides, y menos a Francisca que tanto mal le hiciste.
A tu hermano, ya no sé si le va a gustar que le menciones a Francisca. Siempre se mortifica pensando en ella, y de lo que hizo que no tiene perdón de Dios, mira que quitarle el derecho a ser madre, pero ahí lo pagará y será muy mi hijo pero la vida se lo cobrara. Pero no quiero que te pelees con él. Déjalo y muy pronto, Dios le juzgará.

– ¿Dijiste la palabra Francisca? Si tú supieras como estuvieron las cosas, ella cuenta todo a su conveniencia. Haber, dime, ¿qué sabes?

–Mira carnal, bien sabes lo que has hecho, y no quiero decirte de más.

No le vayas a decir que tu hermana estaba embarazada, y que por su culpa dejó de ser madre. Francisca lo quiere así. Y decirle sería como traicionarla. Tu hermano no entendería, y haría más grande su rencor hacía ella. Y no es que yo quiera protegerlo. Pero sólo que se ignoren y nunca más se crucen sus destinos, son como agua y aceite. ¡Ella está bien así!...y él que se vaya por su camino, será muy mi hijo, pero ya está grande para que sepa lo que hace.

–Qué, ¿ya se está muriendo de SIDA, tu carnalita?

–Mejor vete, vete por donde entraste. Sino yo me voy…

–Claro, mejor lárgate, tú. Porque a mí, sólo mi madre de aquí puede correrme. ¿No te parece?, si puede con un parásito que no pueda con dos.

–Ya te dije que yo me voy a ir, antes de que tú te vayas a la Universidad de California, yo te voy a demostrar que sigo pudiendo más que tú.

–Tan rápido te vas, y que no piensas titularte, Ave María Purísima, el hijo que todo lo puede se va a ir lejos sin licenciarse. Pero ¿de qué me sorprendo?... Largarse, si ya lo hizo una vez lo puede hacer muchas veces. Que inteligente hermano, tengo. Qué gran noticia, huevón. Y el destino, huevón, usted conoce el destino al que se dirige.
–Sí lo conozco. Y seguro de que tú no quisieras jamás entrar allí. Pues, allí te harían hombre, y te quitaría lo abusador de mujeres, ¡cabrón, este!

Tu hermano se va a encender, pero sólo te va agarrar de la camisa y te va alzar por el aire, como si fueras un niño te va aclarar que no es un golpeador de mujeres, que sólo les da amor a la fuerza. Tú te aguantas todo eso, Fausto. Lo ves a los ojos y ni una palabra de lo que sabes… Tendrás razón de enojarte, mira que yo he sufrido todo lo indecible. Pero si alguno de los dos se hace daño yo puedo morirme de tristeza.

–Bájame y no me grites. Si quieres que arreglemos las cosas como los hombres deja al menos calzarme. ¡Bájame, señor! Ya estoy hasta la madre, y si quieres que nos trencemos, pues allí te lo dejo a consideración, se supone que ya estás más fuerte que yo, puedes defenderte.

– ¿Qué te baje?

–Sí, para que pueda calzarme, señor.

–Que, ¿así no puedes? Necesitas de unos zapatos para poder defenderte. Aguántese como los hombres. Así podría decirme que ha recuperado el valor del que años atrás carece, ¿no?

Nunca, Fausto, quise contarle a tu hermano que sufrías del corazón. Por la misma razón que tú nos lo ocultaste. Pensé, temo todavía, que de eso se aprovecharía para hacerte la vida imposible.

– ¿Qué te pasa, te sientes mal del pechito?, pobre hermano mayor. Hasta las alturas te hacen daño. Pero me gusta ver como sufres. Déjame adivinar, ¿te duele el pecho?
–Suéltame, carnal, por favor.

–Pídeme perdón… qué, ¿por qué ya no te mueves? ¿No me digas que te has muerto? Pobre diablo, igual que su madre.

Felipe y Andrés


Se llamaba Felipe y se había quedado calvo hace tiempo. Andrés era su mejor amigo, aunque él no lo consideraba tanto, porque decía: “En la política no se tiene amigos”. Bueno, pero era su mejor amigo; al menos a luz de todos sus conocidos el mejor amigo que pudiera conocérsele.

Andrés con gallito por peinado: era carismático y bonachón, y tenía una sonrisa contagiosa mientras hablaba, sonreía y mientras sonreía arrancaba sonrisas a los demás.

Sucedió que un día, bromeando, Felipe le dijo a su amigo Andrés: “Ojala te desafueren”. Pero Andrés no hizo caso de la advertencia, diciéndole: “Cállate, chachalaca loca”.

Luego, silencio, silencio…

Ahora, los amigos de antes no se hablan, se envían cartas en nombre del Pueblo.
Felipe es un foquito brillante, y Andrés sigue sonriendo; en algún lugar del mundo deben encontrarse para romper el silencio, y saber si algo de su amistad sigue viviendo, o sólo fue el principio de un cuento.

miércoles, 5 de enero de 2011

El escritor frustrado



Había una vez un escritor frustrado que tenía otros tantos prosistas enseñando en un taller.

Se reunían en una vieja y oculta biblioteca al fondo de un callejón; pegada a derruidos edificios de las afueras, y a un mercado maloliente. Eran desdichados con lo que escribían y estaban descontentos con su pasión.

Una tarde el grupo del escritor se congregó en la biblioteca sin siquiera un texto, unas líneas o al menos algo con que escribir. Se sentaron en el suelo y se quedaron cabizbajos, veían sus manos vacías con una lucidez fracasada. El escritor se colocó en medio del círculo y bajo el ruido del ramaje de un árbol, reflexionó largamente. En seguida, dijo:

–Compañeros, también yo tengo mucha sed de que el mundo reconozca mi trabajo.
Dos alumnos cuchichearon. Otras tantas gruñeron. Un ratón corrió pegado a la pared, se detuvo un instante, exploró las miradas y la densidad del aire para en seguida marcharse en una carrera pausada dentro de un agujero del tamaño de un sacapuntas. El escritor masculló:

–Detesto esas desdichadas y rastreras criaturas. Y todavía detesto más, compañeros míos, verlos a ustedes dentro de esta vieja biblioteca sin el reconocimiento que se merecen.

Los seis alumnos se levantaron las gafas y al unísono dieron un suspiro que le partía el corazón al mero silencio. Otro ratón pasó corriendo.

–Obsérvenme, muchachos –propuso finalmente el viejo y frustrado escritor–: Hagamos algo sin precedentes para trascender entre la confusa sociedad mediática, que concesiona los reflectores, las academias, y las letras...

Los alumnos pensaron: “Está dramatizando”. El escritor los miró con rectitud y siguió insistente en su idea con notable fuerza de objetividad.

–Asesinemos ancianas de otra colonia. Pillemos sus casas, y finamente reunámonos aquí para escribir lo que será nuestro gran libro: “El escriba del contorno” se llamará, ¿qué les parece?… Guardemos en nuestra cabeza los detalles, seleccionemos una voz y narremos los hechos de sangre. La sociedad podrá consultar luego el texto. Resolvamos las dudas con otra segunda edición, así hasta lograr la trilogía de nuestro gran éxito. Además, con la solidez económica que hayamos obtenido, mantenernos nos costara muy poco. Intercambiemos nuestra ropa, durmamos aquí, y comamos del mercado de junto. Pensándolo bien, es un buen negocio. Ustedes verán como lo hago, y con el dinero que ganéis en mi primer golpe podremos seguir adelante, si sabemos movernos con cuidado. Ahora, eso es todo de mi parte –y se salió del círculo para irse a sentar a un rincón plagado de ruidos de roedores.

Al día siguiente, como la idea descabellada del viejo escritor era impostergable e ineludible, los seis alumnos lo siguieron hasta la colonia donde se volcarían sus planes.

Un abuelo de cierta posición acomodada en la zona, lo dejó entrar a su casa y murió asfixiado sin alzar sospechas entre sus vecinos; pues para ellos tener a un asesino serial en la colonia era levantar miedo para vender sus propiedades y largarse cuanto antes de allí.

Sin embargo, no muy lejos de allí, en la biblioteca se seguían reuniendo los alumnos y el viejo escritor. Disfrutaban de las anécdotas, y las perpetradas escenas de sangre. Y para comprobar su talento comenzaron a vender sus cuentos ya sea en museos, plazas y restaurantes. Otros tantos e inclusive el escritor publicaron un par de historias sangrientas en un periódico clandestino que tenía toda la intención de sacar al presidente y al régimen en turno.

En los primeros días del verano, volvió a saberse de las publicaciones sangrientas. Pero ahora hechas libro.

– ¿Qué podemos hacer ahora, señor? –le preguntó el comisario al presidente municipal.

–Corre la cortina y mira afuera. ¿Qué es ves?

–Al mundo expuesto a degenerados asesinos.

– ¿Qué más ves?

–Abuelos y abuelas temerosas de andar sobre sus pasos y…

– ¡Me gustaría disfrazarme! ¡Hasta de mujer me vestiría para darle carpetazo a este problema!

– ¡Sería un error, señor! Moriría en manos de esos degenerados escribas y…

El presidente municipal protestó:

– ¡Eso es imposible, comisario! –trajo un dispositivo que parecía más un artefacto de farmacia que un arma para dormir con un disparo. Cuando se lo tendió al comisario, le dijo:
–Si logramos capturar a un sujeto de esos. ¡Caerán todos como moscas al jarabe! Te ofrezco un par de éstas para tus mejores hombres que cuidarán mis espaldas.
– ¡Que así sea, señor! –suspiró el comisario.

Al comienzo del otoño, una mañana hubo mucho barullo en la vieja biblioteca. Sentado en el centro del círculo, el viejo escritor escuchaba, cerraba los ojos y sonreía, porque su novia fue a verle, elegantemente vestida, dándole al grupo los buenos días.

–Ella firmara con su nombre nuestro segundo libro –dijo el escritor–: ¡Es hora de salir de la clandestinidad! Compañeros, quiero presentarles también a la reina de éste mi día, a mi adorable dulcinea. Acércate mujer de mi vida. Sinceramente, compañeros, ¿qué les parece?

– ¡Es rara su belleza, maestro! ¡Perdón, maestro! ¡Perdón! Pero a claras luces se observa que irradia una anómala belleza –dijo un alumno con gafas gruesas escurriéndole al suelo–: yo creo que su adorable gacela no es confiable para afianzar nuestro trabajo, puede hasta jugarnos una mala pasada.

– ¿Con qué valor te atreves a decir tal cosa? ¡Su familia es crema y nata de la intelectualidad en el país desde hace años, compañero!

–Compruébenoslo, maestro.

El que estaba tan contento con su adorable mujer salió a toda prisa. Regresó muerto de cansancio y sueño con la cara desencajada a sentarse en un rincón plagado de ruidos de roedores. La policía rodeaba la oculta biblioteca que pronto se levantaba en llamas y gritos de terror.

Josué y el ser maligno



Josué era ganadero relegado al cultivo del campo virgen. Sus brazos eran fuertes y sus manos curtidas en verdad. Su ganado día a día se multiplicaba. Pero una tarde de diluvio, la mitad de sus animales se le murieron. Josué y su familia sintieron tanto dolor y pena que pasaron largo tiempo sin asimilar la inutilidad de las trancas y los corrales. Un año después emparejaron las cabezas del número de animales que antes tenían, pero no hicieron más que ilusionarse porque otro diluvio se las arrancó, pudriendo todo pasto y alimento de campos y montañas. Tras otro año, los corrales se habían llenado de nuevo. Cuando Josué lo supo, alimentó a sus animales con las mejores hierbas y forrajes de la región, y los contempló llorando. Mientras permanecían así, su esposa, y sus dos hijos, Josué se preguntaba: “¿Hasta cuando me seguirán arruinando, Dios mío?”. Mas ninguna palabra o murmullo venía del cielo, pues la noche era alta y las estrellas tintineaban que daba un sentimiento entre esperanza y miedo.

Y al otro día en la mañana fue, por desgracia, como los otros años, un día de desgracia. Entonces, Josué dijo a su familia:

–Este lugar está maldito. Debemos ir a buscar otras tierras.

Empacaron mudas de ropa, y se pusieron a andar camino. Iban a pie sin descanso, atravesando montes, bordeando ríos y acantilados, en tanto y por fin arribaron a una verde llanura rodeada de magueyes y árboles frutales. Josué calibró el clima y la humedad, examinó el cielo y la forma de las nubes aglomeradas al fondo del llano, para finalmente decir:

–Hemos llegado, vivamos aquí. Es buen lugar.

Fue al monte a cortar árboles para construir su casa. Cuando llevaban un par de meses viviendo tranquilos, observó que el viento desmenuzaba la tierra, dejándola sin humedad para germinar semilla alguna. Entonces, dijo:

–Necesitamos arado y agua para avivar esta tierra. Me voy a conseguirlos, familia. Si antes de mi regreso, nuestras tierras son un desierto, deben replegarse hacia el bosque. No dejen rastro en su andar, no hagan ruido ni humos, pues de lo contrario, la desgracia nos seguirá por siempre.

Su familia acató su orden. Él se puso el sombrero, preparó su machete y partió a guarache veloz su camino.

Cuando el viento de la desgracia arremolinó la esperanza de la familia, Josué se hallaba todavía rumbo al primer pueblo, buscando la yunta y el sistema de riego. Su familia se replegó con sigilo y cuidado al bosque. Racionaron la comida, apretándose las tripas con las ganas de no malgastar sus energías. Gimotearon el regreso del padre en lo más profundo de su corazón, pero él seguía muy lejos. Caminaba remoto entre las altas milpas.

Entonces la familia suspiró, jadeó, lloró de hambre:

–Josué, esposo, regresa, ¿cómo nos has dejado, Dios?

Apenas pronunciaron estas palabras, cuando apareció un hombre de entre los árboles. Aunque aquel ser tenía figura humana, en realidad era el diablo:
–Familia del hombre –dijo–, puedo ayudarlos.

Apareció de entre sus manos: frutas lejanas, y agua dulce, cuando las hubo servido, indicó:

–Muy bien, ¿tienen hambre?

Los niños respondieron que sí. Pero la madre le dijo al ser con cuernos y cara roja:
–Vaya lejos, no aceptaremos, aunque sea la última oportunidad de vida.
Entonces el ser, respondió:

–Si quieren comer, bailen y canten a mi alrededor. Luego, regálenme algo de corazón.

–Lo distingo bien, usted es la desgracia que nos viene siguiendo, es la muerte y la desolación –gritó la señora, apretando a sus hijos contra su pecho–. ¡Váyase!
El ser rojo se carcajeó con sonoro estruendo, y finalmente contestó:

– ¿Qué me retire? ¿A dónde y por dónde? Estoy muy a gusto de estar aquí. Sólo quiero gozar de la simpatía de alguno de ustedes.

Comió fruta y se refrescó los pies huesudos con agua dulce, para luego descansarlos sobre un tronco viejo. Al día siguiente estaba allí, contemplando a la familia hecha un ovillo sobre la hierba.

–No les voy a dar ni la oportunidad de tomar agua de rocío –sentenció el diablo.
Corrieron los días, cuatro, cinco, seis. La señora y sus dos hijos se estaban debilitando poco a poco, enflaquecieron y sus huesos perdieron la densidad que pudiera tolerar un cuerpo humano. Los niños empezaron a gemir y a llorar dando patadas contra su madre, que ya no tenía fuerzas para sujetarlos. Pero ni un instante apartó su brazo de ellos, suplicando con rabia y coraje que se aguantaran hasta la llegada de su padre. Aunque a lo lejos sólo se veían nubes blancas sobre el camino desierto. Toda esperanza se difuminó.

Aquella misma tarde, cuando Josué había llegado al pueblo, escuchó un murmullo entre las aguas del rio, las rocas le silbaban un mensaje:

– ¡Regresa! ¡Regresa! ¡Regresa!

El cuerpo de Josué se avispó, alquiló un caballo pura sangre, y espoloneando a toda prisa regresó camino. “Mi familia está en peligro”, pensaba en cada tramo que recorría. Y a todo galope, sin preocuparse de los desgajamientos de cerros y acantilados, retornó. Atravesó el bosque con la premura que el viento tiene al saltar las matas y las rocas más altas y empecinadas. Por fin se encontró con el claro del bosque. Su familia estaba tumbada bajo el follaje de un portento árbol del tamaño de una casa. El ser maligno, frente a ellos, sentado en una roca, esperaba. Dijo a Josué al verlo:

–Bienvenido sea el mayor de esta desgracia. ¿Has traído la esperanza para que pueda vivir tu familia?

Josué le contestó:

–Te traje un caballo pura sangre. ¡Es un caballo para ti, para que nos dejes vivir! Además, traigo el filo de este machete si no aceptas. Pero deja a mi familia.

– ¡Cálmate! ¡Cálmate, hombre! –replicó el otro–: Acepto tu trato, dame el machete y tu caballo.

El ser trepó al animal y, antes de salir del bosque, había desaparecido. Josué atendió a su familia, y gozó de felicidad al tenerlos. Al otro día regresaron para quedarse para siempre en el pueblo.

La bruja


Había una vez una bruja que tanta gente frecuentaba porque predecía el futuro.

Todos los días abría la puerta de su casa y encontraba que la fila era larga, y cuando la tarde caía la bruja enfundada en su traje marrón, se tanteaba las bolsas llenas de monedas, y decía a la gente aún formada que volviera mañana:

– ¡Anden, vuelvan a su casa y, mañana regresen… que aquí los atenderé!

Y algunos marchaban sus pasos con la cara fruncida:

–He visto cómo la bruja invoca al futuro, sólo necesitamos una bola de cristal, cartas y una túnica negra para podernos disfrazar –decía un anciano–: ¡Seré un mago!
– ¿Qué pretendes? –preguntaban los hombres al anciano de tan arrebatada idea.
–Yo mismo me convertiré en el mismísimo Oráculo de Delfos –brincaba el hombre de barbas blancas –: ¡A que no cuesta trabajo adivinar!

–No, no te creemos. La magia y la adivinación no son cosas del azar, –contestaba la gente aún boquiabierta por la blasfemia que habían escuchado.

Al otro día la bruja atendía en su casa, y el mismo señor que tanto pregonaba adivinar se había plantado con una mesita a lado de la acostumbrada fila; compitiendo por la gente que acudía excitada por una predicción certera que la pudiera llenar.
– ¡Pásele gente bonita! –decía el anciano–: Yo soy el mago Melquiades de aquella lejana comarca que le sabe adivinar.

Y los hombres acudían a él, porque tenía un singular aspecto con su bata llena de brillos, y guantes blancos en las manos que le hacían la vista magnetizar.
Una mañana la bruja no abrió su puerta como todas las mañanas, pero cuando se le buscó no encontraron más que el cuerpo del hombre de barbas blancas colgando de un árbol.

Esa tarde, al volver a abrir la puerta de su casa, la bruja invitaba a entrar a la gente que pronto rompía la fila.

– ¡Anden, gente bonita les diré lo que les depara el día!

Y ellos contestaban en coro:

–No, no con esa bata y esos guantes batidos que guardas del mago de barbas blancas, mejor regresa a tu casa, que mañana el mismo árbol te atenderá.

Las citas



Por fin, a estas alturas de mi vida me estoy dando el lujo de dejar mujeres bonitas plantadas. Y es que ellas muchas veces jugaron con mis sentimientos, hoy yo me divierto un poco. Hoy dejé a una bonita y ricota sin siquiera avisarle nada, hace no mucho dejé a otras dos, y no estoy hablando, estimado lector, de mujeres que no valen la pena, no, estas mujeres son de las más cotizadas en la Universidad, por buenas y por bonita. Claro, después me disculpo y ya habrá momento en que las invite a salir, hoy sólo disfruto. Hoy dejé a una esperándome en un bar, le había prometido unas piezas de baile. Pero, simplemente se me hizo tarde y ya no quise ir, a las mujeres así hay que ponérseles: difícil, sólo así aprecian la oportunidad de hombre. Y bueno, no quiere este su amigo y humilde narrador, ser una persona aburrida y difícil, es por eso que también para ustedes igual me voy, sólo así pueden llegarme a extrañar y a valorar la oportunidad en que pueden tenerme sólo para ustedes, adiós y ya habrá un momento para concretar nuestra cita, un hecho, estimados lectores.



*Hoy se me juntaron las mujeres. Cuatro. Comenzó con dos en la mañana, ambas bombardeándome con sus coqueteos, en fin, escogí a una y la otra sólo quería saber mi face o mi número, pero mejor agendamos una cita para mañana, la otra y en buen plan, la veré el sábado, es una niña inteligente, una abogada de lentes, tiene algo de bonito, y yo quiero algo serio con ella, se lo dije y aceptó, por ella botaría a todas las mujeres al carajo, tiene el corazón sujeto con la mente, sabe platicar y eso es lo esencial, soy también un hombre con oído en los tanates. ¿En el amor caben las vulgaridades? Pues, con ella quiero con los huevos del corazón, y vengan las que vengan y me coqueteen y se me entreguen; yo escogería a ella, y que las demás sólo en lo obscurito y de lejitos me hablen.

Rutina


Hoy quiero hablar de una sosegada rutina. Comienza con la marcha de mis pasos cansados. Tengo que dejar de ser un viejo y volver al ejercicio, sudar la camiseta y destrabar músculos y tendones. En una pista no se puede decir mucho, pero en un bosque colmado de árboles y corredores siempre hay algo que contar. Todos corren en una dirección, corren su carrera del día, porque así es la vida, una carrera en donde nadie compite contigo entrecomillas, pero todos te siguen. He visto perros con correa y sin correa, perros obesos que se esfuerzan en arrastrar una llanta. Total, todo y nada nuevo. Otra vuelta más y ya estuvo hasta allí el recorrido. Igual que la misma rutina, una foto en el celular y el regreso a casa, a desayunar y a sentarse frente al televisor, esperando la hora para irse al trabajo, cansarse, terminarse de cansar.

Librín Andante y Libro Caído


Caminaba un lector por la Biblioteca Vasconcelos. Iba admirado al contemplar tanto libro. Le llamaba la atención en cómo estaban montadas las estructuras que hacían de estantes suspendidos. A unos pasos de él un libro caído, de pastas brillosas y grosor considerable. El muchacho se inclinó al verlo, lo tomó, lo hojeó, lo dejó en el mismo sitio y siguió su camino, subiendo escaleras y elevadores, se perdió. Del libro caído salió una criatura de cuerpo y cabeza con peinado de libro, tal vez era un duende, que se sorprendió al verse hecho realidad en este mundo.

La criatura verde salió tras los pasos del muchacho, tropezó con sus zapatos y le miró con ternura. El otro lo encontró fantástico e increíble y lo metió en su bolsillo. Lo llamaron Librín Andante. Al tirado en la Biblioteca Vasconcelos, le siguieron llamando libro.

Librín Andante hizo una vida feliz con el muchacho. Rieron mucho, compartieron algunos secretos. Tras cinco y seis años, todo seguía increíble y fantástico. Librín seguía admirado de este mundo.

El Libro Caído, en cambio, no encontraba la felicidad en ninguna mirada y se hizo el perdido. Se ocultó bajo los muebles. Mendigó entre la suciedad y el polvo, a veces, ante la humedad, y el mal ambiente. Su vida útil fue pobre. Vivió, a pesar de todo, sin excesivo sufrimiento, porque la biblioteca le había aclimatado y protegido como en ningún lugar público. Sus pastas eran realmente tan brillosas y cautivadoras a la vista, que mucho después de que él se hubiera perdido, la gente apenas se atrevía a olvidar su lugar en el estante.

Sucedía en aquellos días tan distantes que Librín Andante era un duende viejo, y Libro Caído lloraba su ausencia por todo el recinto que seguía siendo biblioteca. En las noches les decía a los demás libros:

–Hace tantos años, mi compañero era así. ¿Lo habéis visto?

Todo el recinto se reía de él y le abucheaban, tirándole polvo desde arriba. Él se alejaba un poco y añadía:

–Tenía el color de un duende. Un día siguió a un lector.

A veces conmovía tanto y le contestaban:

–Sal a ver a la ciudad, búscalo.

Una mañana, mientras los policías abrían las puertas, Libro Caído salió hasta un jardín. Recargado sobre un viejo muro, dijo: “Librín, ¿que ha sido de mi amigo, Librín?”, alguien contestó:

–Anda por el mundo. Cuenta historias, fantásticas y ciertas. Yo soy la historia cuarenta. Mi voz es la criatura más querida de aquella casa que está cruzando la avenida.

Libro Caído cruzó la avenida. Se colocó enfrente de la puerta y se puso a contar una historia en voz bien alta. Era una historia que no conocían los hombres, ni siquiera los dueños del duende Librín. La escucharon todos: la mujer, los niños y también los transeúntes que corrían agitados por la amplia avenida. Hasta los píos en algunas ramas se callaron. Librín Andante, dentro de la casa, metió su cabeza bajo una almohada.

– ¿Qué haces, amigo? –le dijo el niño, el más pequeño, el más inocente de la casa, recostado en una cama con dosel pintado de azul.

–Sigue hablando, pequeño, haz todo el ruido posible, llora si es posible, llora fuerte –le respondió, Librín.

Libro Caído contó historias hasta caer la noche. Cuando salió la luna completamente, se calló en una hojeada seca y brusca. La ciudad se pobló de ruido de escapes y sirenas, cláxones, frenos y aceleres. Entonces otra voz, pequeña, limpia y atractiva y dulce retomó la historia trunca que había dejado de nacer.

–Librín –dijo el niño recostado en la cama–, ¿quién te ha enseñado a hablar con esa dulzura, con esas palabras raras? Yo no sé entender ese idioma. Nunca nos había contado esa historia. Me das miedo, haber deja de jugar y dime, ¿por qué hablas así?
Librín Andante no respondió al niño. Salió por la puerta de la casa y se acercó al Libro Caído, sin dejar de contar la historia. Justo en aquel momento Libro Caído se levantó de lomo y cayó abierto de par en par. Librín se metió entre sus hojas, se esfumó entre letras parejas y gordas. Así los dos se hicieron el libro brilloso y atractivo que eran antes, que ahora revoloteaba como mariposa tornasol sobre la avenida. Ningún vehículo se atrevió a embestirle. Cuando estuvieron al abrigo de todas las miradas entraron a la biblioteca monumental que es la Vasconcelos y ya no fueron Librín Andante y Libro Caído, sino un sólo libro que desapareció ocultándose entre los estantes más altos.

Los niños con cola


Ocurrió que en una comarca muy lejana, rodeada por cerros desconocidos e inaccesibles para el conocimiento, vivían niños que siempre fueron niños, pero con cola. Se podían contar en tantos números hoy existen. Comían frutas con yogurt, pero sobre todo yogurt con cereal preparado con avena, trigo, salvado de trigo, pasas, cacahuate, almendra y amaranto, semillas que supieron combinar gracias al conocimiento de un niño con barbas blancas y tan antiguas como el cielo. Vivian felices trepados en los arboles; durmiendo colgados de las ramas bajas, sujetos de su larga y fuerte cola que siempre los acompañaba a cualquier parte y, era su vanidad y arma para defenderse y exterminar a otras especies.

Todos los niños con cola decían vivir colmados de tranquilidad y larga vida. Pero una tarde no pensada, ocurrió que dormían colgados de tantos arboles hoy no existen. Un niño vio a lo lejos pasar volando a una piedra gigante. Abrió los ojos todo lo que pudieron sus oídos, porque aquellos niños con cola, dependían del oído para ver las cosas; si estaban sordos, también, estaban ciegos y, viceversa. Entonces, gritó un largo llamado para todos los que estaban cerca de su árbol, durmiendo con los párpados más holgados que caídos.

– ¡Abran los ojos! –les dijo–. ¡He soñado la destrucción!

– ¿Qué cosas dices? –contestó un niño de cola entre color rojo y naranja, colgando a su lado derecho.

–No sé bien. Pero, cuando abrí los ojos, vi pasar una piedra gigante color a nube de la tarde de ayer.

– ¡Eso es el fin de los tiempos! –constató el niño con cola que ya era roja, sorprendido ante tal revelación.

Un tercer niño de cola larga, vio otra piedra gigante dirigirse hacia los árboles donde descansaban sus tres hermanos, y estaba gritando auxilio, alarmado. Todos los niños con cola gritaban asustados, estremeciendo la lejanía en cuanto comarca se trataba.

Y todo el alboroto no era para menos, porque las piedras comenzaban a caer en racimos enormes, encendiendo largas e insaciables llamaradas. Pronto vieron como un aire gris y negro los rodeaba con gran persistencia y sofoco, y, oyeron el crepitar de los árboles sobre las rocas encendidas; crack, crack… se desplomaban, desapareciendo en humo gris hasta sumarse a la gran nube negra que los afligía, cansándoles las ideas de sobrevivencia.

Los niños con cola alternaban la mirada de uno a otro: ¿Era el fin de los tiempos? ¿La inaudita profecía del niño viejo se cumpliría?

Pero un niño con cola negra y larga barba blanca, el más sabio y admirable niño con cola, a quien tenían un gran respeto al bajarlo de los árboles, porque su cola era cada vez más delgada, y que había sobrevivido a la guerra entre dinosaurios y niños, dijo de repente:

– ¡Se acerca el fin! ¡Es la furia del cielo que se desquita con nosotros por haber exterminado a nuestros depredadores, los dinosaurios! ¡Desapareceremos! ¡No hay paso atrás, compañeros míos! ¡Resignación!

Todos al escuchar esto, comenzaron a caer al suelo y a aferrarse a los pocos árboles más gruesos y resistentes que no habían caído. Gritaban:

– ¡No por favor! ¡No más fuego!

Pero el niño con cola y larga barba blanca, agitó la cabeza y gritó dos palabras, ordenando silencio. – ¡Callen y escuchen! –les ordenó atención levantando la cola y abriendo inmensamente los ojos tanto sus holgados párpados se lo permitieron. – ¡Yo sé de lo que es capaz aquel humo! ¡Pero tengo una brillante idea! ¡No tengan miedo…! ¡Sólo tenemos que aullar al cielo y hacer todo el ruido posible, para que no tarden en dejarnos de aventar esas rocas y se conmuevan, y, la lluvia enfríe todo esto!
Con lo cual los niños con cola más pequeños, remontaron a guardar silencio, tapándose los ojos para no sentir el calor de la lumbre que ascendía al cielo poblando todo de negros colores. Pero enseguida, comenzaron a llorar los niños más grandes, ya que sintieron que los aullidos les serían en balde, el humo caliente comenzaba a descender para asfixiarles. Se tiraron pecho a tierra y, levantaron la cola para protegerse de la luz caliente y cegadora, aullando como sólo saben aullar los lobos a la luna. Pero sus colas poco a poco comenzaban a achicárseles. Se llenaban de pelos en su cuerpo desnudo. La cara comenzaba a ensanchárseles, y su organismo de niño se les fue deformando completamente; sosteniéndose erguidos sobre un par de piernas que nunca ordenaron pararse.

Por fin, el cielo estaba escurriéndose. Del suelo brotaron grietas rojas y volcanes. Entró el agua salada a la comarca, inundado todo hasta los árboles más elevados.
Los niños con cola, en un instante se hicieron hombres; corriendo a los cerros para en los árboles y cuevas esconderse de otros animales llegados del mar y del centro de la tierra hirviente.

Pasaron los años. Se dice que los niños con cola nunca más tuvieron cola que les retoñase. Nunca más fueron felices, porque trataron de pensar en ser felices poniéndose una cola de hilacho. Además, porque ya eran hombres y conocía más de cerca a un Dios que castigaba con la muerte y el cambio.

Mientras siga creciendo el fermento de la vida


– ¡Abue! ¡Abue! –decía el niño–: ¡No te vayas!

Son inseparables desde siempre. Él no lo quería al principio, cuando nació enfermito de su espalda, después lo quiso con toda su alma, también su madre, mientras vivió. Eran uno para el otro, aunque cada quien alegre y feliz a su manera. Muy a su manera de sonreír y acompañarse. Melancólicos en veces, cuando uno en cada quien sobrevive el recuerdo de una vida mejor.

El señor resopla y hunde el pecho en cada esfuerzo de aferrarse a la vida, de cuando en cuando, sólo de vez en vez, abre la boca y jala aire. El nublazón de sus ojos le llena de sentimiento el corazón, golpe tras golpecito, apagándose.

El niño comprende la voluntad del milagro. Una lágrima quiere escapar la fuerza, se mantiene de pie con lo que puede de su espalda erguida, deforme. Desde su comprensión infantil entiende la vida en su fugacidad, y permanencia tratando encontrar alguna diferencia entre los dos estados, y así descubre las ganas de la muerte.

– ¡Abue! ¡Abue! –vuelva a gimotear el niño.

El silencio del cuarto es frio, de paredes húmedas y juntas. El techo enmohecido por las lluvias persistentes en la ciudad asfaltada por todas sus luces. En las afueras pica el olor a basura aglomerada en días, meses y años.

– ¡Así veme, y no te duermas! –le dice cuando el viejo reacciona.

El abuelo se esfuerza cuando puede. Mueve una mano y en puño la aprieta. Un escapulario le cuelga del cuello y entonces reza.

–Háblame, abuelo, ¿qué quieres que te traiga, para que no me dejes?

Con los parpados humedecidos, vueltos a abrir en tanto, el abuelo jala el aire y lo saca por la nariz, forzado y urgente. Enseguida, como si estuviera pidiendo un deseo, cierra los ojos y sonríe, igual que él, con una sonrisa muy suya. Tal vez si con deseos más profundos el hueco tienda a ser llenado, y las cosas no tengan reverso, sería el mejor pretexto para seguir viviendo. Sus canas de blanco: largas, brillantes, y delgadas, reniegan a dejarse a la deriva de la intemperie, y eso nunca desean saberse a fondo, enterradas bajo tres, cuatro metros en la planicie del olvido, la vegetación del jamás llega del silencio con el que ahora lo embarga contra las llamadas insistentes de su niño.

Ocurren momentos en que le parece seguir adelante con el ruido del segundero o la gota incansable cayendo del fregadero al fondo, el ruido de las aves de enfrente, el creer que puede seguir viviendo, su propia palpitación es familiar al tratar de decir el nombre de Juliancito, siento dejarte y estoy contigo. Pero para eso está la tierra que todo se traga y germina, para despertar sueño en cada quien, para cerrar pasados y abrir presentes. La vida mientras es vida es agria y hermosa, pero vivir trae problemas absurdos, como seguir viviendo conscientes de partir al fin y al cabo, aún tiempo en que no nos sabemos ya muertos. La vida se ensucia de claroscuros y sueños, destruye imaginarse de nuevo. Él mismo es claro ejemplo de vivir cuando se muere, y para eso no hay vuelta atrás.

Pasa saliva fresca y reconfortante que, con las mismas ganas, se hace nada en su garganta seca. El niño tirado en regazo, tendido, de vez en vez seca sus lágrimas y mocos y vuelve a hundirse en el semblante del viejo. Luego sigue llorando por aquí y por allá sin encontrar consuelo, entre el regazo y las manos de su abuelo. Hoy parece que ya no vive, le ha saltado el corazón como si de la palabra definitiva se tratara. Tampoco el abuelo encuentra la causa de porqué no vivir otro día para que se reconforte su corazón con la alegría de vivir, hasta descubre que es el tiempo de morir y abandonar, aflojar la correa que le sostiene el estado liquido en que se encuentra. Son tantas las penas, que van y quedan, que tuvo y tiene, tal vez nunca acabe, mientras siga consciente del fermento de la vida, será proclive a saberse hombre y no más que hombre en la tierra. Pero la muerte lo toca, no quiere llevárselo para que todos lo vean, y para que entienda que el niño en su regazo sufre.
Ahora le parece que el aire se llena de rumores, que viene galopándolos montes de basura y baja por las paredes del cuartucho resquebrajado, dando voces largas y flojas.

– ¿Ya no quieres mis ojos, abue? –dice el niño–; para que veas de lejos las cosas que yo veo.

Pero el viejo ha muerto con ojos abiertos, y que qué le vamos a hacer si el niño sufre.

Sobre la indiferencia en la ciudad


En plena Avenida Reforma, que está en la Ciudad de México, hay muchos edificios, porque México a pesar de significar “el ombligo de la luna” es la ciudad más poblada del mundo. Hay tantos edificios que a veces es peligroso para ciertas aves que no distinguen la existencia de los mismos para caer directamente a la boca de los perros y gatos callejeros. Yo conocí a un señor que le cayó un pájaro tan enorme que sufrió una contusión, que lo mantuvo en cama por casi un mes y, tuvo que salir del hospital con cuello ortopédico y muletas, porque cabe decir que después de la caída de cierto proyectil le pasó una bicicleta encima; es uno de los accidentes más raros que he visto. En tanto, para algunos sigue siendo indiferente, ante lo que hoy en pocas líneas les contaré…

Como en la Avenida Reforma hay también muchas estatuas, algunos conductores se han tomado el atrevimiento de bautizarlas por sus características más que por su verdadero nombre. Mutilan o pintan, pasando a apodar las demás estatuas que se encuentran cerca. Todos los edificios, y cosas monumentales que se le parezcan son fáciles de ubicar por tener una estatua bien caracterizada, aunque sean tiendas departamentales o, edificios de reciente creación.

Ahora bien, cierta vez una avecilla se fue a vivir allá en aquellos cielos del lugar más transparente, y no quiso seguir los cánones para ubicarse en la Avenida Reforma, mucho menos pasar volando sobre los edificios, porque pensaba hacer las cosas diferentes. Esta avecilla era un colibrí. Los colibríes vuelan grandes distancias de una manera tan particular; que sorprendía a tanto espectador observara su vuelo en plena avenida o, en algún edificio, su elevada oficina para ser preciso.

Resulta que este colibrí no se oponía a que los gatos se comieran a los pájaros que llegarán batiendo su vuelo hasta caer al concurrido pavimento. El concilio de aves que siempre advertía a cuanto pájaro pudiera levantar el vuelo se enojaron por la indiferencia al principio, pero el colibrí tenía un carácter serio, aunque era muy polémico. Las demás aves cambiaron su concilio a otro lado, y todos los gatos de por allí quedaron muy contentos. Tan felices y contentos estaban los gatos y perros callejeros a su amigo colibrí que había alimentado generaciones que lo dejaron anidar debajo del Monumento de la Independencia. Y cuando él andaba volando al ras del suelo, los perros y los gatos lo seguían jugueteando sobre la avenida, muy contentos de acompañar a su amigo ante la mirada atónita de choferes y transeúntes. Él no sabía el porqué la gente lo miraba así, y vivía muy feliz en aquel lugar; que hasta tomaban con indiferencia su excremento de pequeña avecilla en varias estatuas y monumentos.

Y sucedió que una vez, una mañana, un jefe delegacional llegó con ideas nuevas al cargo, y mandó a restaurar toda estatua que estuviera sucia o maltrecha; propiciando un tremendo e histórico caos vial. Ruidos y humos se elevaron por la ciudad. Pasaron así días y días, hasta que las aves guarecidas no aguantaron más y emprendieron la atrevida retirada, y entre ellas estaba el ponderado colibrí. Pero desgraciadamente se estampó en un colosal y moderno edificio, cayendo junto con las demás avecillas sobre la ciudad; abollando autos y descalabrando transeúntes que hicieron de este acontecimiento la gran noticia. Aunque los perros y los gatos, luego se disputaron la comida, más satisfechos que nunca. La Ciudad de México siguió igual, aunque ya nadie ha visto colibríes en plena Avenida Reforma, sólo estatuas y edificios que se restauran y crecen ante la mirada indiferente de los capitalinos.

La puta de Rosario


De pie en el lugar acostumbrado, clavada en sus tacones. Rosario hizo visera con su mano para otear clientes en la avenida –un bulevar largo y transitado–, y se recostó en la pared enmohecida, bajando la mirada a sus blancas y regordetas piernas. El sol comenzaba a rasguñar las paredes del barrio de la Merced, las sombras comenzaban a crecer figurando casas y casuchas, indicio este para salir a ganarse el pan de cada día.

La puta avizoró nuevamente la lejanía, entrecerró un párpado y por costumbre de saber su papel se subió la minifalda más allá de la rodilla soltándose al mismo tiempo la rojiza cabellera; cayéndole a media espalda y se acomodó el escote, hecho lo cual caminó sobre la acera con un paso ciertamente estudiado que no soslayaba una sistemática observación de autos que corrían por la avenida.

Entró en el bar Artemio para sentarse en un banquito azul que estaba al lado de la puerta del baño para damas, junto a un lavabo inservible y roto, lugar que ella consideraba como único, muy suyo, a pesar de no coincidir con el mesero que le hacía de lava baños y cantinero. Pero el tan privado rincón, perceptible cuando recorrían las mesas a falta de espacio y exceso de borrachos, se tornaba insoportable en un día de alcohol, vomito e insistentes vulgaridades. Eran estas circunstancias las que determinaban la estadía de la puta Rosario en quien luchaban aún los consejos de su madre –Montalvo, apellido de ella y suyo-, haciendo la excepción cuando su moral quería, lo que no ocurrió casi nunca.

Apretó su paso, escabulléndose fuera del bar y se paró en la esquina misma, cerca de un hediondo bote verde con basura, pero lugar que era visible a la primera vista del conductor o peatón interesado en algún servicio sexual y como las putas se acostumbraban al sitio, Rosario quedó observando allí el flujo de vehículos y peatones, algunos que le miraban de reojo causando dos que tres vulgares frases o pitidos de claxon.

El reloj marcaba en ese momento las once de la noche. Pero las putas de buen oficio son particularmente indiferentes en cuanto la premura del tiempo y caza se refiera.
Bajo el cielo nocturno, poblado de luces de escaparate y tiendas departamentales y demás marquesinas, el bullicio comenzaba a tornarse más cercano, había hombres saliendo de varios lugares de trabajo y disfrute.

Con el escote abierto y las piernas bien dispuestas, Rosario cruzó la mitad de la avenida y se halló en una glorieta con un asta bandera al centro, lugar éste para cazar a la clientela más selecta. Desde abril no había logrado gran cosa ni haciéndola de mujer de casa de citas ni de fichera. Pero en esta ocasión ubicó a lo lejos a dos ejecutivos en un convertible negro; le pagó uno, fornicaron los tres. Y la dejaron ir entonces con buena plata y un prontamente extraviado reloj con cuarzos y pequeños diamantes incrustados alrededor de la danza de las manecillas.

A unos quinientos metros del bar Artemio, había un hotel con malolientes, cuarteados y desnudos cuartos, pues, saliendo del derrumbe del ochenta y cinco amenazaban con pronto caerse. Verdad es que no estuviera a la vista del público, escondido entre casuchas antiguas y pintarrajeadas por bandoleros y maleantes a modo de gregario lupanar del Barrio Bravo. Su número tal que no localizable, resistía su precaria existencia en una pequeña placa oxidada con el legible logotipo de Coca-Cola, lo que es conocido en las calles varias adyacentes al Mercado de la Merced.

Allí en aquel hotel dormía la puta, a veces todo el día, después parte de la noche, recostada entre cartones y papeles, para concluir en el suelo. Al florecer la luz de la luna en los barrotes de la ventana; tornaban los moscos, de aquí que Rosario sufriera a cada rato de notorias ronchas en piernas y brazos. Regresaba al bar Artemio, siempre y cuando alguna oportunidad de su conocido empleo no se cruzara por su camino o escapara de su aguda vista.

El carácter de lucha y sobrevivencia de la puta se manifestaba siempre en el bar, cambió luego de borrachos y obreros, y se fijó por fin en ejecutivos, incluso en mayo, cuando tenía a sus pies a clientes frecuentes del bar, su gran predilección eran los hombres de oficina. Los borrachos que por equis o ye razón frecuentaban el bar Artemio, admiraron siempre la constancia de la puta, la constancia y la postura de Rosario que bebía directamente sin perder la lengua y la forma, si bien su admiración por su escote y su minifalda no pasaba de un manoseo inevitable o algún forzado beso mal plantado.

–Esa puta, tan puta –dijo un borracho que llegó azorado al bar, al mismo tiempo que denunciaba con el dedo índice a Rosario sentada en su predilecto rincón, cerca de los baños–: No sirve más que para robarte y… enfermar a la familia… ¡Hija de la gran ramera! ¡Hija de Satán, muérete!... Al diablo ¡Al diablo!

El propietario del bar Artemio, escuchó la maldición del borracho como si fuera una absurda profecía, para responderle desde un rincón tras la cantina colmada de tantas botellas como colores y gamas varias de vidrio existen, dijo:

–Puede ser y no puede ser, pero… –repuso haciendo un silencio y crispando los puños-; pero grandes putas de por acá no son capaces de hacer lo que hace esta mismita hembra en la cama.

Los borrachos se carcajearon y siguieron levantando copa.

Gordon, el propietario, sin embargo, conocía bien a las putas de la Merced y sus efectivas artimañas para sobresalir en el oficio que no ignoraba. ¿Instruirla? ¿Para qué? Podría ser, pero él no quería hacerlo y comprometerse de más con ninguna mujer que llevara por nombre, un fardo de recuerdos a otras mujeres con carácter y pasado semejante al de la bella Rosario. Pero que le habían robado el corazón.

Precisamente aquella misma noche se quejó el protestante borracho ante Gordon de las copas que se estaba tomando con Rosario; pedía que las sirvieran de la misma botella y que no las trajera el mesero con sus aludidas ligas para ponérselas a la fichera en la mano y esta no perdiera la fingida cuenta.

Gordon destapó una botella de su selecto apartado en la cantina y no obstante, se propuso ir a la mesa del indignado borracho.

– ¿Pero usted conmigo? –expresó el borracho, sorprendido y alternando la mirada de Rosario a Gordon.

–No se preocupe amigo, sentémonos a la mesa y tomemos parejo –repuso el propietario del bar con desenfado de autoridad, confianza y malicia al mismo tiempo.

Esa fue la segunda y última ocasión en que se observó a Gordon conviviendo directamente con una fichera. El borracho inclinó la botella y el líquido se escuchó en seguida caer al fondo de la copa. Al ver a su lado al mismísimo dueño del bar, Rosario forzó en vano pasar el tequila por su garganta; lógrelo al fin, acompaño al par de hombres uno trago tras otro. Pero a los veinte minutos iba asqueada al baño, muy contenta de encontrar un excusado. Eso sí, regresando en cinco minutos con su muy paso firme en dirección a la mesa, escote arreglado y minifalda bien a la altura, todo en forma, todo bien y a su manera.

Pero tomar copas directamente, en un bar colmado de alcohol y volutas de cigarro y a un ritmo que puede enloquecer más y dormir a un loco de capirote, eso no para Gordon. El borracho aguantó un par de copas más, muy bien dispuestas hasta el copete de la inacostumbrada forma de servirse, pero que lo durmieron enseguida. Tres horas después volvía a levantar la cabeza, una mano y el mesero acudía a su mesa sólo para extenderle la cuenta con otro par de tequilas.

El intento, si no concluyente, desanimó a Gordon. Pasó de largo la exigencia de sus mareos y taquicardia con una inyección en el antebrazo, mientras la puta continuaba trabajando con algún refresco en la mano y una que otra cubita de jarabe color tequila proporcionada por el coludido mesero que iba y venía con botellas de cerveza para otras mesas que se iniciaban con jóvenes muchachos.

Las noches se sucedieron unas a otras, sin tráfico, vacías; en luces mortecinas que alumbraban las calles; marquesinas parpadeantes con algunos focos que hacían de letras fundidas. El reloj mataba la noche sin el menor indicio de los pasos tras unas piernas.

Durante varias semanas la clientela se extinguió, los ruidos de cláxones se mudaron a otra cuestionable dirección y el hambre aunada a la desesperación ascendió a desconocidos kilómetros a la redonda. Y cuando se perdió al fin la esperanza de que tenderos y empresarios abrieran sus negocios para devolver la calma, los habitantes se resignaron al demérito de la zona insospechada, a la amenazante desaparición de la seguridad, el agua, la luz eléctrica, el gas doméstico, la comida; eran ya un hecho a todas luces de la sorpresa y el abandono.

La puta permaneció desde entonces parada en la esquina del bar, oliendo la putridez del bote verde con basura, porque cuando el calor traspasaba cierto límite razonable, las gentes aguijoneadas de hambre se complacen oliendo la putrefacción.

Sobre avenida Corregidora, con los senos de fuera y la minifalda enrollada sobre las piernas, Rosario asintió a la desnutrición progresiva. Las bodegas fueron saqueadas rápidamente, los objetos combustibles se quemaban para hacer el fuego que se necesitaba en las noches, las tiendas departamentales vendieron a precios exagerados con el fracasado objetivo de acaparar comida y a finales de julio sólo quedaban los estantes y vidrios rotos. El agua potable, apremiante recurso, fluía como un tesoro corriente a escondidas.

El cuartucho de la puta –aunque había agotado su contrato- que antes albergaba día a día tranquilidad, ahora era tan inseguro que Rosario no iba a él sino de mañana para lavarse la cara y espulgar su cabello de bichos que la atormentaba de manera considerable en cualquier lugar público que se encontrara.

De vuelta en su cuarto, Rosario se tumbaba sobre la superficie de descanso, viendo aumentar la violencia, los robos y los saqueos, y por ende, los muertos tirados en la calle que comunicaba a su destartalada ventana, mientras a su vez el reloj seguía matando a la esperanza y al tiempo, la sangre corría por las banquetas.

La inseguridad de afuera y la incertidumbre de adentro, llevaba a la puta a esconderse tras la puerta por varias horas y días completos, debiendo silenciar su hambre con agua corriente y un costal de tortillas duras; sólo escuchaba el jadeo desgarrador de las abuelitas tiradas en la acera de enfrente. Aunque había niños que lloraban hasta desmayarse pronto tendidos en las calles o dentro de las coladeras devorados por ratas y perros ahora salvajes.

Alrededor, cuánto abarcaba los ojos de la puta: el acostumbrado bar Artemio, la glorieta tan transitada, el basurero lleno de olor, el mercado mismo, el aire mismo; eran terribles sus aspectos desolados, algo demoledor. El agua, entonces ligeramente potable hasta esa hora, se diluyó en una aguja hasta hacerse nada, sólo sed y sequedad. Mientras el viento cesaba por completo y el aire aun pútrido y virulento, Rosario aterrorizada por perros salvajes devorándose entre ellos, se desmayó.

Los días y noches se sucedieron iguales. La cara de la puta sobreviviente no despertó y las esperanzas de la vida que hasta entonces no volvían comenzaron a brotar esa calurosa tarde cuando el cuerpo de Rosario se pudrió.

El bar y los viejitos



Se dice, se rumora en México, en una universidad autónoma, sitiada en un lugar más acá que de allá del Río de Los Remedios, cuyas calles se me pierden, nadie podía entrar a aquel bar con una mujer, porque quedaba embarazada; asunto que tomo en serio ahora que veo las notas periodísticas que ha publicado el diario de mayor circulación nacional en el país, pues, las fotos se ven claras , atrapadas en la luz cándida del momento; son la primera plana de otros y varios periódicos y semanarios en puestos de revistas. Son el morbo de la gente, de la gente que atenta sigue los titulares o encabezados de las publicaciones vespertinas. Uno de ellos dice: INFLADOS POR EL MISMÍSIMO GAY.

Alrededor de aquella universidad, antes que sus secretarios y académicos y el propio rector, alzara la mano y voz para cerrar y prohibir la apertura de nuevos bares y discotecas, despachaban música, alcoholes y cervezas a todo joven que bien lo solicitase con buenos modales y papel numerario o el brillo contante y sonante que mueve al mundo, dinero.

En el bar llamado el Carajo, antes de que se sucintaran los embarazos inexplicables, atendían dos viejitos con aspecto de mala muerte que se complacían en haber alcoholizado a los jóvenes para que a rastras fueran dando tumbos hasta algún taxi o patrulla que transitara por la avenida, en plena inconsciencia o abstracción de sus embotargados sentidos. No sé por qué se complacían riendo a bocajarro, hay algunas personas que se ríen de las exhibiciones e incongruencias de un borracho y les da gracia verlos sosteniéndose de una pared o poste de luz, o diciendo algún chistorete al que pase del otro lado de la acera. Sea cual fuere la causa o motivo de la risa, este par de viejitos se complacía emborrachando y perdiendo a todo joven y jovencita que se adentrara o servirse en su miserable barcillo y por todo lo que se decía y murmuraba en las casas y negocios vecinos después al otro día, sábado por lo regular, era que la música se tornaba cada vez más siniestra y apocalíptica en esa horas de viernes, de noche. No obstante, no presentaban alguna denuncia ciudadana ante la delegación o alguna autoridad competente, debido a la inevitable corrupción en estos asuntos, de giros negros y el crimen organizado tan en boga, y a que el bar era muy miserable y estaba metido entre calles descuidadas y por tanto poco transitables. En verdad, que los vecinos allegados a este sitio les molestaba la música y presencia de estos dos viejitos, tenían un miedo inexplicable al confrontarlos y en vez de enfrentarse a exponer y exigir una pronta solución, se ajustaban al cuidado de que sus jóvenes y niños nunca pisaran ese barcillo de mala muerte, mal ubicado entre esas maltrechas y pestilentes calles cercanas a la universidad y acopio de basura de barrenderos, cuando por casualidad inevitablemente se oía algún grito, algún llamado desgarrador, los vecinos se lamentaban con impotencia y golpes de pecho o se remediaban mirando al cielo y alternativamente a sus hijos jugando pelota en el jardín dentro, pues, los vecinos de allí cerca eran pasivos, callados y conformistas y no les importara que se cayera el mundo si era un mundo de al lado.

Cierto día en la universidad hubo una espontánea convivencia de tribus urbanas, llegaron un día después que la visita de Marcos, el chiapaneco zapatista; llegaron dando voces desde jóvenes de clase alta a chicos de clase media y baja, también, jóvenes en estado de calle y pobreza extrema, flacos y bien comidos. Los unía el gusto por conocer mundo, a pesar de su vestido y su forma de hablar. Eran muchachos y muchachas de entre 18 y 26 años, diferentes a los porros y bandas organizadas para destrozar o robar al prójimo. Aplaudían la música, los gustos y géneros de su diverso y contrastante repertorio. Intercambiaban prendas, fotos de tatuajes y bordados y uno que otro abrazo efusivo. Nadie en toda la universidad y sus alrededores sabía a ciencia cierta de dónde venían estos jóvenes tan sociables y comunicativos, pero a claras se veía que eran dados a querer, a perdonar y a rezar a un Dios que vivía bajo la Tierra, se hincaban y con ambas palmas de las manos cubrían sus ojos y de sus labios al suelo rezaban oraciones extrañas, de otro idioma muy lindo y raro. Había un jefe de todas las tribus urbanas que vestía con una indumentaria hecha de todas las características de sus seguidores: accesorios y tatuajes en manos y cuello, pantalón de una pierna, apretando y de la otra, flojo; cabello lacio de un lado y crispado del otro; en fin, el hombre era un collage de modas e ideologías.

Se encontraba en esta singular convivencia de tribus urbanas un par de homosexuales que gustaban de ser travestis también. La belleza no había sido amable con ellos, aunque las hormonas que ambos géneros se inyectaban, los hacía poseedores de singulares senos y caderas ondulantes y atractivas; cuando se es hombre cabal se sabe reconocer la belleza del cuerpo femenino en un sentido pleno de ser y no ser. Así, el par de homosexuales a quien sus compañeros varios llamaban Afroditas, sonreían cada vez que estaban juntos y entristecían cada vez que se separaban, cuando algún contratiempo se sucintaba en evento y convivencia como tal ocurría en la universidad.
En las horas siguientes de la tarde para ser noche, un Afrodita no pudo encontrar a su pareja, al verlo sollozando a mitad de avenida, los vecinos de por allí, le hablaron del bar y los dos viejos con aspecto de mala muerte y de la música apocalíptica que se oía en todo su esplendor los viernes por la noche. Al percatarse de lo posiblemente ocurrido, sus sollozos dieron paso al lamento más desgarrador no escuchado desde hace muchos años de creada la voz en la Tierra, y finalmente a los singulares rezos al ras del suelo.. Se hincó y pronunció el lenguaje para los cercanos allí desconocido; aunque no pusieron oído y atención por descifrar algún contenido ya les desbordaba de miedo los gritos y lamentos terribles que salían del barcillo que en la esquina presumía en letras fosforescentes, El Carajo. Todo era confuso, extraño, fuera de sí, pero tan pronto como el homosexual Afrodita hubo inclinado a ver a los pocos curiosos que no corrieron a meterse y encerrarse en sus casas; apareció la luz de la luna teñirse de rojo en singular silencio y el viento endulzar las cosas, desde una hoja de árbol hasta un objeto expuesto. La casualidad busca a la suerte, pero en cosas del destino los fenómenos de la Madre Tierra no juegan a engañarnos con espejismos.

A esas precisas horas de saberse noche, las tribus urbanas se fueron hasta perderse en una esquina, donde cambiaba de nombre la colonia y los vecinos se sintieron bien al no escuchar aquella vez la terrible música de los viernes y las quejas y lamentos cercas de sus puertas para morir en las banquetas al otro día.

Por tanto los universitarios se fueron a sus destinos como quien acaba de salir de un templo de sabiduría y espiritual, los vecinos durmieron satisfactoriamente. Y de aquí al otro día que al salir de sus casas sintieron la lucidez de la confesión. Fueron a llamar a policías y autoridades competentes para rendir declaración de lo sucedido; los universitarios hablaron un lunes coincidiendo en ambas partes declaratorias.

Mucho se ha hablado de los viejitos desnudos y colgados de las lámparas en el bar El Carajo y de sus vientres inflados con aire, castrados en forma terrible. En cuanto a sus miembros, se supieron desaparecidos.

Al fin y al cabo, todos los bares fueron cerrados y prohibidos cerca de aquella universidad autónoma, como también, en bares y discotecas de casi todo México está prohibido poner música apocalíptica a mujeres y niños.

La noticia ha corrido como pólvora por todo el mundo, pero aquí en esta colonia situada más acá que de allá del Río de Los Remedios, se dice, se rumora.

El aroma


Hablarles de Faustino es hablarles de un hombre responsable y trabajador, albañil de oficio, bien que no tuviera un lugar y salario establecido. Andaba ocupando en las obras, o sea que, trabajaba para las grandes empresas de construcción, siendo su especialidad el trabajo del cincel sobre el concreto. Recios músculos de brazos y espalda y grotescas manos como las suyas para la dureza del concreto empecinado. Con más confianza en sí mismo y ayuda profesional hubiera sido un grande en el boxeo; tal vez hubiera llegado hasta Las Vegas y por qué no... Campeón mundial en su categoría de peso pesado, pero a los treinta y seis años seguía dale que dale a la tabla roca y diferentes canteras; abrazando al cincel y al mazo como sus únicos compañeros para ganarse el pan del día a día.

Faustino, de vigorosa complexión, semblante endurecido y tostado por el sol, tenía por pareja a un hermoso muchacho y atlético de envidia. El joven, de origen georgiano, había hace muchos años aspirado con su singular y atractivo porte, a un estrellato de Televisa o al menos de TV Azteca. Espero y espero hasta los veinte años, una audición, un casting o alguna portada en cotizadas revistas de moda y glamour. Resignado al fin, aceptó nerviosamente a Faustino, en unión libre se dice hoy.

El georgiano se resignó a no más reflectores, no más ilusiones de fama en pantalla chica o grande. Sin embargo, su pareja –fuerte trabajador aún– carecía completamente de influencias y medios para lanzarlo al estrellato. Por lo cual, mientras el albañil trabajaba limpiando su cincel, mazo y demás herramientas, él, acodado sobre la mesa, alternaba su mirada entre su pareja y el conductor del momento, Marco Antonio Regil que era la voz del televisor encendido.

– ¡Y tú no hablas ni hablarás…! ¡Más que contigo mismo…, con tu martillo y… pica hielo…! –gritaba como asqueado de sus palabras el georgiano–: ¡Canija tu vil existencia cabrón! ¡Jodete y no me hables ya!

Faustino, buscando en su caja de herramienta, no cesaba de hacer ruido y remover sus predilectos hierros de trabajo.

–Hago, sin embargo, cuanto pueden estas manos y estos riñones –decía Faustino al fin con más pena que tristeza.

–Bien sabes tú que… ¡No tienes nada que ofrecerme! ¿Has visto cómo vivimos?... ¡Me da lástima tu infelicidad que también es mía!... ¡Pobre diablo! –expresaba al rato el georgiano, yéndose a paso largo a su cuarto al fondo, agitando al mismo tiempo su melena enrulada.

De dinero cuanto ganaba Faustino, no obstante, era para el georgiano. Los fines de semana el albañil trabajaba como bestia, descargando pesados bultos de cemento Tolteca a fin de poderle obsequiar algún presente a su hermoso muchacho. Cuando el georgiano deseaba un perfume, un reloj o algún traje – ¡y con cuanta pasión deseaba él!¬ trabajaba hasta anochecer en una actividad cualquiera que tuviera que ver con la reconstrucción de andamiajes o remachando láminas para autobuses de un paradero de quinta avenida. Después había sofoco y dolor en costillas, manos y garganta; pero el georgiano tenía la fragancia fina que deseaba, siempre quería perfumes exquisitos y caros, siempre.

Poco a poco al joven muchacho, el olor a finos perfumes se le fue haciendo una manía, por no decir una costumbre enfermiza. Pero cuando la botellita del selecto aroma, no había llegado a sus blancas manos, caía más hondamente en la decepción de su hombre fuerte y trabajador que casi todo lo que prometía, lo podía. En tanto, se bañaba con el perfume la ropa sastre, lavando sus manos con agua colonial. Faustino se acercaba a oír sus sollozos y lo hallaba metido en el baño sin querer escucharlo; se iba respirando tristeza. De esa tristeza que frustra pero no ata los dedos, ni las ganas para hacer algo y suplir el embarazo, el problema. Los quejidos subían con esto, y el albañil se sentaba a limpiar su herramienta en un sillín que bien conservaba en el recuerdo azul primario de su adolescencia.

Esos sucesos se repitieron una y otra vez tanto que Faustino, no acudía ya a consolarlo. ¡Confortarlo! ¿De qué? Si el georgiano estaba ya enfermo, deliraba por oler a perfumes finos; estrellando en la pared botellas de colonia común o de poca monta, sólo bañándose el cuerpo con aromas finos y caros que bien distinguía ya su agudo olfato de rasgos europeos.

Faustino se había convertido en un hombre indeciso, irresoluto, silencioso y al extremo callado. El georgiano le había insultado, denigrado, ofendido del todo. Pero el albañil trabajaba desde las seis de la mañana hasta las nueve o diez de la noche y su muchacho tenía una botella de perfume fino para esparcirlo en todo su bien formado cuerpo y parte de su habitación, y por ende una buena noche, un buen sueño.
La vanidad tiene alas y el georgiano en verdad era atractivo. Porque pensaba que su hermosura eran los perfumes que Faustino le traía del centro de la ciudad. Lo esperaba con apremiante desesperación y apenas identificaba un buen aroma en el frasco, corría al baño y diluía su contenido en el agua tibia de la tina. Luego, un baño feliz… para mañana un ataque de lamentos, de palabras hirientes a Faustino y que le recalcaban su miseria y que pronto lo dejaría solo; tirándole al excusado la pesada caja de su herramienta que limpiaba minutos después, como animalito salvaje pero manso.

–Y no vengas al cuarto, puerco asqueroso, fracasado –dijo terminante antes de cerrar la puerta el georgiano.

– ¡Sí, amor, que descanses! –repuso Faustino con voz presurosa, después encorvándose más sobre su banco de trabajo.

El georgiano se iba enojado a dormir a su cuarto; lleno ahora de olores tan confusos y bochornosos. Pero Faustino no durmió, de pura tristeza limpió y limpió la caja de su herramienta con sus manos llenas de vigor, pero temblorosas por el ultimátum de quedarse de pronto, algún día solas.

A las tres de la madrugada Faustino pudo dar por terminada su meticulosa tarea, sus cinceles, llaves, plomos y demás, resplandecieron de limpio. El georgiano dormía embotargado de olor en su cuarto; adornado de pequeñas lunas y estrellas azules pintadas en las cuatro paredes, por todos lados, hasta había algunas entonadas en el techo. Entró con paso sigiloso. Contempló la espalda y hombros atléticos de su joven muchacho, hizo a un lado la sábana para mirar sus redondas y blancas nalgas.
El georgiano no se movió ni tantito, nada.

El olor a perfumes enrarecía los sentidos. El rostro endurecido de Faustino adquirió un fulgor instantáneo, sumergió el resplandeciente cincel en el cráneo del georgiano, rematando con otro golpe más fuerte con el pesado mazo que aguardaba en la diestra. Sólo un quejido ahogado por un borbotón de sangre se escuchó, se desencorvó la espalda, las manos se sacudieron y después nada, de lo que se dice nada, ni un quejido, ni un corto lamento, ni la remonta quimera de un suspiro suspendido en el silencio.

La cuchilla de acero quedó olvidada por unos pasos que salieron silenciosos a perderse en la oscuridad.

Se dice que el aroma de aquel cuarto por la noche es insoportable y los muchachos que se atreven a dormir allí, al otro día, desgraciadamente ya no siguen siendo los mismos. ¡Oh, vanidad tienes alas!