miércoles, 5 de enero de 2011

Libertad sangrienta


José Luis, habiendo terminado sus estudios técnicos de mecánica automotriz, sintió fulminante deseo de conocer la vida, pero la vida laboral en la Ciudad de México y después regresar con los suyos en una camioneta negra. Aunque, claro que no fue arrastrado por su condición económica, pues antes bien, era heredero de su abuela, una latifundista de los tiempos porfirianos, que poseía aún varias hectáreas de tepetate y una antigua y chamuscada hacienda por rumbos de San Bartolomé; pueblito de todavía aullidos de coyote, de tierra caliente y reseca; pero, pintoresco cuyo nombre ahora se me pierde en recordarlo. Aunque, sin embargo, reconocido por su manojo de casas bonitas de tejamanil, sus ríos y sus lumbradas, además, de su población hospitalaria y alegre; alegre jugadora de rayuela, gustosas de elotes tiernos: lo que sea de cada quien, buena gente aguantadora y entrona.

Así que José Luis era bastante vivaracho y holgado de temperamento, lo suficiente para atreverse en una sonrisa y buena actitud a probar suerte en la ciudad y sus azares. Así tomada su decisión echó para el monte a cortar con la novia, una mujer prieta y chaparrita con cabello negro oloroso a toronjil y ruda: de acostumbrado cántaro al hombro y rebozo colgado en la cabeza; diciéndose adiós, no sin antes sellar su reencuentro con una promesa en pulgar e índice y un largo beso desflorado en ambos labios; de igual modo, despidiéndose con fuertes abrazos de sus amigos de varios lares y ranchitos por allí conocía. Al filo de ladridos de perro y brillos de tejados bajo la luz de la luna, gozaron su último jolgorio.

Apenas cortó para el monte, encargó todos sus tiliches, su cosecha de cebada asoleándose en el solar, soltó aletear las pocas gallinas del corral y se echó al hombro su mochila azul; logrando pepenar sus últimos ahorros dentro de una cazuela rota que perteneció a su abuela Herminia, la de voz aguamarina al rezar el rosario y carita de virgen de repisa al colgárselo al pecho. Pero igual que toda su familia, latifundista de corazón.

José llevaba con gallardía el olor de sudor y humo en su camisa a cuadros, un colorido gabán y pantalones de mezclilla, pues, los pobladores de la orilla en la comunidad, sentados sobre las trancas: comenzaban a hacer comentarios al observarlo caminar abriéndose paso entre los pajonales; jalando para otro rumbo lejos de las últimas paraneras y despedirse con un singular movimiento de mano muy de él.

Más a pesar de ello, el joven José Luis cuidaba mucho su tiempo, evitándose retardos y casualidades en su maltrecho camino bordeado de magueyes; de ensarapados arrieros espoleando a sus bestias o arreando el ganado de ordeña y, uno que otro forastero con rifle y carrilleras clavando el ruido de las pesuñas del caballo en su agudo oído; esperando un balazo atentarle la nuca. Pero disfrutando en sus dientes el sabor a tierra reseca.

Minutos más tarde, iba retachado por el viento y rezongando para sí mismo; golpeaba con ansia los matojos con el machete, inmediatamente, sudaba bajo el mero rayo del sol, pero seguía dando paso con la cabeza gacha como la milpa seca y doblada por un insistente ventarrón de febrero oloroso a orines y polvo que anunciaba la venida de las aguas, los ajolotes y los chapulines, el brillo de las fogatas de ocote con olor a tequesquite y flores de Castilla.

La tarde ya pardeaba, el viento desmenuzaba las nubes sobre las costras de tierra y ni una señal de algún remanso bajito de agua y lleno de arena ni olor a podrido de agua revuelta. Los caminos cada vez eran más angostos, angostos y los pasos más chiquitos entre la tupida jarilla y las espigas secas.

Zarandeando la cabeza agarrotada, sentía que el frío se le metía debajo del gabán. De este modo llegó José Luis a las bodegas de maíz Librado –un gran caserón de adobes revenidos y techos resquebrajados y cubiertos de higuerillas– de su padrino Silvestre Aparicio; que a la hora vista tuvo abandonar el remiendo de su costal para contener el precipitado empeño de su ahijado.

– ¡Pero chico alrevesado! –dijo casi a boca de jarro don Silvestre, al tiempo destapaba una barrica vacía de mezcal y veía lo que pasaba afuera por una amplia ventana–: ¿Qué vas a hacer allá…, agarrar otro camino? –preguntó con una cara de sorpresa y duda mientras dejaba colgada en la pared una rota lámpara de petróleo envuelta en un cuero viejo de vaca.

–A la Ciudad de México, quiero dizque…, dizque conocer un poco de su vida de a de verás –contestó sentado sobre un tercio de azúcar y alzado de hombros José Luis, que acababa de aproximarse una renegrida tinaja de ponche de granada recién servida de un gordo garrafón que descansaba a su vez sobre una cama de estropajo y unas trozadas pencas de maguey–: Ya me cansó eso de estar viviendo entre puros yerbajos, malogrando todo quehacer, levantando malas cosechas, sabe.

– ¡Pero, ahijado! –dijo el padrino, palmoteando una pared de carrizos y luego pateando un zacate de hojas enroscadas que estaba cerca de sus pies descalzos; ¡mejor quédate aquí… fácil sales al paso con el pasto del monte y le sacas la vuelta a los borregueros!, ¡fácil te los madrugas con tus buenos terrenos! ¡Yo te ayudo a meter mi yunta y a sembrar la semilla! ¡Ya no tardan los aguaceros de mediados de año!, ¡así, tendrás aguamieleros! ¡Te digo, quédate! ¡Aquí, aunque sea tienes verdolagas y cobija! ¡O quédate a mercar puercos, hasta bueyes o a… pizcarle el maíz a Don Doroteo! La contrata… la vida está allá difícil, no tiene llenadero… –se calmó– Pero…, pero sigue tu camino si quieres, aunque ya es tarde… Mejor descansa allá abajo en el petate y mañana claree el alba te haré acompañar con la caballada de Faustino, el mensajero… ¡Anda bríncate por el corral a la cocina que ya está la lumbre del nixtenco…! Vete a papiar los quelites con salsa de guacamole y, el agua de arrayán que ya te sirvió tu madrina Lupe y, suerte muchacho… Yo no me voy a oponer dando gritos y sombrerazos como tu disco rayado… Nomás cuídate y dejemos las cosas de este tamaño… Obre Dios de ti muchacho, que ya no eres un niño a gatas ni estás apalabrado conmigo. ¡Tus abuelos te hicieron muy independiente! Pero bueno, cuídate y descansa. Yo aquí me quedo a desgranar un poquito de maíz ¡No se te olvide poner la tranca al zaguán si vas a salir! ¡Suerte, canijo muchacho!

José Luis renunció a seguir con su cronómetro del día. No obstante, saltó los montones de maíz y calabazas amarillas y se fue hasta la empinada y pelona lomita, donde se avizoraba ya la carretera y sus ruidos de motor se tornaban más cercanos; intentó vagamente acercarse a ella y luego quedó quieto observando el caer de la tarde en el polvo sobre las matas tibias y calientes dejando un olor a cebada recién cortada. Metiéndose las manos en los bolsillos regresó camino levantando polvareda y la cabeza gacha, sorbiéndose los mocos y albergando ilusiones y falsas esperanzas para un mañana tranquilo y prometedor.

Una mancha de tierra y olor a zacatal quemado cubrió el pueblo, después cayó la noche como una buena helada en la negrura de los cerros, sembrando el campo de sombras largas y desdobladas hasta que el primer canto del gallo madrugador, las difuminó junto con el ruido de las espuelas de dos extraños hombres merodeando el lugar.

No obstante, de las hondonadas de fosas, José Luis andaba montado a lomo de burro alejándose de los parajes de la comunidad, y su singular mochila azul colgada en los hombros, relativamente despreocupado, mascando un bagazo de mezquite seco; no vio a dos hombres altos y garrotudos aproximarse a él.

Faustino, el mensajero, aunque todo entelerido se tocó la pistola que cargaba sujeta al cincho; duro como la piel de vaca. Y siguió adelante regustoso, chife y chife como orgulloso de las ancas de su caballo llenas de rocío y que atravesaban los surcos pisando la milpa tierna.

Los dos hombres con cara jiotosa, común y corriente. Pero con aspecto forastero pasaron de largo, sólo mirando a José Luis y la singular mochila azul que cargaba, con más incomodidad que desenfado; después desaparecieron como chuparrosas entre los sabinos floridos de una estrecha vereda colmada de yerbajos y rocío.

–Llegaron siguiéndole a uste ayer en la tarde –dijo Faustino-; aunque la verda no sé bien eso, dizque sólo fue una escucha de su padrino Silvestre, que los vio bajo el tejaván seguirle a uste ayer en la tarde desde las ramas del huizache; luego, esconderse en el guardaganado para saltarse por la cerca de piedra y la puerta del corral, cuando uste se fue a dormir.

José Luis entrecerraba los ojos, arrullado por la tibia luz del sol, cuando fue avispado de nuevo por el mensajero pezuñento de Faustino.

– ¡Eh, no se me vaya a dormir! ¡Hágale pelos al burro! ¡Péguele a los ijares de esa correosa y curtida bestia…, yo sí tengo que hacer… cosas que valgan la pena allá en la comarca minera! ¡Ándele joven, arríele!, ¡pero píquele a ese pellejo de animal trasijado! No me mire así ¡Métale espuelas que ya nos sigue la nube aguacera!
José Luis, se enderezó rápidamente y en un respingo le pegó con los talones al asno que aceleró el paso como si el llamado hubiera sido exclusivo para él.

Bullía polvo. Aunque el viento soplaba despacio, se llevaba tierra seca y traía más. Así que en unos treinta minutos estaban al borde de la pedregosa carretera, viendo a una camioneta negra detenida a unos cincuenta metros con las luces precautorias encendidas.

– ¿Pero qué ocurre, qué hay con esos dos fulanos?, ¿son los mismo de hace rato?, ¿verda que sí? –preguntó José Luis al mensajero.

–Mmm… A resultas de lo que veo, creo que es cierto, ¡es cierto… hijos de tal por cual! ¡Cuidado con apearte del animal, muchacho!... Voy a ver qué es lo qué buscan, ¿qué es lo que quieren? –contestó y restiró el pescuezo Faustino diciendo-; ¡quédese aquí joven sin armar borlote!

José Luis ya había sido enterado hace años en un amontonadero de gente y, por rumores de abuelos a padres y de madres a hijos; enterado de las personas de comportamientos extraños que se llevaban a jovencitas y hombres y criaturas por igual. Eran individuos de la ciudad que se disfrazaban de campesinos o cualquier lugareño de la comunidad, pero que en tiempo y forma cargaban con las muchachitas y los muchachitos para ponerlos a trabajar en casas clandestinas de la Ciudad de México y el norte de país, en precarias e infrahumanas condiciones; esclavismo laboral en todo el sentido y extensión de las palabras, hoy bien dichas por juristas y demás informados.

Este hombre extraño es mal visto en los pueblos de la sierra de Hidalgo. Pero no se le debe ser linchado, hasta serle sorprendido ejecutando el acto de secuestro, trato de blancas o, el acarreo de gente injustificado; así había quedado acordado por el juez cívico en la comunidad y las lomas de los alrededores.

José Luis observaba muy de cerca al mensajero Faustino desenfundar su pistola y apuntar a los dos hombres dentro de la camioneta negra que inútilmente aceleraba provocando una cerrazón de polvo por donde se le viera.

– ¡Vete…, vete pronto, vete muchacho!, ¡dale duro al caballo! –gritó alarmado el mensajero, doblándose poco a poco sobre sus corvas y agitando la cabeza hacía donde estaba José Luis, el alazán y el burro.

Sorprendido el joven José, se agarró fuerte del aparejo del animal, como tratando de hacer a un lado la canasta pizcadora, pero pensándolo mejor; desmontó para cabalgar pronto el caballo café que se había arrimado a un mezquite con la soga morreada en la cabeza de la silla. En unos minutos estaba esperando oculto entre un desnivel de tierra que antes fuera la angostura de un río y una zarza crecida en pendiente que bien lo ocultaba a propósito y fin.

Los hombres lo buscaban entre rastrojo y matorrales y, trataban de apuntarle agazapados con sendas pistolas detrás de las boludas piedras, pero no lo vieron apearse del caballo y aproximarse en cuclillas a lo largo de una zanja hasta donde estaba la camioneta con Faustino; amordazado de pies y manos, con un rozón de bala por las costillas y una pica de buey clavada bajo la nalga derecha.

José Luis esperó allí ni más ni menos, debajo de la camioneta. Los hombres llegaron sigilosos y dando pequeñas voces de encarrerar camino a la Ciudad de México. Pero en tanto subieron al vehículo, bajaron los cristales de la puerta y echaron al polvoriento camino sendas colillas de cigarro para encender otras y, degustar el buen trabajo realizado hace unos minutos con el viejo que con cara color requesón, obligado esperaba a espaldas de ellos un destino incierto.

José Luis con goterones de sudor en la cara, sin encontrar aliento; descolgó como pudo la mochila azul de sus hombros y sacó un machete largo y afilado de entre sus hilachos; camisas y calzoncillos. Se enderezó de lado del conductor, abrió la puerta de la camioneta a una velocidad sorprendente; propinó en varios gritos y muestras de terror, machetazos que surcaron el aire cargado de pavor y sangre. Los hombres estaban irreconocibles dando sus últimos respingos como de pollo descabezado y acabando en resuello; partidos de piernas, brazos y rostro, completamente desfigurados. La estampa fue dantesca para el mensajero que tenía el rostro salpicado de sangre y, en los labios aún se le puede ver en la brizna del recuerdo, cuando cuenta la historia una mueca de terror y la gangrena subiendo más rápido por su pierna derecha llena de cataplasmas.

En una vereda, cerca de una pila de piedra y sin agua, José Luis bajó a Faustino todo acalambrado de espanto; lo recostó en el tronco de un sabino, le desamarró las manos de un hilo grueso cañamo y, le colocó a su lado la muestra del crimen que aún tenía trozos de carne e hilos de sangre en la parte del mango, además, de un reluciente y nuevo azadón. A los dos extraños los despeño en pedazos en una barranca localizada a unos tres kilómetros de la comunidad de Almoloya; les hizo acompañar con una cruz de mezquite hecha con dos varas grandes, acto seguido, levantando polvo se siguió de filo en la camioneta negra hacia la ciudad con un adiós de mano muy de él.

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