miércoles, 5 de enero de 2011

El bar y los viejitos



Se dice, se rumora en México, en una universidad autónoma, sitiada en un lugar más acá que de allá del Río de Los Remedios, cuyas calles se me pierden, nadie podía entrar a aquel bar con una mujer, porque quedaba embarazada; asunto que tomo en serio ahora que veo las notas periodísticas que ha publicado el diario de mayor circulación nacional en el país, pues, las fotos se ven claras , atrapadas en la luz cándida del momento; son la primera plana de otros y varios periódicos y semanarios en puestos de revistas. Son el morbo de la gente, de la gente que atenta sigue los titulares o encabezados de las publicaciones vespertinas. Uno de ellos dice: INFLADOS POR EL MISMÍSIMO GAY.

Alrededor de aquella universidad, antes que sus secretarios y académicos y el propio rector, alzara la mano y voz para cerrar y prohibir la apertura de nuevos bares y discotecas, despachaban música, alcoholes y cervezas a todo joven que bien lo solicitase con buenos modales y papel numerario o el brillo contante y sonante que mueve al mundo, dinero.

En el bar llamado el Carajo, antes de que se sucintaran los embarazos inexplicables, atendían dos viejitos con aspecto de mala muerte que se complacían en haber alcoholizado a los jóvenes para que a rastras fueran dando tumbos hasta algún taxi o patrulla que transitara por la avenida, en plena inconsciencia o abstracción de sus embotargados sentidos. No sé por qué se complacían riendo a bocajarro, hay algunas personas que se ríen de las exhibiciones e incongruencias de un borracho y les da gracia verlos sosteniéndose de una pared o poste de luz, o diciendo algún chistorete al que pase del otro lado de la acera. Sea cual fuere la causa o motivo de la risa, este par de viejitos se complacía emborrachando y perdiendo a todo joven y jovencita que se adentrara o servirse en su miserable barcillo y por todo lo que se decía y murmuraba en las casas y negocios vecinos después al otro día, sábado por lo regular, era que la música se tornaba cada vez más siniestra y apocalíptica en esa horas de viernes, de noche. No obstante, no presentaban alguna denuncia ciudadana ante la delegación o alguna autoridad competente, debido a la inevitable corrupción en estos asuntos, de giros negros y el crimen organizado tan en boga, y a que el bar era muy miserable y estaba metido entre calles descuidadas y por tanto poco transitables. En verdad, que los vecinos allegados a este sitio les molestaba la música y presencia de estos dos viejitos, tenían un miedo inexplicable al confrontarlos y en vez de enfrentarse a exponer y exigir una pronta solución, se ajustaban al cuidado de que sus jóvenes y niños nunca pisaran ese barcillo de mala muerte, mal ubicado entre esas maltrechas y pestilentes calles cercanas a la universidad y acopio de basura de barrenderos, cuando por casualidad inevitablemente se oía algún grito, algún llamado desgarrador, los vecinos se lamentaban con impotencia y golpes de pecho o se remediaban mirando al cielo y alternativamente a sus hijos jugando pelota en el jardín dentro, pues, los vecinos de allí cerca eran pasivos, callados y conformistas y no les importara que se cayera el mundo si era un mundo de al lado.

Cierto día en la universidad hubo una espontánea convivencia de tribus urbanas, llegaron un día después que la visita de Marcos, el chiapaneco zapatista; llegaron dando voces desde jóvenes de clase alta a chicos de clase media y baja, también, jóvenes en estado de calle y pobreza extrema, flacos y bien comidos. Los unía el gusto por conocer mundo, a pesar de su vestido y su forma de hablar. Eran muchachos y muchachas de entre 18 y 26 años, diferentes a los porros y bandas organizadas para destrozar o robar al prójimo. Aplaudían la música, los gustos y géneros de su diverso y contrastante repertorio. Intercambiaban prendas, fotos de tatuajes y bordados y uno que otro abrazo efusivo. Nadie en toda la universidad y sus alrededores sabía a ciencia cierta de dónde venían estos jóvenes tan sociables y comunicativos, pero a claras se veía que eran dados a querer, a perdonar y a rezar a un Dios que vivía bajo la Tierra, se hincaban y con ambas palmas de las manos cubrían sus ojos y de sus labios al suelo rezaban oraciones extrañas, de otro idioma muy lindo y raro. Había un jefe de todas las tribus urbanas que vestía con una indumentaria hecha de todas las características de sus seguidores: accesorios y tatuajes en manos y cuello, pantalón de una pierna, apretando y de la otra, flojo; cabello lacio de un lado y crispado del otro; en fin, el hombre era un collage de modas e ideologías.

Se encontraba en esta singular convivencia de tribus urbanas un par de homosexuales que gustaban de ser travestis también. La belleza no había sido amable con ellos, aunque las hormonas que ambos géneros se inyectaban, los hacía poseedores de singulares senos y caderas ondulantes y atractivas; cuando se es hombre cabal se sabe reconocer la belleza del cuerpo femenino en un sentido pleno de ser y no ser. Así, el par de homosexuales a quien sus compañeros varios llamaban Afroditas, sonreían cada vez que estaban juntos y entristecían cada vez que se separaban, cuando algún contratiempo se sucintaba en evento y convivencia como tal ocurría en la universidad.
En las horas siguientes de la tarde para ser noche, un Afrodita no pudo encontrar a su pareja, al verlo sollozando a mitad de avenida, los vecinos de por allí, le hablaron del bar y los dos viejos con aspecto de mala muerte y de la música apocalíptica que se oía en todo su esplendor los viernes por la noche. Al percatarse de lo posiblemente ocurrido, sus sollozos dieron paso al lamento más desgarrador no escuchado desde hace muchos años de creada la voz en la Tierra, y finalmente a los singulares rezos al ras del suelo.. Se hincó y pronunció el lenguaje para los cercanos allí desconocido; aunque no pusieron oído y atención por descifrar algún contenido ya les desbordaba de miedo los gritos y lamentos terribles que salían del barcillo que en la esquina presumía en letras fosforescentes, El Carajo. Todo era confuso, extraño, fuera de sí, pero tan pronto como el homosexual Afrodita hubo inclinado a ver a los pocos curiosos que no corrieron a meterse y encerrarse en sus casas; apareció la luz de la luna teñirse de rojo en singular silencio y el viento endulzar las cosas, desde una hoja de árbol hasta un objeto expuesto. La casualidad busca a la suerte, pero en cosas del destino los fenómenos de la Madre Tierra no juegan a engañarnos con espejismos.

A esas precisas horas de saberse noche, las tribus urbanas se fueron hasta perderse en una esquina, donde cambiaba de nombre la colonia y los vecinos se sintieron bien al no escuchar aquella vez la terrible música de los viernes y las quejas y lamentos cercas de sus puertas para morir en las banquetas al otro día.

Por tanto los universitarios se fueron a sus destinos como quien acaba de salir de un templo de sabiduría y espiritual, los vecinos durmieron satisfactoriamente. Y de aquí al otro día que al salir de sus casas sintieron la lucidez de la confesión. Fueron a llamar a policías y autoridades competentes para rendir declaración de lo sucedido; los universitarios hablaron un lunes coincidiendo en ambas partes declaratorias.

Mucho se ha hablado de los viejitos desnudos y colgados de las lámparas en el bar El Carajo y de sus vientres inflados con aire, castrados en forma terrible. En cuanto a sus miembros, se supieron desaparecidos.

Al fin y al cabo, todos los bares fueron cerrados y prohibidos cerca de aquella universidad autónoma, como también, en bares y discotecas de casi todo México está prohibido poner música apocalíptica a mujeres y niños.

La noticia ha corrido como pólvora por todo el mundo, pero aquí en esta colonia situada más acá que de allá del Río de Los Remedios, se dice, se rumora.

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