miércoles, 5 de enero de 2011

En esta cafetera, está encerrada la muerte




A cada rato oigo su espantosa guadaña golpear y golpear el recipiente. Está desesperada, clamando de dolor, de tanto hervor en el fogón que está dentro de jacal tiznado de mi abuela. Aquí adentro se está consumiendo en fuego vivo, en sus propios ruidos que son: maullidos, ladridos, voces desconocidas como de inframundo, hasta quejidos y jadeos como de muerto. Son ruidos tan extraños que el mero rasguño insignificante me estremece, parándome los nervios del corazón. Después, me dan unas ganas incontrolables de ver sangre, de matar y descuartizar a alguien; como a los tres gatos de la casa vecina de ayer. Siempre me acude ese sentimiento, cuando huelo el aroma a café impregnado en el cuarto viejo de mi abuela moribunda; que ahora, está transpirando el sudor de aquella semilla maldita como el olor negro de la muerte de algún perro callejero, pues se encuentra envuelta en sábanas y cobijas, muriéndose lento, lento, lento.

Mi viejita no sabe de eso, que en su cafetera oxidada se sirve la muerte. Ella es una mujer mayor, destrozada de dolores, menudita y blanca como la leche, su cabello parece algodón virgen, pues siempre le gusta tomar su desayuno; sin que le dé el polvo del campo, o el sol incipiente, se come su concha dulce y su café de siempre, pero yo sé, que día a día se bebe un trozo de muerte, trago a trago se le está metiendo dulcemente.

Cada vez que entro al cuarto, encuentro una vieja moribunda, la veo más flaca como la muerte, también veo en sus ojos: pequeños trozos de huesos negros, como pequeñas cuencas de un infierno apagado; con cadáveres en putrefacción y esqueletos diversos de animales, hombres, mujeres y niños; pero, que su mirar es mágico e hipnotizaste como el café mismo, malditos sean sus ojos cafés, sus movimientos malditos, malditos.
Confieso que hace una semana me atreví a tomar café caliente. Pues, fue tiempo de lluvia y frío, pero qué mal, que no he podido sacarme de mi pecho, estos gritos desgarradores y de escalofrío, es por eso que estoy dispuesto a tirar la cafetera al río, para librarme de esos alaridos que tengo dentro, que claman de tanto dolor y agonía prolongada e interminable, pobrecita muerte, vulnerable.

Estoy más que dispuesto a tapar con un costal la cara de mi abuela, hasta dejarla sin aire. Creo que también la voz de la cafetera se le ha metido en el pecho, cuando termine este escrito, pondré fin a esos alaridos, que salen del cuarto de mi abuela moribunda y acabaré la historia, dónde está encerrada la muerte, pobrecita muerte, pobre.

Será la primera vez en años en que pueda dormir tranquilo, porque detesto el insomnio, esos quejidos que salen de aquella cafetera, pero a veces me conmueven y espantan, a veces, porque esto no es un cuento chino ni un poema, sino una plática de café que nadie quisiera escucharla ni leerla siquiera.

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