miércoles, 5 de enero de 2011

El aroma


Hablarles de Faustino es hablarles de un hombre responsable y trabajador, albañil de oficio, bien que no tuviera un lugar y salario establecido. Andaba ocupando en las obras, o sea que, trabajaba para las grandes empresas de construcción, siendo su especialidad el trabajo del cincel sobre el concreto. Recios músculos de brazos y espalda y grotescas manos como las suyas para la dureza del concreto empecinado. Con más confianza en sí mismo y ayuda profesional hubiera sido un grande en el boxeo; tal vez hubiera llegado hasta Las Vegas y por qué no... Campeón mundial en su categoría de peso pesado, pero a los treinta y seis años seguía dale que dale a la tabla roca y diferentes canteras; abrazando al cincel y al mazo como sus únicos compañeros para ganarse el pan del día a día.

Faustino, de vigorosa complexión, semblante endurecido y tostado por el sol, tenía por pareja a un hermoso muchacho y atlético de envidia. El joven, de origen georgiano, había hace muchos años aspirado con su singular y atractivo porte, a un estrellato de Televisa o al menos de TV Azteca. Espero y espero hasta los veinte años, una audición, un casting o alguna portada en cotizadas revistas de moda y glamour. Resignado al fin, aceptó nerviosamente a Faustino, en unión libre se dice hoy.

El georgiano se resignó a no más reflectores, no más ilusiones de fama en pantalla chica o grande. Sin embargo, su pareja –fuerte trabajador aún– carecía completamente de influencias y medios para lanzarlo al estrellato. Por lo cual, mientras el albañil trabajaba limpiando su cincel, mazo y demás herramientas, él, acodado sobre la mesa, alternaba su mirada entre su pareja y el conductor del momento, Marco Antonio Regil que era la voz del televisor encendido.

– ¡Y tú no hablas ni hablarás…! ¡Más que contigo mismo…, con tu martillo y… pica hielo…! –gritaba como asqueado de sus palabras el georgiano–: ¡Canija tu vil existencia cabrón! ¡Jodete y no me hables ya!

Faustino, buscando en su caja de herramienta, no cesaba de hacer ruido y remover sus predilectos hierros de trabajo.

–Hago, sin embargo, cuanto pueden estas manos y estos riñones –decía Faustino al fin con más pena que tristeza.

–Bien sabes tú que… ¡No tienes nada que ofrecerme! ¿Has visto cómo vivimos?... ¡Me da lástima tu infelicidad que también es mía!... ¡Pobre diablo! –expresaba al rato el georgiano, yéndose a paso largo a su cuarto al fondo, agitando al mismo tiempo su melena enrulada.

De dinero cuanto ganaba Faustino, no obstante, era para el georgiano. Los fines de semana el albañil trabajaba como bestia, descargando pesados bultos de cemento Tolteca a fin de poderle obsequiar algún presente a su hermoso muchacho. Cuando el georgiano deseaba un perfume, un reloj o algún traje – ¡y con cuanta pasión deseaba él!¬ trabajaba hasta anochecer en una actividad cualquiera que tuviera que ver con la reconstrucción de andamiajes o remachando láminas para autobuses de un paradero de quinta avenida. Después había sofoco y dolor en costillas, manos y garganta; pero el georgiano tenía la fragancia fina que deseaba, siempre quería perfumes exquisitos y caros, siempre.

Poco a poco al joven muchacho, el olor a finos perfumes se le fue haciendo una manía, por no decir una costumbre enfermiza. Pero cuando la botellita del selecto aroma, no había llegado a sus blancas manos, caía más hondamente en la decepción de su hombre fuerte y trabajador que casi todo lo que prometía, lo podía. En tanto, se bañaba con el perfume la ropa sastre, lavando sus manos con agua colonial. Faustino se acercaba a oír sus sollozos y lo hallaba metido en el baño sin querer escucharlo; se iba respirando tristeza. De esa tristeza que frustra pero no ata los dedos, ni las ganas para hacer algo y suplir el embarazo, el problema. Los quejidos subían con esto, y el albañil se sentaba a limpiar su herramienta en un sillín que bien conservaba en el recuerdo azul primario de su adolescencia.

Esos sucesos se repitieron una y otra vez tanto que Faustino, no acudía ya a consolarlo. ¡Confortarlo! ¿De qué? Si el georgiano estaba ya enfermo, deliraba por oler a perfumes finos; estrellando en la pared botellas de colonia común o de poca monta, sólo bañándose el cuerpo con aromas finos y caros que bien distinguía ya su agudo olfato de rasgos europeos.

Faustino se había convertido en un hombre indeciso, irresoluto, silencioso y al extremo callado. El georgiano le había insultado, denigrado, ofendido del todo. Pero el albañil trabajaba desde las seis de la mañana hasta las nueve o diez de la noche y su muchacho tenía una botella de perfume fino para esparcirlo en todo su bien formado cuerpo y parte de su habitación, y por ende una buena noche, un buen sueño.
La vanidad tiene alas y el georgiano en verdad era atractivo. Porque pensaba que su hermosura eran los perfumes que Faustino le traía del centro de la ciudad. Lo esperaba con apremiante desesperación y apenas identificaba un buen aroma en el frasco, corría al baño y diluía su contenido en el agua tibia de la tina. Luego, un baño feliz… para mañana un ataque de lamentos, de palabras hirientes a Faustino y que le recalcaban su miseria y que pronto lo dejaría solo; tirándole al excusado la pesada caja de su herramienta que limpiaba minutos después, como animalito salvaje pero manso.

–Y no vengas al cuarto, puerco asqueroso, fracasado –dijo terminante antes de cerrar la puerta el georgiano.

– ¡Sí, amor, que descanses! –repuso Faustino con voz presurosa, después encorvándose más sobre su banco de trabajo.

El georgiano se iba enojado a dormir a su cuarto; lleno ahora de olores tan confusos y bochornosos. Pero Faustino no durmió, de pura tristeza limpió y limpió la caja de su herramienta con sus manos llenas de vigor, pero temblorosas por el ultimátum de quedarse de pronto, algún día solas.

A las tres de la madrugada Faustino pudo dar por terminada su meticulosa tarea, sus cinceles, llaves, plomos y demás, resplandecieron de limpio. El georgiano dormía embotargado de olor en su cuarto; adornado de pequeñas lunas y estrellas azules pintadas en las cuatro paredes, por todos lados, hasta había algunas entonadas en el techo. Entró con paso sigiloso. Contempló la espalda y hombros atléticos de su joven muchacho, hizo a un lado la sábana para mirar sus redondas y blancas nalgas.
El georgiano no se movió ni tantito, nada.

El olor a perfumes enrarecía los sentidos. El rostro endurecido de Faustino adquirió un fulgor instantáneo, sumergió el resplandeciente cincel en el cráneo del georgiano, rematando con otro golpe más fuerte con el pesado mazo que aguardaba en la diestra. Sólo un quejido ahogado por un borbotón de sangre se escuchó, se desencorvó la espalda, las manos se sacudieron y después nada, de lo que se dice nada, ni un quejido, ni un corto lamento, ni la remonta quimera de un suspiro suspendido en el silencio.

La cuchilla de acero quedó olvidada por unos pasos que salieron silenciosos a perderse en la oscuridad.

Se dice que el aroma de aquel cuarto por la noche es insoportable y los muchachos que se atreven a dormir allí, al otro día, desgraciadamente ya no siguen siendo los mismos. ¡Oh, vanidad tienes alas!

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