miércoles, 5 de enero de 2011

Muerte feliz


Sábado, 6:00 p.m.

Escribo su nombre y es Fortunato… abre los ojos, tiene en las pestañas y en las cejas todavía el maquillaje de ayer, se incorpora de los cartones, papeles y periódicos que le han servido de superficie de tregua, de descanso, pero aún tiene adolorido el cuerpo y el sueño más pesado que se pueda imaginar desde que lo dejó su intimo compañero Juan Carlos.

Para Fortunato los autos se han hecho imprescindibles para conciliar el sueño debajo del puente; les son tan normales que cree haber existido al mismo tiempo que sus ruidos. Cada una de sus manos se coloca en un ojo. Limpia sus lagañas. Frota su adolorida nariz. Aplana su crecido cabello para poner un mugriento peluquín color azul encendido que saca de una mochila de tirantes amarillos. Tiene puesta la ropa sucia y rota de su oficio, y, sus grandes zapatos color rojo bombero. Enseguida vuelve a su estado de reposo, mira el cielo ahíto de luz, toma el pedazo de una esponja grasienta y vieja que coloca bajo su cabeza. Torna a preparar sus oídos al ruido, a la inconsciencia del sueño.


Domingo, 12:00 p.m.

Fortunato sigue allí, debajo del puente. Los ladridos de un perro a otro perro lo despiertan, como si su ex pareja le gritara al oído su nombre. Pero no es Juan Carlos, sólo ha estado soñando con él.

Ambos perros se alejan cruzando la avenida Central y con ello, sólo el ruido de los autos sobrevive.

Fortunato siente el desdoblamiento de sus intestinos, los oye, tiene hambre. No ha comido nada en tres días, únicamente conserva un frasco de maquillaje que no le apetece mucho, sólo para agrietar un poco más la piel de su rostro veinteañero y salir a trabajar rumbo al Metro Impulsora y luego, morirse de hambre a lado de los penetrantes olores de puestos con comida callejera.

No obstante, sin embargo, alucina un ángel blanco de lejos y se le quita por tercera vez la apetencia, el miedo y la vergüenza. Ahora los insultos de la gente, no los toma en cuenta; sigue contando sus chistes malos porque nada bueno queda en su repertorio tan malamente conocido.

¡Vaya tiempos en que sus chistes no eran tan malos y la gente no lo discriminaba por sus ademanes y preferencias sexuales! Pero, ahora con la alucinación del ser alado, la autoestima se le había elevado por los cielos. Consciente está en que sólo es por un tiempo aquel valor muy suyo, y apenas experimentado hace unos días.

Las oleadas del recuerdo arribaban a la mente de Fortunato. Juan Carlos había calado hondo sus sentimientos y es por eso que nuestro protagonista invocaba su nombre, su perdón, su pronto regreso; aunque bien sabía que era un imposible volverlo a tener como antes a su lado.

…Si les cuento de Juan Carlos, les cuento que se juntó con aquellos drogadictos de la avenida Hank Gonzáles y había cambiado mucho, tanto que su ropa de payasito fue sólo el medio para cambiarla por estopa, disolvente y pegamento, que pronto haría desconocer a Fortunato dándole una golpiza sin muestra de arrepentimiento.


Hoy, hace unos minutos.

Fortunato sube las escaleras hacia el Metro Impulsora. Cruza el torniquete por debajo; cuidando de no ser visto por el hombre policía que está atento en el paso de la gente por la otra entrada. Espera el convoy que le ofrece una nueva oportunidad para probar bocado: un pan, un taco, una tortilla. La gente se aleja de él. Le gritan algunos improperios y palabras hirientes que mellan su corazón pero no sus latidos, su espontaneidad, su atrevimiento de payasito.

El vértigo del tiempo sume todo en una mutabilidad constante. Todo es barullo y gente estorbándose. Fortunato observa de lejos la luz creciente dentro del túnel que comienza alumbrar los rieles del Metro. Un pitido se hace escuchar, pero es tarde, la gente salta de contento al ver al payasito acostado en los rieles.

Fortunato se complace haber logrado arrancar alguna risa en mucho tiempo que no lo hacía. No fue un chiste malo mi existencia, se repetía así mismo, pero el tren le ha pasado de largo y la vida sigue, la risa.

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