miércoles, 5 de enero de 2011

Josué y el ser maligno



Josué era ganadero relegado al cultivo del campo virgen. Sus brazos eran fuertes y sus manos curtidas en verdad. Su ganado día a día se multiplicaba. Pero una tarde de diluvio, la mitad de sus animales se le murieron. Josué y su familia sintieron tanto dolor y pena que pasaron largo tiempo sin asimilar la inutilidad de las trancas y los corrales. Un año después emparejaron las cabezas del número de animales que antes tenían, pero no hicieron más que ilusionarse porque otro diluvio se las arrancó, pudriendo todo pasto y alimento de campos y montañas. Tras otro año, los corrales se habían llenado de nuevo. Cuando Josué lo supo, alimentó a sus animales con las mejores hierbas y forrajes de la región, y los contempló llorando. Mientras permanecían así, su esposa, y sus dos hijos, Josué se preguntaba: “¿Hasta cuando me seguirán arruinando, Dios mío?”. Mas ninguna palabra o murmullo venía del cielo, pues la noche era alta y las estrellas tintineaban que daba un sentimiento entre esperanza y miedo.

Y al otro día en la mañana fue, por desgracia, como los otros años, un día de desgracia. Entonces, Josué dijo a su familia:

–Este lugar está maldito. Debemos ir a buscar otras tierras.

Empacaron mudas de ropa, y se pusieron a andar camino. Iban a pie sin descanso, atravesando montes, bordeando ríos y acantilados, en tanto y por fin arribaron a una verde llanura rodeada de magueyes y árboles frutales. Josué calibró el clima y la humedad, examinó el cielo y la forma de las nubes aglomeradas al fondo del llano, para finalmente decir:

–Hemos llegado, vivamos aquí. Es buen lugar.

Fue al monte a cortar árboles para construir su casa. Cuando llevaban un par de meses viviendo tranquilos, observó que el viento desmenuzaba la tierra, dejándola sin humedad para germinar semilla alguna. Entonces, dijo:

–Necesitamos arado y agua para avivar esta tierra. Me voy a conseguirlos, familia. Si antes de mi regreso, nuestras tierras son un desierto, deben replegarse hacia el bosque. No dejen rastro en su andar, no hagan ruido ni humos, pues de lo contrario, la desgracia nos seguirá por siempre.

Su familia acató su orden. Él se puso el sombrero, preparó su machete y partió a guarache veloz su camino.

Cuando el viento de la desgracia arremolinó la esperanza de la familia, Josué se hallaba todavía rumbo al primer pueblo, buscando la yunta y el sistema de riego. Su familia se replegó con sigilo y cuidado al bosque. Racionaron la comida, apretándose las tripas con las ganas de no malgastar sus energías. Gimotearon el regreso del padre en lo más profundo de su corazón, pero él seguía muy lejos. Caminaba remoto entre las altas milpas.

Entonces la familia suspiró, jadeó, lloró de hambre:

–Josué, esposo, regresa, ¿cómo nos has dejado, Dios?

Apenas pronunciaron estas palabras, cuando apareció un hombre de entre los árboles. Aunque aquel ser tenía figura humana, en realidad era el diablo:
–Familia del hombre –dijo–, puedo ayudarlos.

Apareció de entre sus manos: frutas lejanas, y agua dulce, cuando las hubo servido, indicó:

–Muy bien, ¿tienen hambre?

Los niños respondieron que sí. Pero la madre le dijo al ser con cuernos y cara roja:
–Vaya lejos, no aceptaremos, aunque sea la última oportunidad de vida.
Entonces el ser, respondió:

–Si quieren comer, bailen y canten a mi alrededor. Luego, regálenme algo de corazón.

–Lo distingo bien, usted es la desgracia que nos viene siguiendo, es la muerte y la desolación –gritó la señora, apretando a sus hijos contra su pecho–. ¡Váyase!
El ser rojo se carcajeó con sonoro estruendo, y finalmente contestó:

– ¿Qué me retire? ¿A dónde y por dónde? Estoy muy a gusto de estar aquí. Sólo quiero gozar de la simpatía de alguno de ustedes.

Comió fruta y se refrescó los pies huesudos con agua dulce, para luego descansarlos sobre un tronco viejo. Al día siguiente estaba allí, contemplando a la familia hecha un ovillo sobre la hierba.

–No les voy a dar ni la oportunidad de tomar agua de rocío –sentenció el diablo.
Corrieron los días, cuatro, cinco, seis. La señora y sus dos hijos se estaban debilitando poco a poco, enflaquecieron y sus huesos perdieron la densidad que pudiera tolerar un cuerpo humano. Los niños empezaron a gemir y a llorar dando patadas contra su madre, que ya no tenía fuerzas para sujetarlos. Pero ni un instante apartó su brazo de ellos, suplicando con rabia y coraje que se aguantaran hasta la llegada de su padre. Aunque a lo lejos sólo se veían nubes blancas sobre el camino desierto. Toda esperanza se difuminó.

Aquella misma tarde, cuando Josué había llegado al pueblo, escuchó un murmullo entre las aguas del rio, las rocas le silbaban un mensaje:

– ¡Regresa! ¡Regresa! ¡Regresa!

El cuerpo de Josué se avispó, alquiló un caballo pura sangre, y espoloneando a toda prisa regresó camino. “Mi familia está en peligro”, pensaba en cada tramo que recorría. Y a todo galope, sin preocuparse de los desgajamientos de cerros y acantilados, retornó. Atravesó el bosque con la premura que el viento tiene al saltar las matas y las rocas más altas y empecinadas. Por fin se encontró con el claro del bosque. Su familia estaba tumbada bajo el follaje de un portento árbol del tamaño de una casa. El ser maligno, frente a ellos, sentado en una roca, esperaba. Dijo a Josué al verlo:

–Bienvenido sea el mayor de esta desgracia. ¿Has traído la esperanza para que pueda vivir tu familia?

Josué le contestó:

–Te traje un caballo pura sangre. ¡Es un caballo para ti, para que nos dejes vivir! Además, traigo el filo de este machete si no aceptas. Pero deja a mi familia.

– ¡Cálmate! ¡Cálmate, hombre! –replicó el otro–: Acepto tu trato, dame el machete y tu caballo.

El ser trepó al animal y, antes de salir del bosque, había desaparecido. Josué atendió a su familia, y gozó de felicidad al tenerlos. Al otro día regresaron para quedarse para siempre en el pueblo.

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