jueves, 17 de febrero de 2011

Un águila enjaulada


Yo la vi. Cierto día amaneció dentro de una jaula. Los barrotes eran de polvo del auténtico oro. Iba sobre hombros de individuos de piel negra. Reyes de todas las Américas, y diferentes partes del mundo, se postraban de rodillas para admirar su mágica realeza. A los lados en donde caía una pluma suya, brotaba una escalera al cielo, para luego desbaratarse en cuanto alguien quisiera treparla por todos los medios posibles y por haber.

De repente, en un día doscientos el águila amaneció horrible, sus plumas dejaron de brillar; se opacaron y comenzaron a caer al suelo sin que nada volviera a germinar, sólo polvo y sequedad. Todos creyeron que necesitaban condenarla a la libertad. La anestesiaron para limpiarla de pico a pa, la metieron en una bella y amplia jaula que mil hombres pudieran cargar, le trajeron frutos frescos y el aire de bosques y selvas, natural. Sin embargo, su plumaje seguía marchito y ahora, cada vez que una insignificante plumilla caía al suelo, brotaba un enorme y grueso muro que separaba a los hombres en la Tierra. Pero sus ojos prolongaron la admiración de todos los mortales de poder y majestad. Además, continuó dando vueltas al mundo con una triste elegancia de hombre en su mirar. Yo la vi. Aunque a nadie le pasó por la cabeza, que el águila sólo anhelaba tener los brazos fuertes de aquellos individuos que la cargaban para llevar a donde quisiera su propia jaula.

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