
Yo la vi. Cierto día amaneció dentro de una jaula. Los barrotes eran de polvo del auténtico oro. Iba sobre hombros de individuos de piel negra. Reyes de todas las Américas, y diferentes partes del mundo, se postraban de rodillas para admirar su mágica realeza. A los lados en donde caía una pluma suya, brotaba una escalera al cielo, para luego desbaratarse en cuanto alguien quisiera treparla por todos los medios posibles y por haber.
De repente, en un día doscientos el águila amaneció horrible, sus plumas dejaron de brillar; se opacaron y comenzaron a caer al suelo sin que nada volviera a germinar, sólo polvo y sequedad. Todos creyeron que necesitaban condenarla a la libertad. La anestesiaron para limpiarla de pico a pa, la metieron en una bella y amplia jaula que mil hombres pudieran cargar, le trajeron frutos frescos y el aire de bosques y selvas, natural. Sin embargo, su plumaje seguía marchito y ahora, cada vez que una insignificante plumilla caía al suelo, brotaba un enorme y grueso muro que separaba a los hombres en la Tierra. Pero sus ojos prolongaron la admiración de todos los mortales de poder y majestad. Además, continuó dando vueltas al mundo con una triste elegancia de hombre en su mirar. Yo la vi. Aunque a nadie le pasó por la cabeza, que el águila sólo anhelaba tener los brazos fuertes de aquellos individuos que la cargaban para llevar a donde quisiera su propia jaula.
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