sábado, 26 de febrero de 2011

El vecino


Marisol, Diana y Cindya eran tres jovencitas lesbianas. No pasaban de los veinticinco, cuantimas se acercaban entre los 23 y 25 años. Tenían desde hace medio año como punto de reunión la cama de Diana, ubicada en un departamento de la Narvarte, pues allí el silencio y la discreción son ingredientes necesarios para su cuestionada relación, pese a que en el Distrito Federal se halla legislado en materia sobre sexos.

Un domingo en plena tarde resignándose a la noche, después de haber disfrutado de una explícita acción sexual, Marisol comenzó a pensar en la vida de otros, diría bien al decir que comenzó a cavilar sobre los comportamientos y pláticas que escuchaba rumorar en los pasillos. Y reparó en que los hombres no siempre tenían la culpa de ser infieles a sus esposas. Cindya constató que ella sólo concretaba a un hombre infiel si era bastante pasional, coqueto o, cachondo, un agente de ventas, se le había ocurrido, como el que tenían en el departamento de primer piso, más bien preciso el número siete.

–Claro, ese hombre posiblemente es infiel –dijo Diana¬–, a mí me ha coqueteado en el elevador y el otro día quiso ofrecerme una tremenda secadora de pelo, a un precio exorbitante.

–Sí, posiblemente le ponga los cuernos a su esposa; pobre mujer la veo tan aplastada con eso del matrimonio y el hijo que espera, y nacerá pronto –añadió Cindya–. Es una mujer atractiva y de rara belleza, con ojos chispeantes. La he visto en el supermercado siempre lleva unos pantalones holgados y viejos. Creo sabe cocinar bien, por todo lo que lleva a cuestas, que condimentos, aquí; y carnes frescas, allá. Total, afanosa y amante de las laboras domesticas y el buen servicio de carne en la mesa. Una mujer como tal, tiene despreocupado al agente de ventas, sin duda, inteligente, bonachón y a todas luces infiel.

–Tienen un perro de meses, pero de enorme tamaño. Está siempre hambriento, gruñón y babeante –dijo Marisol.

– ¿Y qué puede ocurrir si el hombre le es infiel a esa sumisa y abnegada mujer? –intervino Diana un tanto indiferente a los chismes ya cocinados de siempre.

– ¡Ah, ya! Aquí está el asunto –dijo Cindya¬–, se me hace que la vecina abnegada tiene un cinturón de castidad, fabricado exclusivamente por el herrero de lado, amigo muy asiduo de este susodicho hombre, agente de ventas… El herrero aparenta una razón de ser y no ser, es afeminado y de un cuestionable amaneramiento en su forma de comportarse… Creo que el vecino se ha relacionado, más allá de amigo con el herrero, aunque creo su esposa se irrita cada vez que le sorprende rozándose las manos y fingiéndose miradas más allá del compadrazgo… Un día yo Cindya, soñé al vecino y al herrero intentando pararle la pinga el perro; estaban metidos en el ascensor, pensando que a esas horas no había nadie que pudieras verlos tendidos y manoseando al animal. Pero abrí la puerta manualmente y los vi como sólo ellos. Yo los saludé con amabilidad y, al momento di la vuelta, asqueada de ver tal acto. Y a raíz de ese sueño, no he vuelto a ver a la señora salir con la cuerda en la mano de un perro siguiéndole.

–Naturalmente se lo han prohibido el vecino y el herrero a la mujer, por eso de los celos que pudieran despertar a raíz de que el perro viera otros perros –terció Marisol.

–Presumamos que a ella le domina el terror hacia su hombre –supuso Diana¬–, pero… ¿y el cinturón de castigad que supuestamente trae la mujer?

Reinó el silencio y la incertidumbre.

En tanto, luego las tres lesbianas dijeron en coro:

–Seguro y piensan que un perro puede preñar a una mujer.
–Bueno, y si la señora espera en verdad niños con cara de cachorrito, ¿qué? –inquirió Cindy.

–Pues, seguramente –añadió Marisol–, también legislarán sobre eso los políticos del Distrito Federal, que en todas las posibilidades están metidos.

Las mujeres guardaron silencio, desnudas y pensativas, buscando alguna explicación a tal caso. Pero llamaron a la puerta y los ladridos de un perro no se hicieron esperar.

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