domingo, 20 de febrero de 2011

Hinds


Tal vez ahorita no pueda contarles muy bien como una crema mejoró mi vida, sino más bien como la cambió. Yo era uno de esos hombres que le prestaba más atención al trabajo que a la vanidad de su propio cuerpo, y por supuesto que mis manos no eran la excepción. Llegaba a la casa con el cansancio a cuestas de varias horas de trabajo en la calle. Lo primero que debía de hacer era experimentar el doloroso y ardido ritual de lavarme las manos con jabón ya sea de pasta o de polvo, finalmente comer.

Mis manos habían sufrido últimamente un trastorno o algo parecido a la resequedad, y como en mí la necedad puede más que los consejos juntos de mi madre y mi hermana; pues, que les rechazo el botecito de su crema Hinds. Les decía que en mí esas recetas de la abuela no funcionan, y prefería simplemente andar así que oler a chile. Muy dentro de mí tenía unas ganas enormes de meter mis manos en manteca, pero la mera verdad pudo en mí más el orgullo. Así pasaron unos días, no les exagero, una semana para ser más preciso.

Cierta tarde tuve que asaltar el tocador de mi hermana y llevarme poca de su crema Hinds en una bolsita. Era un botecito que dejaba ver la crema rosita, decía en una etiqueta: “Hinds, Clásica: para piel reseca”. Y que me la pongo, pero antes bien lavaditas mis manos, desmanchadas las uñas de toda pintura e inmundicia que obstaculizara la mencionada vitamina A, que contenía el cosmético. Vieran cuánto descansaron mis manos, el trastorno de la resequedad había disminuido. En mi trabajo comencé a usar guantes, y al otro día ya no me daba pena saludar a la gente. Mi madre y mi hermana creo se dieron cuenta, les agarró una risa, pero ni una palabra de ello en la mesa. No soy hombre que se jacte del cuidado de su cuerpo, pero sí puedo decir que soy un hombre que tiene unas manos dignas de estrechar sin pena y desencanto. Ahora estoy por casarme, y creo la suavidad de mis manos, influenciaron algo en su respuesta.

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