viernes, 16 de noviembre de 2012

La partida de Don Chucho

Ahora con qué cara encaro su muerte, Don Chucho. Yo no le llorado como y seguro le han llorado mujeres y hombres en su velorio y rosario. Un día de ayer me enteré de su muerte. Aquel día volaban gaviotas, tan alto como las nubes y tan bajo como las olas. Hoy me entero de los detalles, porque siempre el diablo está en los detalles, decía usted. Fue usted terco Don Chucho, en algo nos parecíamos. Me gustaban sus anécdotas, señor, sus sabios consejos, usted quería verme triunfante; nunca se le hizo verme así, sino sólo alegre y acelerado. Yo no le di nada a usted, señor; alguna vez le pasaba a dejar jugo de naranja o coca-cola. Pero nunca se me ocurrió ofrecerle algo decente. Y mire, ahora ya partió. Nadie habrá de resignarse, su hermana y su hermano ahora tienen los párpados rojos y desolados; miran su cruz y su soledad les marca las manos vacías, sofocan su espalda, agrietan sus sienes. Puedo decirle que me acostumbre a usted, a su Black-Berry sincronizado a la red pública y sus talachitas en la casa; sus gritos desesperados y madrugadores. Y ahora usted ha de estar descansando, acordándose de su propio entuerto, sus peregrinas acciones. Y es que usted es un andarín, que le gusta pasearse cual trompito maleado a perinola. Hoy quiero pedirle que, cuando yo llegue a ser muerto consagrado, usted me tenga un mapa del cielo para no perderme, seguro y usted sí lo hará, porque la obscuridad y la lejanía son temas que bien y hoy y siempre dominó. Me hubiera despedido de usted la última vez que lo vi todo cansado y débil, pero mis pensamientos no alcanzaban todavía a comprender que se fue y nada más queda recordarlo entre voces fugaces y montones y montones de afinidades y resignaciones.

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