lunes, 7 de marzo de 2011

Y, otro cuento del Jefe Diego


para el tabasqueño Andrés, porque solo él puede salvar al pueblo, porque él es el pueblo.


Aún sigo sosteniendo que Diego Fernández de Cevallos es un FARSANTE. Sí. Pido una disculpa a mi estimado, pero me arrebata la ira y el coraje por seguir viendo a México hundido en la corrupción, en el tráfico de influencias y, en el saqueo de un gobierno espurio; que aún solapa la existencia de la pobreza extrema ante la riqueza desmedida con su discurso oficial, para Vivir Mejor. Pero, sin embargo, todo es tan fácil de discernir, aunque la autocensura editorial de los medios mal informe al pueblo.

El tejido social se está deshilachando ante la absurda guerra contra el NARCO! Sí. He aquí que yo quiero limpiar las acciones de los hombres que están en plena lucha de sus convicciones y sus derechos; escondiéndose en las sierras, en los montes y en las selvas, con el imputado nombre de GUERRILLA y absurdas connotaciones de realizar SECUESTROS.

Recuerdo de mi abuela Mina el dicho: “El que se junta con lobos a aullar se enseña”. Y a todo esto, lo digo por el conocido “Jefe Diego”, que ayer domingo fue rescatado, desde su mismísimo nido de ratas; su lujosa mansión que poseía en la zona de Punta Diamante, en Acapulco.

Se dice que el caso comenzó en Querétaro a 25 kilómetros de la cabecera municipal de Pedro Escobedo. Ocurrió en plena noche 14 de mayo, en el Rancho La Cabaña… Fausto, el curtido vigilante de la propiedad a día y noche, escucha entrar la camioneta; el ruido de su motor le es familiar, dice en voz baja como temiendo despertar a alguien: “Eran como las 11:30 de la noche, verda que sí patroncito, guárdelo en esa cámara… dense clara cuenta que yo no miento… Bueno, ya entrada la noche…”

Diego llega sólo a su finca agrícola de sembradíos de alfalfa; en donde existen unas casitas cenicientas al centro. La luna ha remontado y su luz cae sobre sus hombros en rayos plateados. Maneja desde un restaurante en una camioneta Cadillac color arena. Exhibe en las manos más anillos que un Saturno en imágenes de texto actualizado. Deja atrás los alambrados de púas de los que últimamente ha estado muy orgulloso en ser el primero en importar a México. Hace frío, sopla el viento y la brisa se ha acumulado en el parabrisas, que casi siempre está cubierto de polvo. Un sudor fresco perla su frente, dejando tras de sí en cada acelere una densa polvareda.

Entra a su rancho por una vereda de terracería, va corriendo la mirada sobre el campo con un aire pensativo. No le ladran los perros, y esto le despierta cierta curiosidad. Sigue pisando afondo el acelerador al tiempo que comienza a reflexionar sobre los mejores momentos de su vida, además, de su retórica a sus colmados 69 años; misógina y racista.

Se estaciona casi junto a la entrada de la cochera. Todo es penumbra y silencio. Los arbustos de lilas le parecen más salpicados de blanco que de violeta; las flores que están a punto de abrirse le traen cierta melancolía. Pero una mosca o un mosquito; se agita zumbando en algún rincón. En tanto, olvida el pañuelo blanco de bastida para buscar algún puro cohiba dentro de la bolsa superior de su chamarra de gamuza. Se lamenta en voz alta al no encontrar cigarrillo alguno, pero al ver algo raro reflejarse en el cofre, interrumpe su soliloquio. Fija su mirada serena en el retrovisor más cercano. Tiene la impresión de ser el centro alrededor del cual se mueve todo. Aguza el oído, se enjuga la frente, y arquea el pecho. Comienza a hablar a la ligera como si continuara el hilo de sus pensamientos, dice: “eso es todo mi inconsciente… ya quieres tus ocho horas de atención en el solitario de la Narvarte, ¿verdad? O, ¿te estás revelando porque hago puras imbecilidades, contigo?”
Enseguida, se apea de la camioneta para recibir una violenta descarga de golpes en la cabeza con una A-K47. Trata de escapar pero es sometido por una mujer que le mete una funda marrón en la cabeza, y lo descalza. Varias manos lo suben a su misma camioneta y le palpan los brazos. Por fin, con un aparato para medir radiofrecuencias le han encontrado el microchip implantado en la espalda.

Son seis hombres los implicados. Diego se resiste a su desgracia. Cuatro de ellos proceden a sacarle el microchip con una navaja de bolsillo. Pero después de unos minutos están sacándole a sangre viva el aparato con unas tijeras que encontraron en la guantera, dice uno de ellos: “ande jefecito…, déjate y te damos un cigarrito; mira que los microchip son malos para la calvicie prematura y la barriguita satisfecha, eh”. Suenan grandes carcajadas falsas que quedan suspendidas sobre sus hombros… Total, le sacan el chip con el mismo entusiasmo salvaje, con el que botan a un golpe de pulgar fuera de la ventanilla.

Diego es bajado de la camioneta para obligarlo descalzo a andar rumbo a un carro negro que, en tanto ha llegado con tremendo sigilo entre la yerba, y con las luces apagadas. El dolor hacer que la frente se le llene de sudor, el viento más pesado de su vida le cae sobre la cabeza, y le sopla el cuello. Las hojas secas crujen bajo cada planta de sus pies, pero nadie se da cuenta de su propio terror que le paraliza el habla, y le apura su delicado corazón propenso a infartarse en cualquier momento de dicha o desdicha.

Todo ha cesado, no se mueve ni una sola hoja ni una brizna de alfalfa a su favor. Se vuelve más profundo el abismo que lo separa con el mundo leal, bueno y sincero. Pero, sin embargo, germina en su corazón un remanso de fe que lo consuela a seguir adelante, sin oponerse a las órdenes de sus agresores; demostrando su capacidad de llanto y sufrimiento en silencio antes de llegarles por la ineludible negociación; caso muy dado en él, porque siempre ha vivido con la filosofía de que todos tenemos un precio, todo en esta vida tiene un precio y hay que pagarlo, reflexiona, apretando con los labios la funda que cubre su rostro.

Diez minutos después, todo Diego seguía dando tumbos a troche y moche. Su cabeza y espalda; recargadas sobre los sillones del vehículo, desangrándose. Pero reinaba el completo silencio, desde el conductor y demás hombres en el lugar copiloto, hasta ambos que detrás lo iban sujetando.

Finalmente, como arte de magia se hizo el camino liso. Brincan la autopista federal 57 más de prisa que de costumbre. El cielo, muy estrellado, parecía haber descendido sobre el asfalto poblado de ruidos nocturnos, y moscos estampados en los faros y el parabrisas.

Otros minutos más, todos se pierden en la obscuridad y el silencio de las altas horas de la noche. Van cruzando ríos y bajando laderas montañosas de la Sierra Gorda; hasta el otro día que se hace pública y en primera plana “La desaparición del Jefe Diego”.

Se levanta entonces una polvareda de rumores, hipótesis y declaraciones; desde las visibles manchas de sangre dentro del vehículo, hasta las incompletas huellas dactilares dejadas en la carrocería.

Dos helicópteros color haba y franjas negras del ejército mexicano, vigilan el área pero Cevallos no aparece. El escuadrón estatal de perros policía, peina la zona confirmando su plana desaparición de predios queretanos por rodadas de neumáticos de una todoterreno. El trino de los ruiseñores viene desde el estanque, pero aún así puede sentirse la muerte en toda la finca, la tristeza y el horror flotan en el aire y la hierba cubierta de rocío. Ahora sí, los ladridos y el monitoreo a un microchip solitario dejan caer el comienzo de un mal augurio.

Para no ir más lejos, a las diez de la mañana, Diego es desamarrado de la silla y despojado de la funda. Hace una mueca como si experimentara un dolor físico. Segundos y, pasa el eclipse de sus ojos brillantes y húmedos. Pero la sangre se le enloquece, se le hace nudo en la garganta, y se le agolpa en las sienes. Se pone como turbado, dejando caer torpemente los brazos. No pudo completar la frase porque en ese momento le pasa un calosfrío de indescriptible terror por la espalda, cascándole la voz. Al frente ve a su aparente amigo, Joaquín el Chapo Guzmán; y a su finísimo cliente, Nacho Coronel; ambos con las manos en los bolsillos de la chaqueta y los pies ligeramente separados.

Aunque pronto estos hombres, le ajustan las cuentas del pueblo con un revés sobre su cara, alzando los hombros y meneando la cabeza. Y finalmente, yéndose ambos ofreciendo el paso con insistentes reverencias hasta llegar a un sillón algo retirado de él, entre sonadas carcajadas de triunfo y felicitaciones.

El sol se ha puesto ya detrás del cerro. Las nubes se ciernen cada vez más abajo anunciando un mal tiempo. Diego grita con un dolor creciente, con un terrible arrebato que marca con sangre las profundas arrugas de su entrecejo, llevándose la cara entre las manos, y pidiendo perdón. La piel de la cara se le pone tirante sobre los huesos, los ojos se le humedecen, doblada la barbilla sobre el pecho y acepta escribir. Enseguida, el Chapo le ofrece una pluma y una hoja para comenzar el recado a su agitada, y preocupada familia de Monterrey. Pero el queretano tiene un golpe en la cabeza y, un tremendo dolor en el brazo y la espalda que lo imposibilita, haciéndolo vomitar sangre con la cabeza inclinada al frío suelo de piedra.

Al otro día los medicamentos le han calmado el dolor. Pero ahora le duele el corazón, está pálido y, le tiembla constantemente el labio inferior. En tanto, redacta la carta dirigida a su hijo mayor, escribe: “Mis captores no les corren ninguna prisa, lo mismo les da mañana que dentro de cien días…” Concluye sin fuerzas para llorar.

Horas más tarde, ponen de pie al capturado para colocarlo frente a una pared cubierta con una amplia bolsa negra, vendado de ojos y sujetando el periódico que tanto ha pregonado su desaparición a nivel nacional con la rapidez de la pólvora en el aire. Le disparan flashes que firman luego como “Misteriosos Desaparecedores”.
Nacho Coronel negocia el trato con la familia, pidiendo hermetismo total. Exige en letras parejas y gordas: “Sin datos, pistas, filtraciones, o exclusivas; porque, si lo hacen no habrá episodios ni escalas; verán la muerte de su padre en vivo y en directo… Un enternecedor saludo, y seguiremos informando”.

Mientras tanto, en una casa de seguridad de la PGR, Salinas de Gortari ha vagado como una sombra desocupada, sin pensar en nada. Aunque, luego con una llamada presiona la máxima discreción de los medios y la opinión pública, para salvaguardar la vida de su íntimo amigo. Desiste desplegar operativos de búsqueda con el FBI, y la DEA, sólo ateniéndose a esperar la negociación del cuestionable secuestrador, murmura entre sí, no es una decisión fácil, pero sí firme. Sigue meditando el asunto y revolviéndose en la silla, mientras afirma con un suspiro, y abraza a su único hijo que juguetea a sus pies.

Justo una hora después, Coronel esboza una sonrisa diabólica acariciándose el negro y cuidado bigote. Con un leve y significativo ademán, ordena papel y pluma. Se arremanga la camisa a cuadros, y hace llegar otro comunicado absolutamente confidencial al hijo mayor de Cevallos. Sin embargo, la respuesta es interceptada por el comandante García Luna en sus instalaciones subterráneas; que enseguida emprende la búsqueda, aunque infructífera, pues, sólo tomó rastros de unas huellas incompletas desde una caseta telefónica que a su vez estaba siendo monitoreada sin que se diera cuenta alguna, más que de su frustrada investigación policiaca.

En tanto, nuevamente, Nacho Coronel se siente defraudado. Levanta la mano para imponer el silencio entre sus hombres, y el desempeño de las cámaras de video. Frunce las cejas. Saca un pañuelo y se limpia el sudor de toda la cara, dejando ver más rojas sus vagas cicatrices, y brillante su cuello tostado por el sol. La sonrisa desapareció de sus labios, y de su entrecejo aparece una arruga acompañada de una contundente idea. Enseguida, hace llegar el dedo índice “de Cevallos” al hijo, pidiendo absoluta discreción, y silencio; para luego dictar su ultimátum de cincuenta millones de dólares en la Catedral de la Ciudad de México, y si no hay dinero, dice el recado, el corazón pronto estará en camino.

El día acordado está más que escrito, y el lugar definido. Los captores hablan con un fiel religioso de toda su confianza; pero éste luego se pone en contacto con altos mandos del capo Beltrán Leiva; delatando el plan de Nacho Coronel, y la zona caliente en donde tiene al penalista famoso y rico que vela por la oligarquía y el régimen; secuestrado en una de sus tantas propiedades de Acapulco.

Los rayos templados del sol lo iluminan todo. Las nubes se condensan, tornándose más obscuras y ya desde la mañana parecía que iba a desencadenarse una tormenta, pero no de balas, pues, tras una llamada telefónica, el Presidente contesta que sí, guiña un ojo y contiene una risa, diciendo: “Gracias, señor Peña... Nos vemos en la Tele. Ah!

En seguida, FCH junto con la SEDENA, y cascos azules delegados por Barack Obama; decide dar el golpe definitivo a una extremidad del crimen organizado que tanto influenció en Ciudad Juárez. Y un grupo de élite de paracaidistas mata a Coronel, y rescata a Cevallos, todo se ve por televisión.

Entonces, se aprecia como Cevallos abraza a Felipe ante un dispositivo de seguridad asombroso. Tiene los diez dedos jaspeados de mugre pero completos, y está lleno de vida y de luz. Además, su carrera y miras al 2012 están en ascenso…
Y aún así, yo, López Obrador sigo sosteniendo que Diego Fernández de Cevallos es un farsante. Sí. Un FARSANTE que ya dará en los medios de que hablar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario