lunes, 7 de marzo de 2011

Se busca al JJ



Te cuento lo que vi, pero esta vez sin recurrir a las lágrimas sensibleras y estúpidas que me brotan en el más inoportuno momento. Ok. Te cuento lo que vi desde lejos, de cámara a monitor, en una conocida tienda del concurrido Aeropuerto Internacional Benito Juárez.

Eran como las tres de la tarde, todavía la redonda cara del sol se dibujaba a través de los árboles, y en cristales de edificios y autos retachaba en imágenes variadas y destellos metálicos. Como ya mencioné en aquella tienda de autoservicio ocurrió todo, bueno casi todo. Allí, la luz de la tarde ya declinaba, sólo quedaban las lucecitas más rastreras colando por un amplio escaparate, intentando trepar a los lujosos aparadores para morir segundo a segundo en su intento de alcanzar de nuevo el cenit del sol. El clásico timbre de teléfonos y cajas registradoras se expandía como aguacero monótono entre el andar acelerado y el diálogo de la gente revolviendo paquetes, y bolsas de celofán en carritos y demás estanterías; altos anaqueles con tantos productos hoy se imaginaria la señora Globalización de la mano de su marido Capitalismo incluyendo el libro de Marx en una bolsa de plástico biodegradable.

El tiempo prosaico y rutinario se consumía en la región menos trasparente de la delegación Venustiano Carranza, entre el dinero y las mercancías. Todo marchaba como un reloj de aeropuerto, todo normal, todo preciso y en forma. Las pistas de despegue, tenían la densidad reglamentaria del aire para seguir operando sin problemas.

Eran dos conocidos futbolistas, bueno, en realidad eran tres. Pero mejor te cuento lo que vi, de cámara a monitor para no caer en imprecisiones en las que suelo caer, cuando allá afuera hace un frío del demonio.

–Shhh... Shhh... Escucha de nuevo, pero pon atención y escucha…Vodka, brandy, tequila, whisky…

Memo releía a su amigo del alma, Cuauhtémoc, la lista de bebidas que traía en la mano, mientras en su memoria repasaba otra relación de alcoholes de mejor catadura y otros no tanto.

– ¡Cuauh, Cuauh… Temo, espera, espera! Olvidaste el vino chileno y las copas bohemias de tu amigo Cabañas-. Cuauhtémoc era entrañable amigo de Salvador Cabañas, era robusto, de anchas espaldas como de tortuga y tenía una notoria joroba que lo hacía bajar la mirada, aunque siempre marcando en su boca una sonrisa entre paternal y amistosa, capaz de iluminar la noche más lúgubre, tipo Mel Gibson pero a la tepiteña. Sonrisa que no pasaba desapercibida en su programa de televisión: La hora de Cuauhtémoc Blanco.

– ¡No la hagas! –decía Cuauhtémoc, guiñando el ojo y chasqueando la lengua–. Para eso te tengo a ti… Memito, mi ricitos de oro jalisciense. Y tú aquí tienes a tu brother a uña y carne... ¡A tu brother, camiseta número diez! ¿Entendiste, mi Paco Memo? ¡A tu brother!

Memo Ochoa se encontraba escogiendo los vasos de plástico más grandes y resistentes. Era cancerbero americanista de alta estatura, de más de 1.80 centímetros y andar tranquilo, cuerpo juvenil y nacarado, y de bonita cabellera marcada por cuidados rizos castaños. Sus ojos alegres, esperanzados y vivos como el fuego, arrancaban suspiros a toda fémina que se le cruzara hasta por el televisor.

Ochoa, vivía en un bonito departamento, cerca del Club América con su amigo Cuauhtémoc Blanco y un excompañero de equipo, Cabañas, que había quedado siendo paciente ambulatorio con un proyectil alojado en su cerebro; paralítico y medio mudo, después de un incidente en un bar del sur de la ciudad de México. Bar que hoy en día sigue funcionando como si no hubiera pasado nada, además, le han ampliado el horario hasta las cinco de la mañana, y pronto volverá a salir en televisión de paga. Pero mejor les sigo contando que pierdo el hilo de lo que alcance a ver, como todo buen periodista de cámara a monitor en aquella tienda del aeropuerto “internacional”, porque allí sí pasa todo y no editan los videos como en ciertos lugares de Televisa. Ok., sigo…

Un hombre muy delgado, cabello corto, rizado y negrísimo como el de un moro, mandíbula afilada, y atrás del cuello, pegado a la nuca un tatuaje en dos letras: JJ, irrumpió en el lugar y observó todo como un perro husmeando desconfianzas, luego, se les acercó a los dos famosos futbolistas, como caminando desigual, de lado. Llevaba una especie de gabán café con muchas bolsas en ambos lados, le llegaba casi al nivel de las rodillas, obviamente, no había rareza en su vestir porque estábamos en junio, y, el aire era frío y en abundancia; chorreaba en los cuerpos desnudos en un temblor de piernas y manos.

El extraño hombre tenía los labios extremadamente rojos -alrededor- y se notaba a cada rato cómo los mojaba con su lengua rosada al momento de pronunciar palabra o incluso sin decir nada. Las líneas de su rostro denotaban inteligencia, pero sus pupilas amarillas de enfermo le restaban esa vivacidad para infundir miedo al que lo observara directamente.

– ¡Hola amigos! Los vi salir del Hotel Hilton, y… ¡Vaya invicto! Ah. ¿Dónde se encuentra su compañero Salvador Cabañas?-. Memo sentía repugnancia por ese tipo de aspecto descuidado e intimidante, llegado de improvisto, como la casualidad buscando a la suerte en un autoservicio con productos sin códigos de barras.

– ¡No anda con nosotros! ¡Se fue al cajero del Fiesta Inn…! –mintió Guillermo de forma tajante-. Y si no tienes inconveniente será mejor que te vayas por donde llegaste… ¡Llégale! ¡Ábrete de aquí…! ¡Por favor!

– ¡Ochoa, no seas grosero!.. Este hombre es… es… ¡seguro y nada más quiere su autógrafo! –expresó Cuauhtémoc medio en serio, medio en broma al mismo tiempo que le ofrecía una cajetilla con un cigarrillo sobresaliendo entre los demás, la simpatía y rareza del desconocido, le había exaltado estrellas cómplices en los ojos.

– ¡No, gracias…, ahorita no! ¡Me chuté un par de esos, allá en las Tortas Don Polo! ¡De verdad gracias…! ¡Ah! Creo…, parece que desde aquí ya lo estoy observando a Salvador, a mi paisano Salvador –expresó el desconocido en un tono tan normal tan espontáneo, como las hojas secas que se desprenden del árbol, con naturalidad–. El hombre se había acercado más a la canastilla del carrito rodante y, levantó una botella de brandy escocés que descansaba sobre un enorme paquete de salchichas.

– ¿En cuánto la encontró…, caballero? –se notó en el desconocido una extraña sonrisa al mismo tiempo que completó la frase en tres escupidos secos: –Se ve…, se ve muy buena para esta ocasión… ¿No?

–Ciento…, ciento… mmm. ¡Ciento veinte dólares!, creo…, es de lo más selecto, de lo más distinguido del paladar escocés y de... ¿Qué pasa, qué ocurre contigo Ochoa?-. Memo había azotado un paquete grande de vasos de plástico en el fondo del carrito, no quería perder más tiempo ni entablar una relación con aquel tipo de mala muerte, que recorría la mirada sobre el lugar como amo y señor, aparentando una digna tranquilidad que Dios sabe estaba muy lejos de disfrutar.

– ¡Ah! ¡Nos falta el vino chileno, Cuauhtémoc! –dijo Memo Ochoa con voz apremiante y, agitando su melena enrulada al voltear a ver su reloj pulsera que hace tiempo le había regalado su exnovia, Dulce María; pero que a ratos detenía su mecanismo suizo, a veces por la menor agitación o el menor movimiento de coquetería. – ¡Coincidencia nada más!, decía Ochoa-; ¡coincidencias!

Al desconocido se le iluminaron de pronto los ojos de amarillo, y sus labios parecieron más rojos de lo que ya estaban, en su voz se reflejaba cierta extrañeza, cierta duda que no se podía saber o al menos sospechar; contrariamente como lo hacía Ochoa, al estudiar ciertos rasgos y actitudes de los sujetos. Es como un don con el que hoy más gente está naciendo, mirar rasgos y revelar la “esencia” de la gente, seguía pensando Ochoa.

– ¡Oh! ¡Yo vine especialmente por un vino chileno! ¡Ah…! ¿No les importa que me les una al shopping, compañeros? -dijo el sujeto como tratando de sonar amistoso, a pesar de su repulsiva apariencia y voz asqueada de existir al ser escuchada.

– ¡Claro que no, amigo…! ¡Vengase para acá! –agregó Cuauhtémoc, admitiéndolo a su lado con desparpajo y gracia, limpiándose a su vez el sudor de sus singulares entradas, y completando la invitación-: ¡Véngase, vamos a ver dijo el ciego! ¡Je je je…!

El desconocido, sorprendido, asintió sólo con un gesto de cabeza y se calló. El ruido del aerotren sobre el monorriel, todavía saturaba su cabeza. Su voz se estranguló, parecía haber desistido en medio de la garganta. Intentó comenzar de nuevo, pero volvió a desistir. Se pasó la mano por el cuello como si limpiase la voz por el lado de afuera. Al cabo de un rato volvió a hablar, como escupiendo más fuerte las palabras al tener la boca seca, sequísima ni el sabor amargo podía pasar.

–Le cuento…, le cuento… –siguió hablando el desconocido al tiempo que pasaba, apremiante saliva–; que yo también fui futbolista profesional en el Audax Italiano de Chile… Nací en Colombia, pero me naturalicé paraguayo. Ah. Fui futbolista de los que iban a ser buenos, sólo que claro, allá en el Paraguay, ¿sabe…? Pero llegando aquí a México en la Apertura 2003… me lesionaron, precisamente fue un paisano mío que jugó en el Jaguares, y que ahora ustedes han de conocer bien entre sus filas americanistas; que luego, un 12 de octubre me quedó a deber unos goles en la Copa Libertadores para la afición, para el cartel, para la familia Albirroja… ¡Usted me entiende! ¿No, compañero?

Memo Ochoa comenzaba a sentirse nervioso. Sentía un desasosiego mezclado con una ansiedad que le crispaba el pecho, como si le hubieran metido una serie de penales en el corazón en un partido cualquiera, un amistoso por así decirlo. Hizo una mueca como si experimentara un dolor físico de pies a cabeza. Se podría decir que le había infundido una espinita dudosa aquel hombre, que ahora observaba todo el lugar como animal acorralado, a la vez que caminaba a lado de Cuauhtémoc Blanco; que a la vez mariposeaba éste la mirada al ver pasar alguna mujer traserona y… tetona también, sin que se le cayera la cara del rostro. Pero ambos caminando un paso desigual que los hacía verse sacados de un cómic entre mexicano y japonés.

– ¡Cuauh, Cuauhtémoc!... Allá está..., hasta arriba, el vino chileno que buscabas. ¡Alcánzalo y vámonos ya! ¡Anda, date prisa que…, vamos cortos! ¡Vamos cortos de tiempo! ¡Mira! –Memo Ochoa señalaba con la diestra un vino tinto chileno, oscuro y fuerte como debe ser, que estaba en lo alto de un anaquel color azul.

– ¡Tranquilo, Memo! ¡Tranquilo! No te apasiones… ¡Calma mi campeón! ¡Calma y nos amanecemos! -dijo Cuauhtémoc, en su voz reflejaba tranquilidad, y sosiego alisándose el poco pelo que le quedaba de atrás hacia adelante y, sonriendo con aquella sutil complicidad, como sólo él suele hacerlo.

– ¡Oye…! –continuó diciendo Cuauhtémoc–: ¡Que esto no es un Campeonato!, ¡ni mucho menos el Mundial que…, sé nos llevará pronto el profe Aguirre…! ¡Je, je, je…! ¡Y esta vez no te quedarás en la banca..!. ¡Ven, vamos! Ayúdame a alcanzarlo, tú que todavía puedes estirarte como liga en el calor... ¡Anda canijo…! ¡Estírate como anoche! ¡Je, je, je! ¡Ven, vamos!

– ¡No! No Temo, espe... ra, ¡espera!-. Pero Cuauhtémoc ya le había echado el brazo al cuello, y se desplazaba ante un estante de considerable altura con Memo a lado izquierdo.

En ese preciso momento la cara y lengua del tipo se avivaron en un sonrojo total. Se tanteó una bolsa de la gabardina, y a toda prisa se perdió entre la concurrencia, para acercarse al cajero Red donde Salvador Cabañas pinchaba botones con su mano anillada y huesuda; sentado en su modesta silla de ruedas trataba de recordar el PIN de su tarjeta preferida que le regalaron sus dos hijos allá en Asunción, Paraguay.

El tipo jaló a Salvador, y comenzó a caminar de inmediato, luego, a grandes zancadas ruidosas y desiguales entró a un pasillo sujetando fuertemente la silla, estaba más pálido y le temblaba el labio inferior. Pero aun así no bajaba la mirada, para ver a Salvador Cabañas que alzaba éste la vista para distinguirle la cara, y pedirle una posible explicación, si no lo conocía en todos sus veintinueve años de vida…

Digo yo a mi parecer: ¿No había salido Cabañas de la boca de la hiena, para entrar ahora las fauces del león? Total, la muerte volvía a señorear alrededor. Sin embargo, en ese preciso instante todo el lugar entró en desbarajuste, en una completa y loca dispersión de gente abriéndose paso, a codazos y golpes de cadera, y uno que otro rodillazo; moviéndose sin ton ni son, ante el aullido de alarmas y altavoces que comenzaban a vibrar el aire. El ruido de un Airbus 320 cruzó vertiginosamente el cielo cortándolo luego como tijeras negras en las alturas.

El ambiente se tornó pesado, denso, porque agentes de inteligencia y demás cuerpos de seguridad, buscaban al hombre con el punto y seña del tipo flaco y el tatuaje JJ en el cuello, y el gabán café hasta las rodillas. Pero un ventilador inexistente o inexplicable, agitó el aire sumiendo todo en confusión y malos entendidos, disculpas. No obstante, seguía haciendo un frío invisible, denso, punzante; se sentía hasta las salas de últimas espera del aeropuerto.

El JJ estaba aterrorizado, en pánico. Su infalible voz interior estaba cascada. Se inmovilizó en el acto, semejando a una reluciente estatua de ébano blanco, sin saber de pronto qué hacer con las manos ni con lo que llevaba en la gabardina café ni mucho menos con Salvador Cabañas que intentaba moverse. Pero aun así pudo coger fría y cerebralmente un paquete de considerable tamaño que contenía a su vez un par de cuchillas, casi machetes de taquero que quedaba sobre un viejo aparador cerca de allí, un aparador apenas de un azul tan antiguo como el cielo. Se dirigió en movimiento de pantera al baño de caballeros que estaba a escasos metros, sólo doblando un par de esquinas, pero eso sí, rengueando disimuladamente. Trató de entornar la puerta, aunque mejor la cerró con el pasador al salir el último usuario; un niño como de siete años que iba subiéndose los pantalones a toda prisa ante la sorpresa mayúscula que desconocía en el exterior.

El JJ ya bien dentro del baño miró el techo, las paredes blancas, con la expresión de pájaro en busca de un hueco en la jaula, pero no corría ni el menor soplo de viento. Encendió unas luces que estaban más al fondo, unas luces de neón claras que parpadearon un rato antes de terminar de prenderse, uno de los focos siguió parpadeando intermitentemente. Podía imaginar su infortunio, su desgracia y desdicha ante una lluvia de balas cortando su escapatoria allá afuera. Pero trató de ordenar la vorágine de pensamientos y sentimientos que lo atormentaban. Y así pues, mejor se quitó el gabán con toda tranquilidad, empujó a Salvador Cabañas; sentado rígido y mudo en su silla de ruedas en dirección al mingitorio todo oloroso a orines pestilentes, y un desodorante roto, colgando de un extremo, de una llave que a su vez hacía de perilla de dispersión.

Salvador, que por un momento fugaz, trató de levantar su un metro setenta centímetros de estatura fuera de la silla, haciendo palanca sobre las rodillas, pero este intento fallido fue el último que le atenazó la garganta de miedo, y le hizo caer la cabeza hacia un lado, aflojándole la orina. Parecía derrotado, sin esperanza, tan absorto tan ensimismado tan apartado de todo como de sí mismo, trepando su mente en andamios frágiles, edificando malos recuerdos y edemas cerebrales que las terapias en Formosa, Argentina, le habían dejado atrás.

A puerta cerrada, el JJ resopló con fuerza por la nariz frunciendo las cejas. Se mordió los nudillos de la mano izquierda y, con el cuchillo más grande que ya había sacado del paquete, comenzó a cortarse el pecho con toda la intención de sacarse el corazón. Parecía un dragón llameando por las narices, porque la piel de la cara se le puso tirante sobre los huesos, y sus ojos parecían chispas, pero luego, se le humedecieron. Doblada la barbilla sobre el pecho, el dolor le goteaba por las facciones, sangraba y su rostro perdía contorno.

Podía verse el rojo auténtico de la sangre, chorreada y esparcida por casi todo el suelo, parte del espejo y lavamanos; y, a Salvador Cabañas con un extraño corazón negro, dentro de la boca, y su mirada ausente, perdida en un horizonte imaginario. Sus ojos diríase que no miraban, estaban hipnotizados de sangre, pasmados de espanto, de terror, de desconsuelo, de abandono.

El JJ estaba casi muerto y mareado. Pero, aun así, con su mano derecha revolvió su gabán salpicado de sangre, que estaba sobre un lavabo color blanco; buscando hasta encontrar una pistola con un bonito mango de nácar que en la parte inferior; una premeditada clave contenía: SC-1980. A juzgar por su semblante, pálido y afilado, y sus labios color lila, ahora llenos de una perlada segregación, parecía no tener sed ni daño alguno. Miró a Salvador directamente a sus ojos negros, repletos de un brillo húmedo, fijo y vidrioso; había perdido el habla, la capacidad de hacer ruido, movimiento. Pero aun así el J.J le aproximó el artefacto cortándole el intento de habla, y con un gesto firme lleno de sangre le ordenó silencio.

Salvador volvió a tener en los ojos la misma ausencia que se ve en los ojos de un cocodrilo, olvido y niebla. Un inmenso terror pareció retornar más fuerte al interior de los objetos de mármol y porcelana. Segundos, sólo segundos, y, el JJ le apuntó el arma a la sien que detonó lo inesperado en aquel lugar… ¡Murió! Murió el grillo y su alergia al silencio en el ruido del mundo tras un balón…, gritando Mariscal, ¡Sansón! ¡Mariscal! Murió su última oportunidad de sobrevivir, y volver a defender sus cinco camisetas en otro spot publicitario. ¡Aguilita guaraní en boca de cocodrilo! ¡Aguilita de arena escurrida entre los dedos de una afición Albirroja! ¡Adiós, Chava, y sueño de romper redes en Inglaterra, ante la cara boquiabierta del propio Blatter! ¡Adiós! ¡Piérdete en tu caballo blanco, hasta la batalla, siempre!

–Sí… ¡Sí! Ahora… sí estamos a mano, mi paisa… ¡De ésta sí no te salvas cabrón…! ¡Doble vida…! ¡Bajanoviasss! –murmuró con deleite, y esfuerzo el hombre flaco antes de dejarse caer al piso sobre un charco de sangre que corría hacia los extremos como el olor de la pólvora filtrándose en las paredes, en el liso silencio obstinado del mosaico blanco que torno gran parte rojo, tristeza y melancolía.

Tres agentes psiquiátricos llegaron al lugar de los hechos impulsados por un resorte instintivo al ver salir tres hilos de sangre debajo de la puerta; la tiraron a golpes de hombro para encontrarse con la estampa dantesca en primera plana del día: UN BAÑO DE SANGRE. Baño que contrastaba con sus zapatos blancos. Sus ojos eran ventanas de terror. El terror los cegó y ensordeció de momento, después investigaciones y declaraciones cayeron en cascada, muchas de ellas contradictorias que han dejado al mundo boquiabierto frente al televisor; a un Fernando Lugo tratando de explicar a su país paraguayo, que no asimila el luto ni ante la máxima iglesia suiza ni frente a la televisada cancha sudafricana, ausente de banderas paraguayas flameando en las tribunas, a su último gran goleador de América.

Dicen que desde ese preciso momento Guillermo Ochoa y Cuauhtémoc Blanco, han dirigido su carrera por rumbos separados, cargando cada quien su fardo de culpas, nostalgias y soledades. Pero este último se ha hecho tatuar en el antebrazo izquierdo las dos letras idénticas del JJ y sonríe al cielo cada vez que hace un remate de jorobiña.

México, 2010

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