lunes, 7 de marzo de 2011

Las Poquianchis



La Ciudad Juárez se me hace muy lejos, para mi querido lector. Así que no puedo contar algo cercano, y más macabro que lo ocurrido a mi familia de por aquí cerca.
Mi abuela Catalina me contó esta historia, y me fascinó tanto que aquí la refiero en todas las palabras que recuerdo tejieron otras anécdotas, más adelante. Me contó como ella no le daba miedo salir por las empedradas calles de San Francisco del Rincón, en Guanajuato, a pesar de que andaban sueltos los rumores, de que se robaban a las muchachitas de entre 13 y 15 años de edad, y luego, no volvían a verlas en el viejo y pequeño pueblo donde todos se conocían. Ella reía a bocajarro, pero un día desapareció entre la sorpresa, y consternación de mi familia.

Corrieron los años sin resultado alguno de saber la pista de mi abuela. Todos habían perdido la esperanza, porque los rumores de que se robaban a las niñas, y no volvían aparecer era un hecho en casi todo el pueblo, y demás lugares de la República.

Hoy sé, gracias a mi abuela Catalina, que logró escapar de aquel infierno disfrazado de música y trago, por una rendija oxidada; sé que pudieron encontrar a escuálidas, y desgraciadas mujeres que tenían cautivas en deprimentes y aberrantes condiciones, en una tipo cueva. Pero que gracias a esto cayeron en la cárcel Las Poquianchis, y un hombre gordo y feo que era en ese entonces, Capitán del Ejército, pero que algunos apodaban el “Capitán Águila Negra”, porque le tenían un admirable y absurdo miedo.

Cuenta mi abuela que corrían los años de 1964. Fracturada, pálida y desnutrida, acudió junto con mi tía a la estación de Policía, más cercana de aquí en el pueblo, como a unos treinta minutos de camino para la capital de León, Guanajuato.
Catalina le contó al comandante, “Tepo” le decían así, más por su agilidad que por sus dientes, también notables. Le contó sus tres años de cautiverio, además, que hace unas horas había logrado escapar, y quería denunciar lo que ella, y otras semejantes vivían en San Francisco del Rincón, a mano de cuatro mujeres desalmadas.
Del comandante, apodado el Teporingo, pero llamado Hermenegildo Zúñiga Maldonado, salieron sonoras, y estridentes carcajadas que retumbaron lo alto y ancho de la comisaria, cuando mi abuela Catalina Ortega, continuó hablando, y temblando de manos al rendir su declaración, y dijo que había escapado de aquel infierno, porque era un disfrazado cabaret de mala muerte, donde se tenía privadas de la libertad a muchas mujeres y niñas… tiene que hacer algo señor comandante, se están muriendo en aquel burdel, molidas a palos y hambre, y algunas niñas enfermas: las han torturado, apedreado y dejado a la intemperie; otras las han enterrado vivas con su hijo destrozado en el vientre, haga algo, señor comandante, hágalo por favor, se lo suplico…

Catalina, suplicó, lloró, se hincó, imploró a los cielos. Pero, sólo la cínica y rotunda voz, concluyó con una risa, luego… no podemos creerle, ni ayudarle en nada señorita, váyase de aquí, si me hace usted el favor.

… pero cómo es usted tan cabrón, señor justicia. Decepción y esperanza, o quizá la rabia aún contenida en la boca de mi abuela, hizo bofetear al comandante, y salir a prisa sin ofrecer otra explicación que un portazo en plenas narices a un hombre equis que sorprendido, observó el acto.

Aunque, sin embargo, la historia se dio a conocer gracias a un intrépido reportero de un periódico sensacionalista, que siguió a mi abuela hasta aquí en la casa; donde mi tía le empujaba la puerta en plena cara, para que desistiera pasar, pero éste no volvió a dejarse azotar otra puerta, hasta que acudió mi abuela para ver qué era lo que pasaba.

Marcos era ese hombre equis que se encontraba en la comandancia, cuando oyó a mi abuela interponer su denuncia, y al escuchar lo terrorífico de las muertes de aquellas adolescentes, y fetos como alimento para las que se negaban a ofrecer sexo, o simplemente se rebelaban; se interesó en el caso de las infructuosamente acusadas, Poquianchis.

Las Poquianchis, siniestras y controvertidas mujeres, nacidas en Salto de Juanacatlán, Jalisco. Nacidas para tratar, y torturar blancas, para matar a palazos a adolescentes que engendraran vida, y no cumplieran con dichas aberraciones sexuales a funcionarios cómplices. Hijas violadas por su padre, y vendidas a un prostíbulo. Cuatro inseparables hermanas con apellido González Valenzuela, pero con sangre diabólica, apodadas también las “piernotas”.

Luego, mujeres suspicaces, que tenían gente en taxis clandestinos, recorriendo varios pueblos de la República Mexicana con el propósito de engañar a los padres; para que les encargaran a sus hijas de entre 13 y 15 años de edad; y que pronto supuestamente colocarían en casas de familias adineradas; para que trabajaran, y ganaran el dinero necesario que hacía falta en sus hogares.

Las Poquianchis, mujeres de apariencia ordinaria, que entraban a misa por delante de toda la gente. Vestidas de negro, con chalinas, y velos, ocultando su apariencia de asesinas y enterradoras de inocentes. Apodadas así, por sus voluptuosas caderas. Dueñas de una amañada red de prostitución infantil; desde los años cincuenta, protegidas por autoridades municipales y estatales. Sembradoras de terror, y crimen en casas–burdeles: La Barca de Oro; Río Rita; La garganta del Diablo; Guadalajara de Noche, en Lagos de Moreno. Pero que en una hora insospechada, mi abuela Catalina, huyó por una rendija, y así pudo acabar con ellas, y ponerle fin a sus macabros actos.

Fue así como el país se enteró de lo que ocurría en aquella vieja, y enorme casona de la calle Cóporo, en donde ahora sólo quedan las paredes, al igual que la extraña energía de las que allí fueron incineradas, y enterradas sin cristina sepultura.

México, 2010

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