lunes, 7 de marzo de 2011

Ayer la Mataviejitas, hoy y simpre: La Dama del Silencio


Su destino esa tarde estaba marcado. Era Joel López el elegido para gritar: ¡Asesina! ¡Asesina! ¡Agárrenla!

Su jefe le dijo, puedes irte Joel, porque voy a cerrar temprano. Por lo regular Joel nunca llegaba con el sol de las tres de la tarde encima; no llegaba a su cuarto que rentaba en la colonia Moctezuma, Primera Sección. Su trabajo como mesero del bar Excalibur, no lo permitía tomarse aquel atrevimiento de manecillas.

Pero, sin embargo, ayer pudo hacerlo, y logró lo que la absurda investigación policíaca del Distrito Federal buscaba desde hace más de dos infructíferos años; señaló a voz en cuello a la susodicha mujer de complexión robusta y atlética; permitiendo su irremediable captura en una esquina lejos de allí, tras el sofoco de haber recibido: bolsazos, patadas, rodillazos y golpes de cadera para abrirse paso entre la multitud.

Dicen que la presunta homicida serial de ancianas se llamaba Juana Barraza Samperio. No estoy muy seguro del nombre, porque tuvo un segundo nombre que más se me quedó grabado, por eso de tener una tía sexy llamada así. Pero, tú me has de disculpar querido lector, si mejor no entramos en detalles de esos.

Digo, se llamaba Juana Barraza Samperio. Escriben que fue un caso interesante dentro de la historia criminal de México. Practicaba la lucha libre. Su nombre en el ring, aseguraron, era La Dama del Silencio, una mujer que buscaba cualquier arena para enfundarse en su traje rosa y botas blancas, y ponerse un antifaz que semejaba las alas de una mariposa plateada. Pero, que después de un golpe en la cadera, sólo se conformó con vender rosetas de maíz afuera de la Arena Coliseo, y seguir adelante sin muletas o silla de ruedas que subestimaran su condición de Campeona.

Las autoridades pusieron el grito en el cielo, en noviembre de 2003. El caso era sumamente complicado; resolverlo. Pensaron que era toda una mafia, que estrangulaba con sólo dos manos. Se dio un sensacionalismo mediático que ponía a temblar a los abuelitos, tras de doble y triple chapa de puerta. Así que Juana, durante más de tres años no cometió errores, que pudieran agudizar la búsqueda exhaustiva del gobierno capitalino. Y lograr hipótesis “acertadas” de los bien hablados en Televisa. Que proponía buscar entre las prostitutas y los travestis, o los amantes del arte sobre el color y el lienzo; de una pintura de un artista español del siglo XIX.

Era, decían de Juana: brillantemente listo, muy hábil y precavido. Hasta algunos hombres trataban de imitar a la homicida, pero eran descubiertos en evidencias contradictorias. Además, los ataques de la antes luchadora, seguían, y los olores de putrefacción se extendían por medios de información, y demás reportes periciales.
Juana nació en la Ciudad de Puebla en 1954, de tez morena clara, y un singular lunar en la mejilla. Alcanzó a medir 1.75 metros, hasta los cuarenta y ocho años. Dicen que siempre tuvo el cabello tupido, y teñido de rojo, pero su rostro de facciones duras le quitó toda la sensualidad que podía tener, por el simple hecho de ser mujer, porque parecía hombre.

Se dice que Juana asesinó a incontables ancianas, desde los años noventa; comenzando por su abuela, que fungió como la madre que cambió su virginidad con un señor grande, por cuatro cervezas. Pero, para actualizar el caso al respetable lector; asesinó cuando menos desde el 2004, a diez ancianas en la Ciudad de México, según los informes de la Procuraduría capitalina. Y falló en una ocasión, pero no podían detenerla. Era implacable su sed de ataque, estrangulamiento, y camuflaje.

La unidad 17 de la Dirección de Servicios Periciales en la Fiscalía Central de Homicidios de la Procuraduría Capitalina, obtenía evidencias contradictorias, y tantos retratos hablados que involucraban a travestis, y sexo servidoras como puede concebir la imaginación mexiquense.

Digo pues, la mujer y luchadora del silencio, ayer cometió su último crimen. Llevándose consigo la esencia placentera, de la muerte de una octogenaria.
Esta vez Juana, sin disfrazarse con su impecable bata del IMSS, y sus zapatos blancos, iba a realizar su asesinato número cincuenta, sin levantar la mínima sospecha. Guardó entre un montón de libros y revistas: retratos hablados, noticias y columnas editoriales, todo lo respectivo de sus ataques y movimientos.

Salió de su trinchera, alrededor de las dos de la tarde, no sin antes poner la respectiva manzana al altar de su Santa Muerte, y besar a la víbora que se le enroscaba en la entrepierna; en seguida, colgarla de una gruesa y larga alcayata clavada de aquel tabique rojo del que todavía está levantada su casa. Cogió de una mesa un folder con copias de credenciales de elector, una lista de nombres, y una tarjeta con el logotipo del ángel y gobierno capitalino, que la reconocía como entregada trabajadora social. Además, un estetoscopio de gruesa manguera, que permanecía a lado de una imagen de Jesús Malverde.

A paso cauteloso y prudente, sintió floja la tolla sanitaria, pero Juana siguió adelante. Llegó a la casa de Ana María de los Reyes Alfaro, una anciana de 82 años que vivía en el número veintiuno de la calle José Jasso, en la colonia Moctezuma, Primera Sección, delegación Venustiano Carranza; con el objetivo único de estrangular para calmar su ira, decía mentalmente, odio la menstruación. Reía, y seguía dando paso firme, tocándose su amuleto de la buena suerte; una bolsita de malla con trocitos de canela, guardada discretamente en su chamarra roja.

Ana María de los Reyes, era como todas sus víctimas: anciana, débil e indefensa, que con alguna mascada, o una media barata; aprisionándole la yugular, bastaba para córtale la respiración. Se corre el rumor que trabajó en las ventanillas de servicios escolares de la UNAM. Además, de ser una mujer pensionada por el IMSS, que vivía sola y que regularmente caminaba en un parque cercano a su casa.

El modus operandi de Juana, no requeriría alguna nueva implementación de humillarse de Campeona Profesional a lavandera de quinta, sólo astucia e inteligencia para poder entablar una buena conversación, y acceder fácilmente a una silla, y luego apoyarse de la mesa al cuello de su víctima.

Por lo tanto, todo era casi igual para Juana Barraza, sin complicaciones, se decía al cerrar la puerta de entrada, y ubicar el departamento. Sólo bastaba con identificarse con una credencial del Gobierno del Distrito Federal, y, decir ser promotora del programa para adultos mayores. Y para reforzar su engaño llevar consigo un aparato de esos que sirven para examinar la presión. De esta forma logró engañar a decenas mujeres de la tercera edad.

La anciana y víctima tenía reconocidos a tres hijos que pocas veces la visitaban, aunque aquella vez recibió hasta diez nacidos, para rodearla de cirios y derramarle cuantiosas lágrimas. Joel dice que en ocasiones la iba a ver, porque le hacía el favor de rentarle un cuarto ubicado al fondo de su departamento, y lo quería como un hijo más.

Juana cruzó los fríos pasillos. Cuando estuvo dentro del lugar más propicio; golpeó a la viejita en la cabeza con una sartén, y con el estetoscopio predilecto, la estranguló. Enseguida, le desabotonó la blusa, acariciándole los seños. Y con un cuchillo ranger militar, le cortó ambos pezones. Para acuchillarla en el pecho una y otra vez, con una velocidad demencial que disfrutaba hacerla. Pero no escapó de inmediato, se dio el lujo de probarse algunas prendas del guardarropa, y todavía le dio tiempo de cambiarse la toalla sanitaria, y hacerse un emparedado. El sabor del esto me sigue dando hambre, decía.

La homicida estaba dentro de la cocina, cuando llegó el inquilino de la anciana, haciendo ruido al cerrar la puerta blanca que daba a la calle. Olió por última vez el sabor del crimen. Completó, y dobló su emparedado como trofeo, y puso atención a los pasos que se acercaban.

Joel López, el joven de 25 años, que todavía traía su ropa de mesero, caminó chifle y chifle. Enseguida, dobló hacia los cuartos de su arrendataria, con unas bolsas llenas del supermercado. Vio la puerta abierta, y todo en desorden, dijo, ¡señora Ana, le traigo una sorpresa! ¿Puedo entra? No recibió contestación alguna. Sólo un ruido de algo caer del otro lado, por una ventana que en temporada de calor siempre estaba abierta. Y en esas fechas no era la excepción.

El muchacho entró enseguida. Siguió llamando. Las luce apagadas. Dejó las bolsas en la mesa. Un frasco rodó hasta caer al suelo ajedrezado, quebrándose. Recorrió algunos metros, abrió sigiloso un cuarto habitación. Vio tirado en el pasillo entre la puerta de baño y la recámara un extraño cuchillo con hilos de sangre, alrededor. Aunque, le invadió el miedo, terminó decidido por acudir a la cocina, por dónde estaba dicha ventana abierta de par en par, y por donde se colaba un aire fresco.
Pero, en el piso estaba muerta la viejita. Quedaba boca arriba, con terribles huellas de estrangulamiento, sobre un charco de sangre fresca; corriendo sin cuajarse debajo del refrigerador.

Mientras observaba el cuerpo, escuchó algo corriendo por el pasillo…, era una mujer que regreso la cabeza, hundiéndole la mirada a Joel. Cejas delineadas, ojos rojos, y nariz recta.

Joel decidió seguirla en un salto de pantera. Salió de la casa. Llamó de pura coincidencia a una patrulla que hacía rondín cerca de por allí; a falta de algo en que invertir tiempo y dinero. Era la VC3-1050 en la que viajaban dos policías de barrio; Marco Antonio Cacique Rosales e Israel Rosales Cruz, que escucharon los desgarradores gritos de auxilio, y ayudaron a perseguir a la mujer de chamarra roja, en un acelerón de esos que hoy nos dejan lamentando nuestros impuestos. Pero mejor, bajaron de la patrulla que ya no ejerció acción después de varios intentos frustrados, y una mentada de madre.

Sólo fue una calle la que corrieron los policías, sin complicaciones para explotar en una súbita convulsión de aire, y sacudiendo sus kilos de carne, y respectiva macana. Tomaron a la mujer del brazo. Pero ella les dio de bolsazos. Aunque, sin embargo, ya no pudo escapar ante el sometimiento de la segunda y negra macana, sólo lágrimas le rodaron por las mejillas al ser al instante inmovilizada, con los respectivos hierros de todo cumplido y eficiente policía.

En minutos, en sólo minutos, llegaron al lugar: prensa; granaderos; el secretario de Seguridad Pública, Joel Ortega; el subsecretario, Gabriel Regino; el fiscal de homicidios, Guillermo Zayas. Todos buscaban hablar con la detenida, y presunta multihomicida. Pero ahora, ni lágrimas ni berridos emitía la pobre mujer, sólo estaba ocupada en deglutir un trozo de emparedado, decía mentalmente, yo, ¿arrepentirme? ¡Nunca! Hacía señas con las manos esposadas, de estar ocupada, comiendo.

Pero, ¿era ella…? Su corpulencia, su parecido a el difundido retrato hablado, y otro después famoso busto de arcilla, la forma en que cometió el crimen, el cabello teñido de rojo; todo señalaba que podía ser la homicida de doble personalidad, la egocéntrica y fetichista, que ellos llamaban popularmente como El Mataviejitas.
En definitiva, en unas horas lo supieron. Las huellas dactilares que le tomaron, concordaban con las halladas incompletas, en vasos con agua; de diez homicidios anteriores, y en una ocasión en la que falló con un reseco cable de luz, y perdonó la vida por cuatro mil pesos a una anciana “bocona”. Ella era El Mataviejitas, que todo el mundo: peritos, agentes investigadores, fiscales, y ministros públicos; hazme el chingado favor, confundieron con un hombre.

Finalmente, resultó que el 31 de marzo del 2008, el juez 67 de lo penal, con sede en Santa Martha Acatiltla, le dictó sentencia de 759 años y 17 días de prisión, por 17 homicidios, y 12 robos en agravio de personas de la tercera edad, ingresando así a la lista de los asesinos seriales más mexicanos que el maíz.

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