lunes, 7 de marzo de 2011

Soy el caníbal





Dicen algunos hombres que para todo, el fin justifica a los medios. Aunque yo, no pretendo justificar, querido lector. No pretendo justificar el acto del canibalismo, mucho menos presentar como mártir de una sociedad que todavía no comprende plenamente la conducta humana; a El caníbal de la Guerrero. Sólo quiero darle voz al asesino muerto por otros asesinos, al que levanto tanto revuelo y se convirtió en la noticia sensacionalista del año 2007 en México.

Ahora bien, referiré la historia del auto nombrado Poeta Seductor. Siendo para unos, un incipiente y supuesto poeta, un monstruo, y un terrible asesino serial; pero, para otros, un genial y brillante escritor mal comprendido del siglo XXI. Un caminante que anduvo por un mal camino, hasta que se perdió, y, no pudo encontrarse a sí mismo ni retornar al origen del cual, en una hora incierta germinó, y no quiso reconocerlo como su hijo, si no al monstro y dramaturgo que en hora mala hizo y nombró como José Luis Calva Zepeda.

De manos marcadas por el destino, nariz profunda y boca amplia, nació en el año 69 en la ciudad de México. Su padre Esteban, trabajador de maquinaria pesada, se le murió en las manos cuando era un niño de siete años, al dispararle accidentalmente un arma blanca; quedando al cargo de su madre que lo golpea y viola entre terribles baños de sangre, placer y dolor. Allí es cuando él se refugia en la poesía, en las cartas nunca leídas por su madre, en los dibujos realizados en cartones y hojas sucias.

Después de una golpiza terrible, y manos quemadas por el fuego de una parrilla, José, decidido, escapa de su casa para abandonarse a la calle, al hambre y las ofensas de una prostituta en la colonia de la Merced; que a bien le regala diario unas monedas para comer, diciéndole, me encanta tu pobre carita de muñequita, cuídate muchacho…

Pero debajo de un puente lo secuestra un homosexual, reconocido después como Juan Carlos Monroy Pérez; hombre que viola todas las noches al niño de diez años, cambiándole el nombre y algunos hábitos: obligándolo a fornicar con animales, vestirse y pintarse los labios como mujer.

José a los doce años, escapa por una ventana; por fin abierta. Vive nuevamente en la calle, aficionándose al alcohol y a las drogas, rodeado de perros y malos amigos. Roba, viola y maldice su desgracia, admira y odia a la mujer. Aunque se enamora de una bien parecida, una sexoservidora llamada Verónica Cobarrubias, apodada “La Jarocha”. Pero que descuartiza, y luego abandona dentro de una bolsa negra; echada a la suerte cerca de la barda de un panteón, dicen que llamado: San Agustín. Aunque, sin embargo, finalmente, jalada por un perro al basurero de Tlatelolco, que la hace terminar en la fosa común, con escaso trabajo de la Procuraduría para encontrar a su homicida o al menos su identidad.

A Verónica Cobarrubias, la desmiembra con tristeza, José, al celarla anteriormente con un homosexual amigo de ella, que era taxista en Netzahualcóyotl, y otras veces sexoservidor por rumbos de Casas Alemán.

Y a partir de ese momento, José Calva Zepeda escribe su historia con sangre, y la retorcida visión de su mundo. Se pinta el pelo de blanco y fuma como chimenea sobre la avenida Corregidora. Mata a las prostitutas, homosexuales, y mujeres divorciadas; de entre 30 y 40 años de edad, con baja autoestima e hijos que mantener. Las descuartiza, y abandona en Chimalhuacan y en el Bordo de Xochiaca. Algunas veces las corteja con su poesía y una rosa diaria, pero al fin de cuenta: las viola, las desmiembra y se las come, en especial disfruta masticar su matriz, para luego vestirse con sus prendas. Los intestinos femeninos molidos con sal y en una lata de chiles jalapeños debajo de su mesa, se convierte en el salero del centro de su casa, para otros: un simple y ordinario departamento de la colonia Guerrero.

Todo era normal sobre Juan Calva Zepeda, el guapo vecino del diecisiete…
Trabaja en un ciber-café. Vende sus poemas sueltos, en el Tianguis del Chopo; libros en diez o veinte pesos, para pagar el alquiler de su “ordinario” departamento. Gana un aproximado de 400 pesos diarios. Pero algunas veces no sale; metido en la computadora, frecuentando clubes cibernéticos para concretar puntos de encuentro, por la zona de Coyoacán.

Si estuvieras conmigo, Zepeda platica con su padre muerto para alejar su soledad. Pasa así su frustración, escribiendo su gran y décimo libro: Instintos Caníbales. Y demostrándose su poder como “la creación más grande del universo”, degustando del cigarro, del alcohol y la cocaína. Pero eso sí, todo con una excesiva limpieza personal que a bien se había prometido.

En su singular cocinilla, un lunes 8 de octubre de 2007, José Luis Calva Zepeda se puso a cocinar. Vestido con un blanco atuendo de mujer, chifle y chife entonaba uno de sus versos más exquisitos para él. Los ingredientes principales eran la mano y trozos de la carne del brazo de Alejandra Galeana Garavito, su forzada novia de 32 años. Pero que hizo suspirar antes, con poemas suyos cantados en un bar con karaoke.
Alejandra, lectora empedernida de poesía amorosa y de terror. Empleada de una farmacia de Genéricos Intercambiables, y, madre de dos pequeños; que hace una semana, medio asfixiada por estrangulación, y aturdida por un duro golpe en la cabeza; comenzaría su verdadero calvario. Descuartizada luego en una tina de baño a la altura del codo derecho, dando respingos como pollo descabezado.
… el “te voy a dejar, ya no quiero ni puedo seguir contigo”, nunca más se volvió a escuchar en la cabeza del poeta Zepeda, todo era silencio, pedazos y pedacitos de carne, y sobre todo olor penetrante; cayéndole sobre las agujetas, y albergando el departamento.

El poeta José Luis, admirador de Hannibal Lecter, hirvió restos de vagina, y un riñón en agua un buen rato. Preparó un caldo muy espeso, y una vez que la carne estaba cocida, le añadió limón como condimento. Decía, ¡mira, qué sabroso tocino ahumado! ¡Siempre estarás conmigo en mis entrañas, Alejandra! Se sirvió los trozos de carne en la mesa de su desayunador, con más limón cortado en un platito, y relucientes cubiertos de antaño, esperando.

Pero, no contaba con que su vecina, doña Verónica Consuelo Martínez, una profesora de inglés de 43 años, había percibido el hedor del cuerpo hervido, que procedía de su departamento con impecables cortinas blancas, dijo mentalmente, ahora sí el galán del depa diecisiete, se está perfumando con el de los siete machos, pero por si las dudas, le voy a dar un susto… Que le diga adiós a sus pelis de zoofilia o sadomasoquistas, que sé yo en las noches, concluyó riendo. Llamó a la policía, que acudió a averiguar qué ocurría en el edificio número 193 de la calle Mosqueta en la colonia Guerrero.

Los oficiales del orden, fueron sigilosos. Apagaron las luces de la torreta, y la sirena dejo de escucharse. Tocaron la puerta. Calva Zepeda apagó el karaoke, silencio a los perros, y se asomó a la ventana, por una cortina traslucida. Supo que estaba perdido, por eso de las siluetas inmóviles de los hombres. Los dejó entrar, con un gesto de confianza y tranquilidad, pero luego trató de huir, saltando del balcón de su departamento, se tiró por la ventana provocando el ruido de un cristalazo aterrador. Pese a la caída del cuarto piso, aún pudo echar a correr, pero un singular taxi lo atropelló con: saña, traición, alevosía y ventaja; para complicarle la conmoción cerebral que de leve tornó a grave.

Juan no llegó muy lejos. Los agentes judiciales lo detuvieron casi desvaneciéndose en mitad de la avenida. En seguida, revisaron su departamento. Lo que encontraron, los cegó y llenó de horror, sorpresa y espanto. No lo digo por toda su creación literaria, guardada en cajones: poemas sueltos, guiones de cine y teatro musical, o novelas de terror; lo digo por los peculiares cuchillos con mango de extraña madera, libros de brujería, listones y veladoras negras, una enorme lengua de res clavada en un altar salpicado de pétalos rojos y pedazos de ropa intima de hombre y mujer.
También, los policías encontraron en un ropero negro: un traje de mallón con sujetador que a la altura del pecho, simulaba dos senos en aluminio; antifaces con coloridas péndolas, como los usados en carnavales; ropita de bebe, manchada de sangre; y plumas negras. Y en sus gavetas de dicho mueble: frascos de yombina, tinta china, aros de látex para el pene. Además, libros del Marqués de Sade y brujería: “Magia y ciencias ocultas” “Le Diablo”. Asimismo, videos de películas de coprofagia, sadomasoquismo: “Hannibal” “Hostal 2” “Sangre caníbal” “Quil´s”.
Pero, además, lo más importante, macabro y demoledor, un banquete dantesco de carne humana; el tronco de Alejandra sobre una cuna dentro de un segundo armario, partes de piernas y brazos en el refrigerador, huesos blandos dentro de cajas de cereal, y un antebrazo recién pasado por el fuego, y frito en un sartén.

Aún no se sabe quién. Alguien en el edificio, activó la llamada de emergencia de la Cruz Roja en Polanco. Los paramédicos acudieron a curar a Juan, pero su estado ameritaba que lo trasladaran a una clínica. Lo llevaron al hospital de Xoco, donde permaneció bajo custodia, y su grave contusión de cabeza. Mientras estuvo internado allí, declaró su nombre y sus 38 años de edad: ser católico, su sueño de convertirse en actor, y escritor consagrado; aunque eso sí, nunca renunciaría a su bisexualidad, por nada en el mundo, y otras ideas metafóricamente macabras, que los golpes de la vida le hicieron revelar, y la sufrida contusión, confesarse el autor.

Días después, entre consiente y afiebrado, le dijo Zepeda a una criminóloga llamada Dolores Mendoza: “De alguna forma agradezco que me haya traído la policía, ya que así no me causo daño ni causo daño. Ya quería terminar este infierno”… “Quiero ser madre, pero por mandato de Dios, atiéndanme”. Pero una semana después, fue dado de alta, no sin antes haber dado a la mencionada criminóloga: un beso volado y, dos notas en un sobre ajado para su ausente madre que lo violó de chico; selladas con una saliva pegajosa y un olor que les daba un toque extraño.

¡Llegó el poeta caníbal…, a caerse con sus dos morlacos! gritaron los presidiarios del Reclusorio Oriente, haciendo bulla con los barrotes de las celdas. Aunque, Zepeda nunca se declaró haber comido carne humana, se le adjudicó el delito de antropofagia, y de haber matado a otras tantas mujeres cerca de su colonia; dejadas sin matriz, descuartizadas con una sierra eléctrica, y metidas en cajas marca bachoco.

¡Oye!, ¡oye! ¡Estás salvado por el paraíso chilango! ¡Pendejo poeta! Aquí en México no hay pena de muerte, sólo 50 años de éstos, se burló un reo haciendo la señal de pito con la diestra, rematando con un grito a su vez, ¡justicia para el caníbal!, ¡y a su madre también!

A Zepeda le llegó la justicia pronta y expedita. Le fue dictado auto de formal prisión sin mucho pensarlo; en el proceso ordinario por delito de homicidio calificado y violación al respeto del cadáver.

Y, como casi todo culpable homosexual sin dinero e influencias en México, José Calva Zepeda fue torturado por un fiscal homofóbico y mafioso; sometido y confinado bajo un fuerte dispositivo de seguridad el 24 de octubre en el reclusorio Norte; para en un mes de diciembre a las 6 a.m. “morir” en su celda número doce, con la marca de un extraño cinturón aprisionándole el cuello. Y sin mensaje póstumo que le despidiera, sólo marcas de tortura y violación, un palo metido en el ano y pedazos de sus genitales regados en el suelo, y batidos en su inconclusa novela: Instintos caníbales de un poeta seductor.

Así pues, Zepeda quedó ese sábado esperando su pase de lista, y su audiencia en el Juzgado 21. Aunque, sin embargo, se dice que todos los días, su espíritu caminando anda en pasillos largos y fríos de la SEMEFO, diciendo, soy el caníbal; escribiendo con mierda, trozos de sus poemas en los baños; mascando su soledad con desenfado y placer.

México, 2010

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