domingo, 27 de marzo de 2011

La mariposa




Por: Adrix, mi borrica linda

La primera vez que Gerardo, mi tocayo el Güachis, nos dijo que estaba a punto de dejar el capullo y nacer, nos reímos mucho tiempo, sin entender a qué carajo se refería. Las carcajadas las soltamos pensando en el tamaño de la incoherencia que acababa de decir y lo fuera de lugar de su comentario, surgido a mitad de una plática sobre pantalones ajustados. Ya después entendimos en qué tipo de viaje andaba, lo supimos cuando sacó un papelillo minúsculo con un colorido dibujo, lo partió en dos, se colocó la mitad en la lengua, el resto lo guardó en su cartera y luego lo perdimos por algunas horas. La primera vez que vimos los efectos de su ritual, que siempre comenzaba con la misma frase, la partición del papelillo y el “este es para mi Bachita”, nos sacamos de pedo. He de aclarar que la “Bachita” no es una porción mínima que resta de un porro, no, no en este caso. Aquí, el Güachis se refería a su amada, su dulcinea a la que entregaba todas sus victorias alucinógenas. Bueno, les decía que Gerardo, luego de todos sus preliminares, se metía el papel ese en la boca, cerraba los ojos y unos minutos después, empezaba a simular que rasgaba una vestidura imaginaria que, según él, lo cubría por completo y no lo dejaba metamorfosear a gusto. Hacía cada vez más rápidos y eufóricos movimientos hasta que por fin daba un grito muy agudo, echaba sus brazos hacia atrás, estirados, y su cabeza la metía entre sus hombros, entonces se ponía tenso, abría los ojos fuera de órbita y se dejaba caer al piso con una sonrisa estúpida que poco a poco se convertía en una prolongada carcajada.

Sí, cómo recuerdo la primera vez que presenciamos ese espectáculo, estábamos en un patio olvidado de nuestro honorabilísimo bachillerato, Sebastián, Gerardo, Manuel y yo. Un tipo pasó con pantalones ajustadísimos que levantaban sus ya de por sí majestuosas nalgas, todos concluimos que era muy marica usar prendas así, que no teníamos, a diferencia de las chicas, unas caderas de las cuales estar orgullosos. Mi tocayo no opinó, permanecía mirando al infinito con rostro de ansiedad, fue ahí cuando lo dijo, todos reímos, pero cuando entró en ese shock, no supimos cómo actuar, Manuel y Sebastián se fueron, yo lo levanté, lo dejé sentado y ya que me iba, me detuvo diciendo: “Gerardo, estoy volando, wey…nací, salí del capullo y ahora soy libre”. Sus palabras me invitaron a quedarme, me senté a su lado y le pregunté qué sentía, dentro de lo poco coherente que me comentó, era que podía ver a su madre, que estaba feliz porque él ya no era una carga para ella, ahora era libre y su vida era su rollo.

Poco a poco fui comprendiendo el trasfondo de sus palabras, los días pasaban y los Gerardos se hacían buenos amigos. El Güachis se fue de su casa como unos cinco o seis meses después de que tuvo ese alucín; su madre tenía otro esposo que los trataba del nabo, más a él, se la pasaba diciéndole que era un lastre que no hacía sino vivir del trabajo de un sujeto compadecido que ni siquiera había conocido la entrepierna de su madre cuando él ya había nacido; sí, así, con esas crudas palabras. Entonces el Güachis estaba contento porque se sentía libre, empezó a juntarse con otros tipos con los que nunca conviví mucho, que le enseñaron a hacer artesanías, pulseras, más que otra cosa. Le presté algo de varo y al poco tiempo andaba por los jardines de la escuela ofreciendo su mercancía. No le iba mal, lo cual le hizo pensar que iba por buen camino, yo le ayudaba de vez en cuando, también aprendí algo sobre la magia del hilo encerado, los cuarzos y la alpaca, pero sólo por ayudarlo. No tenía mucho varo, pero su negocio lo hacía sentirse bien, independiente, porque a veces la dependencia económica es un pesar terrible que te hace sentir atado a las normas impuestas por tus padres, y más a esa edad. Yo sentía eso muy a menudo, pero nunca me salí de casa porque sabía que aún no estaba listo para enfrentar la realidad sin el apoyo de esos dos deschavetados, entonces me resignaba y buscaba la manera de hacer mi catarsis, algunas veces, las más, con el desmadre y con el Güachis.

No se malinterprete lo que aquí plasmo, nunca hubo una atracción hacia mi tocayo, lo admiraba, sí, porque representaba algo que yo nunca me atreví a hacer, aprendía de sus vivencias y me imaginaba cómo sería yo en su situación.

-No mames, ahí está- Me dijo el Güachis exaltado una vez que celebrábamos su cumpleaños en un bicho - ¿Quién, wey? – La Sofía, wey, has paro, invítala. Y lo hice, me acerqué a ella (yo sí le hablaba, iba conmigo en secundaria) y la invité a jugar a nuestra mesa, le conté que era el cumple de un cuate, se lo presenté y el pinche Güachis que la abraza y le `planta un besote, así nomás, sin decirle siquiera cómo se llamaba. Es extraño, pero creo que a Sofía le gustó ese arranque y desde entonces empezaron a salir y ese mismo día ella adquirió el alias de “Bachita”, fue más o menos así: Fuimos a la casa de Manuel, que siempre estaba sola, no teníamos más varo para alcohol, pero el Güachis llevaba hierba; preparó un churro y nos lo echamos. Pensé que Sofía se sacaría de pedo, pero al contrario, le agradó el verde invitado y le dio sus buenos fumes. Le quedaba un poquitito al porro cuando me lo pasaron por tercera ocasión y Sofía me empezó a decir “No te lo acabes, no seas ñero, guárdame la bachita”, pero yo me la había fumado ya y me empecé a cagar de la risa, luego el Manuel que dice “Ya la tiró el wey, Sofi, discúlpalo está bien pendejo” y ella siguió alegue y alegue por su “bachita” toda la noche. Cuando ya nos íbamos, el Güachis abrazó por la cintura a Sofía y le dijo “Ya véngase, mi Bachita”. Todavía me es inevitable reír cada vez que recuerdo esa noche.

Siempre que el Güachis andaba con nosotros y empezaba con su “quiero nacer, estoy a punto de dejar el capullo”, se guardaba un cachito de ajo y se lo llevaba a su amada Bachita. Una vez me dijo que tirarse a una vieja en ese estado era la neta, que nada más hermoso y más mágico podía conocer el hombre. Siempre me pregunté cómo podía no perder la concentración mientras lo hacía en medio del alucín, si cuando estaba con nosotros teníamos que esperar hasta que saliera del capullo y se echara a revolcarse de risa en el piso, para poder preguntarle algo y esperar una respuesta mínimamente coherente.

Sofía murió, se colgó cuando se enteró de que era adoptada, nunca entendí por qué le causó tanto conflicto algo así, yo en su lugar hubiera agradecido el tener una familia aunque no fuera la que me parió, pero la verdad tampoco la conocí muy a fondo, en la secundaria era muy depresiva, llegaba a la escuela llorando al menos una vez a la semana, casi no hablaba con nadie, más que con dos o tres amigos selectos; nunca me acerqué. El Güachis no entraba en detalles con respecto a la vida de ella, nada más me decía que tenía muchas broncas encima; ya se imaginarán cómo le pegó esta pérdida, le entró recio a las drogas. Lo apoyé cuanto pude, pero en algún momento nos empezamos a distanciar, él se iba a reaves cada vez con mayor frecuencia, yo rechazaba sus invitaciones porque estábamos en el último semestre del bachillerato y tenía la presión de no adeudar materias, quería largarme ya de esa escuela, no es que fuera horrible, sólo que a mucho de lo que estudiaba no le encontraba sentido alguno y pensaba que, una vez teniendo la carrera elegida, eso no pasaría más: error, pero no viene al caso comentar esto.

Varias veces me quedaba solo junto a él y se soltaba a contarme lo que veía y sentía, bueno, según yo, igual y ni sabía que estaba ahí y nada más hablaba en voz alta. Una vez me dijo que Sofía estaba a su lado y que le estaba diciendo que la buscara, que sabía cómo llegar a ella, esos malviajes no me gustaban nada y fueron convirtiendo, poco a poco, la simpatía que sentía por él, en temor.

A mí siempre me gustó leer, algunas veces me ponía a leerle narraciones fregonas, parecía que me entendía, pero luego me hacía comentarios que nada tenían que ver o me sacaba historias completamente ajenas a la lectura, o se piraba de más, inventando cuentos paralelos. – Imagínate que ese personaje fuera un hombre que tuviera dos cabezas, pero que una se la hubieran volado de un plomazo y aún así siguiera vivo - Me dijo en la ocasión más loca que recuerdo.

Le aconsejé más de una vez que volviera a casa de su madre, pero se molestaba, decía que no estaba dispuesto a perder su libertad para regresar a ver cómo se dejaba mangonear su madre por un pelele.

Salimos, bueno, salí del bachillerato y entré a la facultad, dejé de verlo un buen rato, me hablaba luego para invitarme a fiestas, pero nunca fui. Ayer me habló su madre, está internado en una clínica psiquiátrica, me pidió que fuera a verlo, dice que no deja de repetir mi nombre, que es también el suyo. Los doctores lo tomaron como una simple muestra más de que había perdido la chaveta, de que lo único que le parecía coherente articular, era su nombre una y otra vez, pero su madre, recordando el aprecio que siempre me tuvo, pensó que quizá quería verme, entonces me llamó, es por eso que ahora escribo lo que recuerdo de él, porque mañana lo volveré a ver y quizá mi imagen, aunque sin muchos años en el pasado, caduque de manera súbita cuando me abran la puerta de su celda blanca. Es triste, él que siempre andaba queriendo nacer, volar, ser libre, ahora está en quién sabe qué condiciones en esa cárcel para locos; más de uno se pierde tratando de orillársele al sistema.


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No puedo escribir más, no quiero recordar ya nada, lo último que transcribiré, antes de destruir todo cuanto he escrito, son las palabras que me gritó, semejantes a las de la primera vez, pero ahora cuando me alejaba de su blanco encierro…

-¡Gerardo! ¡Quiero nacer, wey, déjame nacer, este capullo no me deja! ¡Déjame volar! ¡Quiero ser libre!

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