jueves, 21 de abril de 2011

La prostituta




Era una prostituta de la Merced. Todavía sana porque no olvidaba advertir sobre el correcto uso del condón. Sabía trabajar. Era año nuevo. Día tres y cuatro lluvia de estrellas. Desde el sábado se había clavado en la avenida Corregidora. Cruzada de manos como si abrazara su encanto; tenía la falda subidita, subidita. No observaba a nadie, nadie la observaba a ella. Los autos transitaban a velocidades diversas sin inmutar el ambiente, usando el clásico claxon que elogia o mienta madres. Aun cuando la hubieran visto, escaneándola de arriba abajo, no supieran decir si era una estafa o valía la pena. Ella seguía allí como germinando algo distante, lejano. Difícilmente, se adivinaría en ella alguna sensación humana.

Por ende fue un gesto admirativo cuando la vieron alisarse la falda, y emprender camino a paso cadencioso, sacar arrojo y, en dos o tres intentos, cruzar la transitada avenida. Todavía caviló el kilometraje de dos que tres autos –lo suficiente para aminorar la marcha de un taxi con pitido acompañado– y en breve estaba enfrente del Mercado, en donde, en otra maniobra de tacones sobre baldosas, alcanzó el corredor más frecuentado por marchantes y vendedores foráneos. Y allí se postró con su calma y paciencia de maniquí en Suburbia, dudando avanzar ora en un tacón, ora en otro talón. Los jóvenes fueron llegando con urgencia y consternados vieron a la prostituta como estatua bajo la sombra de un aporreado árbol con la mitad de raíces de fuera. El policía de por allí cerca, recordando sus tiempos mozos y con los nuevos bríos de comenzar bien el año, se acomodó la boina combinada con su uniforme azul y decidió acudir a la observación que se le hacía a la prostituta: con andar cauteloso cercioró su placa y la macana que bailoteaba al maniobrar su jerarquía sobre calles y aceras donde ésta, espantada y sorprendida, escogía con auxilio otro camino. La persecución de policía y cuatro jóvenes lujuriosos se tornó más insistente. De calle en calle recorrió más de una avenida en la colonia. Sin ser sorprendida a una salvación de su dignidad y reputación, la prostituta debía decidir por sí misma el itinerario de escape, sin auxilio de sus compañeras de sitio. El policía, sin embargo, era un lujurioso empedernido. Y por insalubre que fuera el par de piernas, habían sonado sus tacones como el grito en celo más demoledor que en su fantaseo sexual se hubiera concebido.

Desolada por la gente, sola ante cualquier llamado de auxilio. Sola en el mundo y en el teje y maneje del oficio, ella taconeaba y corría, respiraba agitada, consternada, emprendía la huida. En ocasiones, a veces en su escape, esquivaba: gente, arboles, anuncios, conos y botes; mientras, el policía corría ansioso botando dos que tres chácharas que impedían su paso vuelto carrera sin previo aviso, ella tenía tiempo de enderezar sus tacones por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre e independiente! ¡Ciudad y esperanza, aire!

Prostituida, cargada y libre. No tranquila y feliz como sería una mujer respetable en sociedad vuelta alcurnia. ¿Qué es lo que había en su culo para hacer de ella una presa antes que una mujer hecha prostituta? La prostituta antes que todo es una mujer con todos los derechos humanos que se requiera en un México libre. Aunque es cierto que no se podría garantizar respeto hacia ella ni a su descendencia. Ni siquiera ella misma respetaba su cuerpo, de la manera en que una madre respetaría a su hija después de violar a un niño. Su única ventaja era que existían y estaban por existir tantas prostitutas que, aunque muriera una, surgiría un virus de la lujuria vuelta necesidad que saque de algún pueblo a otra tan igual como si fuese ella misma, clavada en el mismo sitio, con semejantes tacones y modo de andar.

Finalmente, una de las tantas veces que hizo resuello para tomar aire y gozar de su escape, el policía la alcanzó, ante la caída sorda de un árbol navideño. Entre gritos y manotazos, ella fue esposada. Y enseguida arrastrada en señal de victoria por una pierna ante calles y avenidas; dispuesta y desnuda en los separos de un ministerio público con cierta alevosía y ventaja de ser prostituta. Todavía aturdida del injusto trato, se acicaló un poco el cabello y untó saliva en sus piernas raspadas y maltrechas, entre movimientos indecisos y amenazantes.

Fue entonces cuando ocurrió la revelación. Ella estaba embarazada y comenzaba a dar a luz. Violada e ignorada se obscureció. Hasta que sacaron su cadáver en una bolsa, etiquetada como victima de infección.

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