domingo, 24 de abril de 2011

Canela Negra


Para mi madre, Testiga de Jehová, que no cree en la reencarnación



Sobre la cama, entre las sábanas blancas, moviéndose pesadamente sobre su panza velluda, había un engendro de horror, un animal terrible y gordo. Estaba tan velludo, tan peludo que apenas y se le podía distinguir la cabeza y los diminutos ojos negros, aunque los amenazantes colmillos se movían levantados en dirección a la mujer.

Francisca alzó la sábana, y en seguida sintió la picadura en la mano. Apretó el entrecejo. Dio un respingo de dolor hacia atrás y al volverse hacia delante con una contrición en el estómago vio aquel animalejo terrible que, atento de todo movimiento alzaba sus colmillos colorados para acometer de vuelta pero ahora en el suelo polvoriento. Dio un vistazo a la palma de su mano, donde ahora un surco de puntitos negros de sangre desfilaba de lado a lado palideciéndole la piel, y, tomó la vieja escoba que esperaba recargada en la pared. El extraño animal se percató del peligro escabulléndose con rapidez dentro de un agujero enorme en la tapia contigua, lugar éste donde la escobilla acometió una y otra vez sin resultado más cierto que botar una que otra piedrita al aire.

Francisca comenzó a presionar indirectamente la picadura, se estrujaba el antebrazo con una mueca de incipiente dolor en la boca palidecida, en tanto, se limpió los hilos de sangre que comenzaban a descender sobre sus largos dedos, observando detenidamente lo morado de sus uñas. Un escalofrío mezclado con un dolor punzante comenzaba a ganarle a su carácter de señora: fuerte, persiste e imbatible. Le circulaba de pies a cabeza una pesadumbre que la volvía lenta y de atrasados reflejos que contraían más y más su rostro en un abundante nido de arrugas. Con la rapidez que pudieron sus dedos se hizo un torniquete usando el delantal blanco que traía puesto y salió del cuarto dando voces de tristeza y tormento, maldiciendo hasta el nombre de su madre.

El sufrimiento cada minuto se hacía grande, al mismo tiempo que un mar de angustia y nervios le hinchaban desde la punta de los dedos hasta el antebrazo, acometiéndola en cada momento de dar el paso y no darlo. De golpe la mujer sintió la boca y los párpados hinchados que, como inflados con aire caliente hubieran sido hechos. Trataba de mantener la garganta húmeda con esa sensación de sabor metálico bajándole lento y amargo hasta la entrañas, pero aún así, con la garganta ya seca arrancó de su lengua un nuevo llamado de terror y emergencia, de auxilio.

En la casa no había nadie y en el rancho sólo la digestión de: pollos, pollitos, guajolotes, puercos, borregos y caballos sobrevivía en silencio. Un largo murmullo habitaba lo lejos, similar al que hace la jarilla y sus varas secas en la tarde, sólo que en este caso la jarilla no se ve, ni sus ramas menos, sólo se sigue escuchando su largo murmullo.

Francisca dobló su calvario a la cocina y quiso descansarse sobre algún tronco grueso que funcionaba de banco para sentarse a la mesa, pero temió caerse de espaldas, así que mejor se echó de bruces sobre la mesilla de madera negra. La picadura ya no se le notaba porque ahora todo su cuerpo era de color rojo, como la gravilla de aquellos cerros de Almoloya; indicio más común para arrancar nuevos alaridos a su existencia y volver a maldecir el nombre de su madre. Deseo elevar una oración, pero su lengua no respondía, deseaba agua y que le volviera la vida en un trago, en un soplo, en un segundo, tan sólo un segundo y nada más; la vida, la vida que ayer había maldecido tener de su estúpida madre burlada por los fuereños de la aclamada Revolución Mexicana, la absurda, ruidosa y novelera vida que poco a poco se le iba en jadeos y dolores punzantes en los dedos de su mano.

– ¡Patroncitos! –logró articular en un doloroso estertor–. ¡Ayúdenme!

La perra de la casa comenzó a ladrar afuera, pero era costumbre escuchar ladridos a esa hora de la tarde en el Rancho de Almoloya.

– ¡Te estoy diciendo que me ayudes, Dios mío! –increpó afligida–. ¡Ayúdame! ¡Te lo pido por la perra maldita de mi madre! ¡Te lo pido Señor!

– ¡Guau, guau, guau…! –se escuchaban los ladridos dentro, en la cocina.

La perra negra brincó de un banco a la mesa tirando un candelabro plateado al suelo que la mujer trató de contener en un malogrado intento, como también en un malogrado intento de conseguir levantarse y reprenderla a escobazos, y puntapiés, maldiciendo nuevamente a su violada madre, reencarnada en una perra flaca y siempre hambrienta.

– ¡Total, gracias por hacerme esto! ¡Perra del demonio! –articuló entonces, mirando los troncos que hacían de techo en la cocina. Los párpados hinchados cada vez más le impedían ubicar en dónde estaba, aunado al fulminante mareo que le sobrevenía más intenso.

La perra logró desprenderle a la mujer el manchado delantal que hacía de torniquete en su antebrazo, comenzando a lamer los hilos de la sangre reseca, causando en la mujer, la fresca esperanza del auxilio. Los tibios lengüetazos de la perra parecían calmar más los temblores de la mujer; ella no quería morir, así que se levantó de la mesa y de nuevo con el carácter y entereza que la distinguía por todo el poblado, comenzó a caminar a paso firme hacia fuera de la casa, sujetándose en tiempos cortos sobre el quicio de cada ausente puerta hasta llegar al patio. La terrible sequedad de la garganta hizo que se inclinara sobre sus rodillas a tomar aliento, cuando intentó incorporarse una embestida de la perra la derribó e hizo girar aparatosamente por el suelo empedrado.

Francisca se golpeó la cabeza, pero todavía consciente pudo ver a la perra negra, babeando y dando vueltas alrededor de ella, gruñía y tenía un mal aspecto, un enojo tal vez.

Francisca, con encomiable e insistente muestra de debilidad logró ponerse pecho a tierra y arrastrase hasta la entrada principal, donde la esperaba una reja con su campana para hacer ruido; pudo efectivamente, llegar a escasos metros de ella, pero la perra comenzó a seguirla, gruñendo y gruñendo.

Francisca alzó la mano pero fue intimidada por un ladrido que ella interpretó como un grito de guerra, de madre a hija.

– ¡Canela Negra! ¿Qué te pasa? –gritó la mujer con cuanta fuerza pudo y esperó la retirada de la perra en vano. – ¡Vete Negra! ¡Vete! ¿No me digas que te hizo mal mi sangre? –increpó de nuevo a la perra que tenía los ojos acuosos e hinchados.
Las siguientes órdenes no se escucharon porque ahora la perra comenzó a ladrar mirando a otro lado para emprender su retirada.

Francisca empezó a sentirse reconfortada al gritar y mantenerse en movimiento, pensó en que el veneno de aquel ponzoñoso animal comenzaba a perder su efecto, no había duda, comenzaba a bajársele la hinchazón de párpados y boca, quiso tocar la campana pero ahora la perra comenzó a morderla por todo el cuerpo; le destrozó los brazos, el pecho, las piernas y se bebió la sangre que pudo aunque, sin embargo, la cabeza la dejó intacta.

La mujer cerró los ojos y abrió la boca completamente y en el silencio del rancho no se oyó otro lamento.

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