domingo, 3 de abril de 2011

Alejandra y el Caníbal




Alejandra Galeana Garavito, aguantó el retorno de su amado para partir de este mundo.

Antes de su romance, el caníbal había notado que Alejandra mostraba un deseo involuntario de controlarse. Posteriormente aparecieron variados y extraños síntomas, enfermizos celos, e incontrolable apetito sexual. Pero se podría decir que la única limitante en la vida de Alejandra era que, hace más de un par de años se había convertido en mamá soltera. A ella no le gustaba físicamente, José Luis, pero antes de su romance había entrado inesperadamente en una profunda depresión; cosa que motivó al caníbal para ganarse su confianza, regalándole un poema y una rosa diaria, detalles que a ella nunca le habían hecho.

La tarde en que el caníbal llegó a su departamento en la colonia Guerrero, Alejandra tuvo el dolor de cabeza y la languidez, y permaneció sin ingerir alimento, recostada en la cama del caníbal. Los indicios que luego se convirtieron en acciones constataron lo irrefutable. Alejandra sólo se movía en la cama para incrementar su apetito sexual.

El caníbal permaneció con Alejandra en la superficie de descanso durante toda circunstancia, acariciando su vientre, sintiendo con tristeza la infertilidad de sus semillas.

El día definitivo, Alejandra, muy quieta y gozosa, el pelo castaño y los ojos color miel, clavó las pupilas en el caníbal con la misma inquietud de siempre, que indicaba la satisfacción producida y el incremento de placer por la mano en su clítoris y su desnudez maltrecha. Comenzó a cerrar los ojos y a tiritar de frío y él la penetró con más y más fuerza. Al sentir su cuerpo frío, sus miembros fríos, el caníbal acomodó a Alejandra en una posición más sugestiva, con una pila de almohadas bajo su vientre. Entonces, ella hizo el esfuerzo de su vida, se puso de bruces en la cama y apretó las mandíbulas, y volvió la cabeza hacia atrás, en un gesto lleno de inocencia y sumisión. Después se palmoteó las nalgas aún más, y exigió, luego una exhalación fuerte y un decaimiento sobre la barbilla. El caníbal pensó que Alejandra había sucumbido ante total demostración. Pero un par de minutos después emitió cortos gemidos que, luego se convirtieron en largos jadeos que inundaban la habitación. Trastornado y horrorizado por su exigente apetito sexual el caníbal contó, de dos en dos, todos los jadeos de Alejandra que a su vez volvían a ser cortos gemidos. En un intervalo de segundos dejó escapar seis jadeos iguales, y cinco gemidos apagados en una queja ya gutural. Desvanecida de rodillas, pechos aplastados y brazos doblados sobre las sienes, batida de saliva almohada y cabellera, dejó de moverse. Enseguida comenzó a convulsionarse. Se descuajaringaba sobre la cama matrimonial como lo hacía antes desde que le llegaban sus ataques de epilepsia, sólo que esta vez con más violencia, botando sábanas y cojines fuera de la superficie. En seguida quedó quieta y extendida, boca abajo y bien inmóvil. El caníbal pasó su mano por el canal de su espalda, haciendo morir la caricia entre la suavidad de las nalgas de Alejandra, y su pene aún flácido. Ella ahogó su silencio y destensó los miembros que, como males necesarios la aprisionaban de un nuevo ataque de epilepsia. Había partido a otro mundo. Ahora, el caníbal ya estaba seguro, lo sabía, estaba bien muerta, su amada, su Alejandra y Dulcinea del Toboso como solía llamarla en sus poemas.

El caníbal aguardó el resto de la tarde y la noche completa, variando la mirada de la ventana a la cama en donde Alejandra aún desnuda comenzaba a enfriar el cuarto. En seguida, a primeros rayos de luz colaban las cortinas traslucidas, corrió a lado de Alejandra, le dio la vuelta y le contempló la cara, sin saber cómo arreglarle los párpados o desmaráñale el pelo, quedó en silencio sin pensar qué decir o hacer. Se habían querido a su manera, las más, con el afán loco de ser ellos mismos entre sábanas y laberintos.

Ya en la mañana, la cargó hasta depositarla en una tina del baño y se fue al supermercado. Compró un par de cuchillas grandes y filosas. En su vida nunca había pensado concluir el trabajo en un estado tan vacío y triste. Habían vivido tantos amores juntos, tantos trabajos juntos.

Por fortuna el caníbal no había comenzado el guiso. Aunque ya era tarde. Volvió a la tina del baño. Cuidadosamente, colocó el cuerpo de Alejandra dentro de un armario. Con el sabor del corazón en la garganta caminó hacia la puerta. Antes de abrirla, se fijó por la ventana para apreciar la corpulencia de las dos siluetas, se secó las lágrimas rodaban por su mejilla, alternando la mirada de la perilla en la puerta al ventanal por el que escaparía.

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