domingo, 10 de abril de 2011

Cartas sentimentales de Hernán Cortés (1485-1547)



VI. La América vista por mí, y no por Colón


A los guerreros aztecas elegidos por Huitzilopochtli para dominar el mundo


Cuando yo me acercaba cada vez más a aquella enorme cuidad donde emergían templos, canales, calzadas, puentes, edificios y espléndidos jardines, creí que estaba viendo visiones y tontos espejismos. Levantaba la vista y el cielo era azul como nunca en Europa, divisaba a lo lejos y, acueductos piramidales como palacios se levantaban sobre un lago transparente. Igual que un bello y colosal absurdo era para mí la ciudad de Tenochtitlán.

Cuatro formidables calzadas la comunicaban con tierra firme, un colosal rompeolas frenaba las inundaciones y diversos acueductos la proveían de agua limpia y fresca. Iban y venían una infinidad de canoas repletas de coloridas flores, y frutos desconocidos en mi lejana España. Cabe mencionar que la fruta era enorme, y suculenta; dicen se cultivaba en una especie de jardín flotante que supe después llamaron chinampa. Y entonces vi allá, a lo lejos, bajando de la escalinata dorada como el sol, al que me imaginé el gobernante más poderoso de aquel mundo tan increíble; venía acompañado de tantos súbditos como vastos dominios y riquezas luego me enteré poseía a manos llenas.

En veces me miraba con atención, otro tanto con admiración y duda. Y yo siempre quizá me consideré superior que él; pues éste pensaba que era yo una especie de guerrero o Dios Quetzalcóatl que regresaba a reclamar sus dominios. Aunque a veces siento en mi interior una especie de admiración, una profunda admiración un tanto inexplicable, porque él era un hombre como yo, como tú y como todos, detrás de su exquisita riqueza y vistoso plumaje, estaba un guerrero profundo, audaz y carismático; enaltecido por señoríos independientes, y sojuzgado por reinos de indígenas oprimidos, y poblaciones hechas prisioneras para el trabajo y el sacrificio.

Este hombre que menciono como el más poderoso y especie de dios en la paradisiaca tierra era el gobernante Moctezuma Xocoyotzin. Vivía en sus dominios como casi un Cristo europeo: en veces orgulloso y altanero; vivía con muchos hombres, y especie de discípulos que hablaban lenguas distintas, y tantas costumbres hoy versarían a enciclopedias cuánticas, y demás imaginaciones del Castillo se han escrito sobre la Antigua Tenochtitlán. Por supuesto que, todos nosotros antes desconocíamos la amplitud de su nombre, y grandes avances en la medicina, las matemáticas, la ingeniería, las artes o la astronomía; es por eso que pasamos sobre aquel reino que otros tantos marineros de Colón, creyeron la ciudad capital del diablo, y el holocausto para dioses paganos y tardíos.

Recuerdo que esa noche de calor, subí a la azotea con mi conocido y prisionero Moctezuma. El ruido era ensordecedor, como todos los días, bullían los rayos de la luna sobre las crispadas caras de los súbditos mexicas que reclamaban una explicación bajo el yugo que les habíamos impuesto. Y entonces en esa noche tan triste para mi existencia, vi caer al hombre más poderoso del mundo de una pedrada propinada por un indígena y aliado mío, escondido detrás de un enorme ahuehuete.

Todo se desplomó aquella noche, todo imperio Tonoch pagó lo irremediable con su destrucción e incendio. En tanto, sólo la fama y la gloria de la gran ciudad azteca sobreviven como mi memoria hoy en ruinas, y cenizas.

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