domingo, 19 de junio de 2011

El ogrito más hermoso


A Karina, Mariana, y Abril por hacer de Almoloya su Itaca infantil


En una comarca lejana, hace tantísimos años, vivía el niño ogro más hermoso y bueno que uno pueda figurarse. Los rumores son muchos en cuanto sus hábitos, pero era cierto, que sus ojos eran tan nobles y tristes que podrían conmover hasta el corazón de una roca, si este proyectil tendría sentimientos; además, de que la piel del ogrito era de un verde hermosísimo.

El padre de este niño ogro estaba muy triste por la singular nobleza de su pequeño, que podría decirse era el hombre más infeliz del mundo; pero en realidad, mucho más desdichada que el gran ogro padre, era la madre del niño hermoso, quien lo odiaba con aberración y encono, y se desvivía a cada rato por demostrárselo a la luz de todos. Entre los notables desprecios y muestras de su acérrimo rechazo estaba una terrible marca en forma de cruz que le había hecho en la frente con un alambre oxidado, y desde el que se le extendió como una amplia y desagradable cicatriz, por lo que todo conocido nombró al niño como el “Marcado”.

El ogrito hermoso obtenía de su padre permiso para jugar a las afueras del bosque, donde con otros ogritos se divertían con su cicatriz, y su piel verde y brillante; aventándole piedras y lodo sin herirle ni lastimarlo.

Cierto día, al abrir la puerta de su mal construida casa después de estar brincando con sus amigos, vio en el suelo una gran petaca llena con toda su ropa preferida. – ¿Me corres de contigo, madre? –exclamó al ver a su madre con las manos en la cintura–. ¿Quieres que me vaya?

–Claro, hijito –respondió la señora ogra–. Bien sabes tú que te he odiado con toda la repugnancia que me ha embarga, pero éste fue todo el tiempo que te he aguantado; así que vete, y no vayas a llorar con tu padre, porque bien sabes que está enfermo, y pálido desde ayer.

– ¿Sigue enfermo papá? –cuestionó el ogrito, olvidándose de sus maletas–. ¿Qué le ocurre?

Tal vez no sea nada grave y mañana ya esté de pie –respondió la madre.

Y le explicó que el estado de su ogro padre sólo era un leve dolor en el pecho que le obligaba a guardar reposo y no a hacer coraje, añadiendo que ese era el motivo por el que había tomado la decisión de mandarlo lejos de casa, a un lejano y viejo árbol que estaba del otro lado del bosque; junto a un molino abandonado, para que el pálido y enfermo se compusiera más rápido al saberlo lejos.

–Me marcharé en este momento –aseguró el ogrito al comprender la posible explicación de su madre. Tengo deseos de que se componga mi padre, y alguna vez conseguir su perdón por haber nacido como soy.

Aún había luz en el bosque, pero como la mamá del ogrito quería que el niño se marchara cuanto antes, y no regresara por temerle al anochecer, le dio un suéter, una bolsa de sobras y una verduzca garrafa de agua estancada. Después, le puso la petaca al hombro, y acompañándolo hasta la puerta se despidió de él haciéndole un gesto despectivo y sucio. A pesar de que el ogrito tenía muy claro marcharse pronto, creyó prudente hacerle una aclaración.

–Camina rápido y sin pisar fuerte –le dijo–, y no te desvíes del sendero más angosto. Procura no mover ramas ni chiflar como acostumbras, porque el cazador puede encontrarte.

–Descuida, madre –respondió el ogrito; amarrando la bolsa de sobras a un tirante de su petaca, que colgaba a su vez ésta de su formidable y singular hombrito de niño, y emprendió el camino al que lo aconsejó su madre.

El cielo todavía era de color naranja. Las aves y los insectos convivían con el fresco rumor del aire acariciando las ramas de los arboles. Pero el color y el perfume de las flores parecían contrastar con el corazón del ogrito, que tan apachurrado y triste se sentía. Porque el niño, que sin embargo quería a sus malos padres, deseaba algún día volver a verlos. Despreocupado de en cuanto pudiera toparse al cazador, sólo pensaba en el momento de regresar sobre sus pequeños pasos.

Sin embargo en ese preciso momento en que todo parecía normal y tranquilo, alguien olfateaba el aire con los planes más perversos que puedan en un hombre y animal concebirse.

Era el viejo cazador y su siempre acompañante perro café, un malísimo par para los animales y ogros del bosque. En cuanto percibieron la presencia del ogrito sintieron las ganas de volver a observar la sangre azul correr sobre sus pies, porque cabe decir que la sangre de un ogro es azul y venenosa como tinta de un cielo en abril se pueda hacer. Ya en otra ocasiones el cazador había observado al ogrito, y temía a que un día muriera sin poderle arrancar la verde y brillante piel. Por lo que se mantenía escondido cerca de un molino abandonado, guardando la distancia de la aldea de ogros, porque también, cabe decir que dos o más ogros son horrendamente peligrosos; y esto para el viejo cazador era arriesgar su vida, y la posesión de su largo y preciso rifle; además, la fidelidad de su terrible y colmilludo perro café.

– ¡La gran oportunidad de mi vida! –se había dicho el viejo cazador al ver a corta distancia al ogrito, con la cabeza gacha, y recorriendo desapercibido el estrecho sendero. Pero acuclillado, escuchó también varios ruidos a lo lejos, agregó: –es más seguro aguardar un momento y, no perder la paciencia de mi vida para tener en mis manos a ese verde trofeo.

Y así esperó y esperó.

Mientras tanto el ogrito continuó dando paso que lo internaba cada vez más en el profundo rumor del bosque, hasta ver a lo lejos el alto, viejo, pero aún admirablemente verde árbol que tanto le había insistido su madre. Entonces, el cazador abandonó los arbustos que le hacían de escondite y salió a la carrera con los ladridos de su perro por delante, y su escopeta cebadita sentenciando lo que el final de este cuento podría ser.

– ¡Alto y no te muevas, animalejo éste! –exclamó en un grito atronador con la amenaza de su rifle apuntando a la cabeza del ogrito–; ¿cómo te llamas y qué te pasó en la frente?

Al ver junto a él tal terrible instrumento que atronaba los miedos, y desapariciones en el bosque, y en su aldea de ogros; el niño se asustó y tembló tanto, pero como era tan bien portado y noble, respondía a todas las preguntas que le hacían el perro y el viejo cazador; riendo estos a bocajarro:

– ¿Quieres saber mi nombre o, quieres saber cómo me conocen todos al tener esta cicatriz en la frente?

– Me da igual –respondió el viejo cazador, calmando los ladridos interrogantes del perro y colgándose el rifle al hombro.

–Pues mi madre me odia y me hizo esta cicatriz para que todos me dijeran con desprecio el “Marcado”.

– ¡Que feo nombre! –ladró el perro–. Sin duda es un ridículo nombre que marco tu destino y el poco que te queda. Volvieron a reír los dos compinches…

El ogrito tembló de pies a antenas, la piel se le puso más verde, pero obscura. Y los ojos se le entristecieron más de los límites de la tristeza que pueda concebirse en un ser hermosamente noble. Y como vio que el cazador preparaba su rifle, se dispuso a correr vuelto loco hacía el refugio de gruesos arboles. Entonces, el perro que había visto las grandes zancadas del ogrito, se perdió ladre y ladre en el sendero que dejaban los pasos olorosos del verde perseguido, mientras tanto el viejo cazador maldecía encontrar algún rastro.

A pesar de que los ogros corren grandes velocidades a cortos lapsos de tiempo; el ogrito fue mordido en la pata derecha por el perro del cazador. Aunque logró escapar subiéndose a un enorme árbol. Luego, todo fue silencio. El perro de café cambió a verde, y babeando regresó camino a morirse a los pies de su amo.

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