domingo, 19 de junio de 2011

Amor en el Sistema Colectivo Metro


Abordaba la primera estación con dirección a Buenavista. Decepcionado de la tan planeada cita con una chica que conocí en el chat, me quedé hundido en un asiento exclusivo para mujeres, niños o discapacitados, muy satisfecho de no tener a nadie delante para poder estirar mis pies y apoyar mis codos en tubular y asiento de junto. Volví la cabeza a mi lado derecho, y detuve enseguida la atención.

A todas luces, se conocían. Sí. Y no creo que eran hermanos. Eran pareja. Él, un hombre equis, y tal vez por su espontánea regla y su galante uniforme de marino, menos que un hombre común y corriente. Ella, fresca, blanca y menudita, con uno de esos toques atractivos y profundos en el rostro, en consonancia al perfecto color y parpadear de sus ojos, una mujer bien parecida para inspirar las líneas de un romance hecho poema o viceversa. Se podía decir que era, sobre todas las cosas, una atractiva belleza capitalina para amar y querer sin diferencia de dichos verbos, sin ser en lo más mínimo coqueta e intensa; y esto es precisamente lo que cuesta trabajo discernir a una mujer actual que se debate entre ser o parecer bella o interesante.
Apreté los labios y la miré de reojo, porque así es mejor que precipitar la atención que podría golpear el rostro y no volverlo al mismo sitio, y porque el perfil de una cara afilada proyecta más estética en el semblante de un hombre que tiene prospectos de pronto volcar su atención sobre un cuerpo femenino que no le presta mayor cuidado su acompañante.

Ocurrió en la estación Olímpica cuando se abrieron y cerraron las puertas con un agudo pitido. Volví en completa la mirada y nuestras pupilas se flecharon. Yo, que había observado el jugueteo de aquellas quebradas pestañas yendo de un lado a otro por la ventanilla, como si fotografiara las ruedas de cada vehículo, me estremecía al sentir su mirada penetrada en mí, y yo reflejado en sus pupilas azules, el alimento más encantador que este corazón de solitario, de calle y deseoso de estrechar un brazo, pueda haber concebido en uno de sus tantos sueños.

Todo fue y pasó tan rápido. Sus ojos escaparon, raudas partículas que juguetean a perseguirse en el aire, pero que pronto la relatividad y el caos de la consecuencia confronta para detonar en definitivo, así su mirada tornó con más fuerza sobre mí, la fugacidad de Ítaca que de mis ojos se había apoderado con el embrujo que puedan propiciar unas pestañas, quebradas, quebradas.

En tanto ocurrió, la subida hasta las nubes de haberme flechado a primera vista, la más pronta caída a la tierra del desencanto. Sus pupilas azules volvieron otra vez a la carga, pero en ese preciso sentí el cumplido de un vecino que sentado a mi lado izquierdo viajaba en la mirada y atención de ella, y después de un momento constaté la comunicación risueña de ambas partes con un entrecerrar de ojos, se coqueteaban.
Así, por ende, este corazón no tenía ni la más remota palpitación a considerar la ilusión y los flechazos a primera vista como su único recurso, en tanto giré la cabeza a mi afortunado vecino de lado izquierdo. Era joven y con un toque de madurez al vestir y comportarse, cabello castaño y ojos grandes, de mirada profunda y un poco dura, que expresaban inconfundible aprobación.

– ¡Que oso, conmigo! –me lamenté–; ¡ay de mí si vuelvo alguna vez más a repetirlo! Estos tipos se conocen y no hace poco tiempo.

Y en efecto, después de llegar a la estación Netzahualcóyotl, mi vecino de la izquierda, que no había vuelto a apartar los ojos de ella, los fijó en las puertas que se abrían. Ella, la espalda recargada en el asiento, y en el bullicio que hacía la gente al salir; no levantaba menor indicio en su acompañante que iba con la barbilla contra el pecho, y seguramente cerrando los ojos.

Se miraban fijamente, atravesando cuerpos que en ratos se ponían entre ellos, aislados del ruido que pueda concebirse en los rieles ante una lluvia desbordante y el tráfico que afuera aumente según la expectativa del domingo.

Durante las últimas estaciones mi vecino a lado izquierdo no volvió el perfil ni la mirada hacia ella. Pero antes de llegar a la penúltima estación, salió por la puerta de enfrente. Miré a mi derecha, y ella también se había ido por la puerta lateral, dejando a su acompañante dormido y con bolsa de mano al regazo…

–Hasta aquí llegó todo –me dije entre dientes–. Él se fue. Ella desapareció y me he quedado solo con este hombre, y sólo falta una estación.

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