domingo, 19 de junio de 2011

Amor entre hombres


Ocurrió que, Juanjo estaba siempre al pendiente de su anciana madre; en ocasiones, la dejaba dormitando, abría el mirador y asomaba por el barandal como un pajarito, luego volvía saltando con sigilo a los pies de su madre; finalmente le sobaba la espalda hasta que quedaba dormida. Y todo esto lo digo, porque Juanjo era un joven ejemplar, un hijo intachable y ante todas las cosas el ejemplo de los ejemplos señalado con pelos y señales entre ceja y ceja en la sociedad.

Horas después, Juanjo volvió asomarse al mirador y entraba luego dando suspiros con la cara fruncida y el corazón otro tanto, en esto doña Micaela, que así se llamaba la madre, le preguntó: ¿Qué te pasa, mi niño? Anda, dime, ya sabes que Diosito allá arriba puede arreglarlo”. Y los labios de la anciana madre palabreaban oraciones en dirección al cielo.

–No se preocupe, madre, es que estoy de ocioso –dijo Juanjo.

Claro, Juanjo, no hablaba en serio, no suspiraba por suspirar; y más apegados al merito de ser precisos, claros y objetivos, cabe decir a nuestros lectores que, Juanjo estaba enamorado a primera vista si hablando de suspiros que tambalean al corazón en un hombre pueden tratarse.

Pero ¿Cuál era el motivo por el que Juanjo se asomaba tan seguido al mirador, y que por lo visto, quería ocultar la confesión a su madre? Trataré de darle pie a dicha explicación.

Ocurría que casi enfrente al edificio de Juanjo vivía otro hacendoso joven llamado Marcelo. Éste muchacho se ocupaba de administrar la pensión que recibía su moribunda madre, una maestra jubilada hace tantos ayeres.

Empedernido lector de poesía: elevaba la admiración del hacendoso Marcelo que, preocupado por los delicados cuidados ofrecidos a su moribunda madre, hacía a un lado las vanidades tan frecuentes en su juventud.

Cierta vez, y capullo la mañana, y hago mención de este hecho para exhortar a aprovechar las primeras luces del día, y no dejaros vencer por la ociosidad y el control remoto que nos ate a la superficie de descanso hasta habernos caído la última tarde. Cierta vez, y en capullo la mañana, Marcelo se encontraba regando las plantas junto al mirador entre los chiflidos de las aves y el ruido del viento doblando las esquinas del edificio más antiguo, cerca de la plaza de la Constitución.

(Bonita forma de platicar a las plantas el de este joven colmado de sentimientos y sensibilidad).

Juanjo abrió la habitación de su madre y salió a agitar unas sábanas que él mismo había desmugrado y tendido al sol.

Juanjo, estimados, era un mulato hogareño y responsable con sus deberes y su casa, y a pesar de contar con el dinero suficiente, no compraba lavadora, ni contrataba servicio de lavandería que bien pudieran hacer sus manos, tallón sobre tallón.

Juanjo observó a Marcelo, y éste compatibilizó la mirada del joven del color.

Volvieron a mirarse y se chapearon a rubor. Marcelo se metió con la regadera en la mano, todavía vaciándola en su andar y, su corazón palpitando en suspirar y suspirar.
Entonces, desde aquel capullo vespertino, en sus frescos y nobles corazones, germinó el amor, sí a amor a primera vista puede tratarse.

Más ruborizados ellos, que el pleno día, no se hablaban y sólo cándidas y fugaces miradas se mandaban de mirador a mirador, adivinándose a plenas luces el germen del amor. Si algún transeúnte noticioso hubiera querido delatar el romance, hubiera tenido que estar situado en medio de los dos edificios de ocho a nueve con la mañana abriendo botón, y Juanjo agitando la misma sábana desgatada y Marcelo vaciando nada en las plantas de su terraza.

Pero aquel día que nos conviene y ocupa, la anciana madre estaba de mal humor. Primero quería tomar agua fría y de sabor, después respirar aire fresco, después el calor del sol y cosas varias que su esmerado Juanjo había tenido que complacerle, con santo y seña a su insistente advertencia de tener que cuidar su salud.

No es de ser mal hijo, y no olvidéis jóvenes lectores de tratar siempre con amor y cuidado a nuestras viejas: que los achaques, el clima, la vista y el dolor de huesos, y demás dolencias, aunque se quiera ganar tiempo para mantenerlas con vida, hay que darles por sus lado bueno y tratar con disimulo de complacerlas.

En tanto, en casa de Marcelo, este joven daba valor de saber usar el sentido común y la paciencia al ver a su madre relatar las tantas pericias amorosas que hubo de tener de adolecente, y entre las cuales culminó con embarazo de su hermanito muerto.

Aquí mis jóvenes lectores, cada uno debe escuchar a su manera y atención los consejos de su madre, cuando esté a la hora dicha de partir; es conveniente que asientan de vez en cuando el esfuerzo de su madre con la cabeza, y de ser preciso besar la cruz que se forma entre pulgar e índice derecho.

Los dos muchachos, cada uno en su casa y con su respectiva madre, reflexionaban y hubo un momento en que miraron el balcón. Sus madres preguntaron: “¿Qué ocurre?”, y luego agregaron, “ciérrame el cuarto y apágame la luz, que quiero dormir”.

Ocurrió que en minutos, más bien cuestión de segundos, los dos muchachos bajaron a la puerta de su respectivo edificio. Justo en medio de la calle, allí, nariz con nariz, se miraron en silencio. Y hermosa prueba del amor a primera vista; se cogieron de la mano para perderse en la distancia de las últimas calles, hasta hacerse un punto insospechado.

Sólo se supo de ellos, cuando se olió el estado pútrido en los edificios que frente a frente, balcón a balcón tuvieron la dicha del sentimiento en silencio y a primera vista entre hombre y hombre: amor.

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