domingo, 19 de junio de 2011

Los gatos de mi azotea


Cuando estaba solito con los gatos de mi casa les quemaba los bigotes con cerillos. En seguida, los dejaba ir y trepaban espantados, creo, a la azotea. No volvían a aparecer en un largo tiempo. Me daba risa porque a algunos no les crecían los bigotes. Eran tantos mininos, como tantos colores hay en el aliento de un dragón, creo recordarlo apenas. Me daba el lujo de recordar y olvidar si a ese precisamente le había pasado el fósforo en mi cumpleaños o en algún domingo cualquiera. Aunque, sin embargo, algunos no se dejaban agarrar, escapaban. Me rasguñaban desgraciadamente. Y yo, bien turulato, a veces no los soltaba a la primera. Pero afortunado, porque mis papás no estaban en casa para exorcizarme con el de la hebilla dorada, con el cinturón. Y pues, ni una idea de que se me desangraba el brazo. Además, ya me habían advertido no agarrarlos y no ser grosero con ellos.

Mis papás siempre llegaban en la noche, llegaban bajando de la camionetota Toyota, doble tracción; las refacciones que vendían en el concurrido y variopinto mercado de la colonia como sospechando mi docilidad ante su mirada y el escape a sus abrazos. La Toyota, era un camionetón que a mí me gustaba, porque estaba pintada con florcitas tipo hippie y tenía un amplio quema cocos, por donde podía sacar mi cabeza sin peligro de carros y…. Pero, en eso de la sangre, mami me curaba las heridas de gato con besos y algunos que otros regaños, sin decirle a papá, que sin duda nos regañaría a los dos.

Los consejos de mamá, me entraban por un oído y me rebotaban por el mismo. No me importaba la larga espera o el dolor del suéter sobre mi costra de ayer; el pedazo de una lechuga orejona y perejil chino sobre mi codo. Y, sentado en las escaleras al otro día, envuelto en una frazada vieja, con una pierna de pollo frita y grasienta de la comida del domingo; tirada cerca de mis zapatos o una alita todavía caliente sacada de mi plato del desayuno; se acercaban y la comían los desdichados gatitos. Pagarás lo de ayer…, aunque tú no fuiste, te pareces al que me corto aquí, me decía, como soplándole al gato color nicotina en la oreja. Mi maquinación de meterlo en la vieja lavadora del jardín, o encerrarlo en la vieja casita del árbol, estaba en curso.

Los mininos me tomaban cariño, hasta lamían el suelo saboreando el pollo a las brasas que les había regalado directo de la cazuela de mami; haciendo a un lado las papas fritas. Se calentaban, pegándome pelo en casi toda mi ropa. O me lo agradecían así, dándole vueltas a los ruedos de mis pantalones, sin hacer nada, sólo ser bola de pelos. Algunas pelusas hasta iban a dar a mi legua. Eso decía, que me habían perdonado. Pero yo no lo había hecho. La herida todavía estaba fresca en mi brazo.
Hay que reconocer. Reconocer es una forma de identificarse. Pero total, reconozco que a alguno lo perdonaba y lo dejaba juguetear su cuerpo y cola en mis pies. El sol esplendido y bueno de invierno, caía sobre mi cuerpo y el gato en mis rodillas, ronroneaba con sus ojos cerrados, como una caricia. Era encantador tener la compañía de un gato casi todos los días de la semana que mis papás estaban trabajando lejos o estaban peleados y me descuidaban.

Cuando los miaus no se dejaban agarrar, los perseguía por todo el patio y a algunos los atrapaba. Y, aunque me rasguñaban, ya tenía abierta la tapa de la lavadora vieja. Con la cabeza rebosante de sol y maldad. A algunos por pura venganza, los metía allí dentro a purgar su condena, o terminaban atrapados con una cubeta encima, si de veras eran muy astutos y gordos. A veces no entendía mi cariño hacia ellos. A veces pienso que me desquitaba muy fuerte con ellos, porque tal vez alguna gatita estuvo preñada. Era yo un dictador enano, un domador feliz en mi territorio de árboles frutales y carnes de la tienda de mi abuelo. No lo sé, son recuerdos que me hacen a veces feliz al recordar, mientras escribo.

A veces pienso en la felicidad. En la modesta felicidad, como una entelequia. Esa idea platónica de lo perfecto. Dicen que la felicidad es una cumbre de un segundo. Pero a la larga, a mí me gustaría que fuera al menos una llanura infinita de siete segundos infinitos y prolongados, como la vida de los gatos de mi infancia…
Regresando a los miaus, que estaban dentro de la aparato o en la cubeta de diecinueve litros. A veces los dejaba ir. Y ellos corrían lejos de mí, como si fuera su última vida gatuna. Les quitaba la cubeta de encima. Aunque, algunas ocasiones terminaban días en la lavadora blanca y vieja, de mi abuela Mina. Porque, según yo, quería que durmieran cómodos o purgaran maquiavélicamente su condena, por haberme rasguñado o ser desconfiados conmigo. Total, no sé, pero los días pasaban y luego, los gatos saltaban escuálidos fuera por fin, pues mamá, les abría la tapadera; los había encontrado y a mí, se me había olvidado. Aunque, esto no pasaba todos los días, porque en la casa de mi infancia los bigotes rostizados paseaban diario en mi azotea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario