domingo, 19 de junio de 2011

El auto deportivo


La vida sigue y aunque esté alguna ambulancia presionándote con la sirena, la muerte también. ¡Este día sí que estuvo difícil para mí! Nunca había visto a nadie morir de esa forma. Se llamaba Paulina, la conocí arriba de una ambulancia, iba ella con su diadema blanca en el pelo y tenía sus pestañas quebraditas, quebraditas. Confieso que Paulina me gustó a la primera, le calculo tenía unos 25 años exagerando mi estimación, su cara de niña tierna me complacía al verla hablar y tomarnos fotografías para echarse a reír a bocajarro recargándose sobre la puerta trasera, decía: espera, espera que aquí saliste bizco; otra, otra que salió movida. Y yo le decía: Pues muévete con ella. Todos reíamos con la confianza que uno se tiene al conocer a alguien que pronto será parte de tu círculo social y de trabajo.

Éramos cuatro, íbamos sentados en un sillón largo que aún conservaba el azul primario de algunos años atrás, teníamos enfrente a nuestros pies la camilla y más enfrente los botecitos con diferentes etiquetas que mencionaban los accesorios de curación y demás soluciones para aliviar de emergencia. Yo fui el cuarto y el último en llegar, subí a la ambulancia por una puertita lateral y me presenté, porque cabe decir que, soy nuevo en esto de recibirme como paramédico. Aunque ya íbamos a la ceremonia que nos reconociera como tal, porque eso sí, a la Cruz Roja le debo mucho, muchas satisfacciones y experiencias también, así que por tanto iba afeitado e impecable, todo bien y en forma como tiendo a ser, cuando algún evento deseado por años no contiene mi merito y felicidad.

La sirena se hacía escuchar sobre la avenida Reforma. El comandante de la ambulancia para todo quiere hacerse notar, usa el protagonismo como su mejor arma y en este caso a su conveniencia.

Crucé comentarios sobre su preparación y trayectoria académica con los tres colegas paramédicos y juzgué un poco sus uniformes bien almidonados y sendas crucecitas rojas en los antebrazos. Mi saco me venía flojo pero yo estaba contento, viendo luego como el comandante Rodolfo maniobraba a toda velocidad por la avenida. Me encanta aquella sensación de ver como el sonido de una sirena puede abrir el mundo si se pudiera, pero no se abrió el mundo, cierto, sólo los autos se hacían a un lado para dejarnos pasar; lo que se abrió fue una puerta por la que salió despedida Paulina –ayyy–, rodando por la avenida y gritándole yo al comandante que se detuviera –pare, pare, pare–. La ambulancia se detuvo y el ruido de la sirena también. Desde escasos metros pude ver a Paulina cercenada; un carro deportivo del año y rojo, le pasó por encima, corrí a su lado, todo era sangre, calor y mareo que por poco me caigo con sus sesos. Su rostro era irreconocible, su traje azul y chaleco con bordada crucecita no le sirvió para nada ni siquiera se reconocía las caligrafías de la Cruz Roja en su pecho. Todo pasó tan rápido que ni mi preparación de años ni mis escasos sentimientos ni mis manos al menos sirvieron para darle los primeros auxilios y reanimarla, sacarla de aquel mal sueño, de aquella mutilación de pesadilla.

El comandante Rodolfo, se llevó las manos a la nuca, dijo, que he hecho, palideció a pesar de ser un hombre blanco su rostro tornó color papel arrugado y creí yo que iba a caer al suelo, pero afortunadamente dos de mis compañeros lo llevaron a la ambulancia.

Me quedé a lado del cuerpo, de los pedazos de cuerpo y sangre coagulándose con el calor y el aire denso; mirando al chofer que lloraba con ahínco sobre el cofre de su auto deportivo, de su compacto pero asesino auto deportivo. Mis compañeros no regresaron con las sábanas sin antes encender la sirena y activar la llamada de emergencia.

Todo era consternación, miedo y sorpresa. La fila de autos transitaba lento –no veas eso hijo, tápate los ojos, tápatelos ya–. Fluía el tráfico como suele fluir en un México en donde no pasa nada.

El vehículo rojo que atropelló a Paulina estaba como intacto, ¿qué tan intacta puede estar la consciencia de los objetos que asesinan, que matan? No sé ¡No lo sé! Pero el susodicho auto deportivo sólo sangre tenía en las ruedas, sangre que rápido pasaba inadvertida porque el sol estaba como a las doce de la tarde, jueves y en Reforma.
Las patrullas llegaron y con ellas todo el ruido que se pueda imaginar. Estridente malestar auditivo que infunden estos hombrecitos del supuesto orden mexicano. Los altavoces, los conos y las cintas con la leyenda: Prohibido el paso, se hicieron presentes. ¿Y para qué si ya es tarde? Fue la pregunta que todavía me hago, mirando el reloj en el monitor, mirando en el recuerdo de mi mente el cuerpo de Paulina.
Los tres semejantes que permanecimos en la ambulancia, explicamos la situación ante los hombrecitos del orden que tomaban nota y fotos por doquier, al tiempo que otro singular personaje nos daba hora para rendir declaración en el Ministerio Público de la delegación más lejana que pudiera saberse y yo desconocer.

El comandante de la ambulancia simplemente dio su nombre, como quien dice Rodolfo con toda la confianza y alegría del mundo. Tomó el volante y ahora con la consternación, miedo y arrepentimiento que no vi nunca en la cara de un conductor ni de película o cortometraje, nos llevó a la Ceremonia que nos diera la categoría de paramédico –plas, plas, plas–. Todavía me duelen los aplausos, en mis manos siento todavía la sangre de Paulina reclamándome algo que no logro entender, porque no agarré a golpes a ese chofer cobarde, que se dice comandante o dueño de auto deportivo. Pero el tiempo corre como una ambulancia abriendo paso, llevando consigo vida y muerte, también la vida sigue y a quién le importa si se acaba por los años o un accidente, a mí ya no. ¡Al diablo con esto! ¡Al diablo! La vida sigue y es labor de un paramédico seguirla hasta el final aunque sea su contradicción en años viendo morir gente.

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