domingo, 19 de junio de 2011

Rosario, mi Pony, mi Cony, da igual


¿Y qué voy a contarles? No sé, tal vez mañana. ¿Y qué voy a hacer mañana domingo? ¿Salir a correr?, ¿leer un libro?, ¿preparar la cámara de video para el Bicentenario? Realmente no tengo planes. No quiero hacer mucho. Si se trata de reflexionar, ya lo hice. A veces la soledad y estar cavilando ideas me enferma, porque ningunos de mis planes concluyen. Quisiera salir a jugar en las tardes, a botar el balón en las tardes, pero últimamente hace un sol del demonio. Escribir ya me aburrió, no tengo nada que contarles, por ahora sólo quiero plantarme en Reforma y admirar el tan vitoreado desfile. Es una lástima que ya no me sirva la intimidad conmigo mismo, la televisión me aburre, cuando la enciendo y después de dos o tres horas de verla, la apago, quedo igual de simple… Pero ahora ha sonado el teléfono y parece que en unos minutos vendrá mi hermana, voy a desempolvar la cámara de video, y seguro hasta aquí dejo esto, porque mañana tal vez y me levante con unos ojos menos rojos que los que ahora tengo, y con ganas de algo mejor que contarles.

¿Y qué voy a contarles hoy domingo? Ya sé, tal vez les invente un cuento en donde estallan granadas de fragmentación en pleno zócalo cuando Calderón esté dando los Viva México. No. No, eso suena igual que las noticias que indigestan día a día el televisor. Voy a escribir del secuestro de Cevallos, ¿o de la Revista que me publica en Tabasco, toda inundada? No, ya sé, voy a escribir algo sobre la descalabrada que puede sufrir un paracaidista al aterrizar en pleno zócalo y ante la mirada del espurio. ¡Déjate de pendejadas, Israel, y sólo escribe! Escribe de algo actual, algo en que te sientas competente, ¿en nada? ¡Qué va, dicen que eres tan marginal tan corriente! Escribe de tus conocidos pero sin lastimarlos. No. Mejor escribe de tus desconocidos, pero populares por otros; escribe sobre el sicario que apodaron la Barbie, ¿o de tus ojos rojos? Ah, ya sé, ¿del puto que te la agarró en la Sogem? ¡Qué poca madre, sigo sin tema que me inspire!, de plano de que me sirve la carrera de periodismo si no puedo ser ni escritor. ¡Ay de mí! no sé, sigo sin ganas, sinceramente hoy no escribo.

Mejor voy a recontarles la historia de Rosario, la historia que modificó mi vida, me subió a la cima y me dejó caer al suelo, al mismo suelo en que ahora me encuentro todo deshilachado del corazón. Y creo empieza algo así… La vida de Rosario trascurría pensando en que primeramente Dios se casaría, mientras tanto gozaba de tres privilegios que hoy cualquier mujer anhelaría: una preparación académica envidiable, un trabajo propio y por ende el respeto y admiración del público. Pero para ella nada significaban esas tres distinciones tan bien vistas actualmente, sino que las tomaba como normales en su vida tan llena de aplausos y tristes melodías.
La madrugada de ayer no había dormido muy bien pensando en su soltería. Hoy primero de diciembre se había levando con la idea de que se iba a casar. Se detuvo junto al balcón y dejó su libro de finanzas personales a lado de un jarrón de orquídeas sintéticas que un desconocido llamado Valentín, hace años le había obsequiado por correspondencia, precisamente un catorce de febrero de un año que no me viene ahorita a la mente para actualizarte mejor mi querido lector, pero seguro y existió el hombre o al menos la intención para con Rosario. Ok, sigo…

Todos le decían Chío y a ella le gustaba. A veces también le encantaba filosofar en la abstracción fonética de esas cuatro letras. Con indiferencia escuchaba pasar la campana que anunciaba la recolección de basura; un oloroso camión que ensordecía el ambiente con gastadas canciones navideñas. Pero eso sí, Rosario apreciaba el fresco sol de diciembre, bañarle el blanco rostro y el cabello rojizo con la nostalgia de quien se siente extrañamente realizada. Segundos y sintió una delicada caricia en ambas piernas, giró su bien formando cuerpo y miró a su gato alzarle la cola y pegarse más a ella.

– ¿Me extrañaras, querido? –se dijo, si bien cuidando sus monólogos y algo extrañada ella misma se contestó.
– ¡No, Napoleón, tú siempre fuiste mi preferido! –esbozó una sonrisa al mismo tiempo que alzaba en brazos al pequeño gatito pardo y luego, acunándolo como un hijo; le cantó alguna tonadita que bien recuerdo de un amplio repertorio del grillito cantor; Francisco Gabilondo Soler.

Rosario le había puesto Napoleón por nombre al gato, además, le servía de lo mejor en su escudilla. Pero como Napoleón esa vez no comió, sino que salió al menor maullido en la azotea hecho por otro miau escurridizo. Pensó Rosario en vestirse y dejar de observar por su balcón la melancólica comitiva que se dirigía con pasos tristes y cansados al cementerio, cargando un fardo de nostalgias y soledades que se sentía hasta en el aire.

Diez minutos después, la mujer salió de su departamento sin probar bocado ni jugo de naranja al menos. No fue a dar clase a la universidad ni a presentar su nuevo proyecto financiero ni mucho menos al desayuno con el rector Narro Robles, sólo pasó al cajero para comprarse su vestido de novia, el más blanco, el más almidonado que había visto. Mientras regresaba con bolsas y cajas dentro de su nuevo auto rojo, la gente del edificio la observaba extrañada y la juzgaba de acelerada; los más curiosos le preguntaron directamente al ver sacar una crinolina amplia y subirla con dificultad por las estrechas escaleras.

– ¿Tiene usted fiesta, señorita Chío? –y ella con una amplia sonrisa les respondía–: No, pero me voy a inventar alguna, ya verá después la fama del edificio que hasta en cuentos, periódicos y revistas se escriba.

Los inquilinos creyeron entonces, que la seguridad de todos estaba en peligro. Decidieron poner al tanto al dueño del inmueble que, cuando se enteró este regiomontano de lo ocurrido; se le saltaron los ojos quedándosele así por los últimos días de ese año, porque después aceptó ir al médico e inyectarse penicilina en la caída papada que tenía, y hacerse uno que otro arreglito cosmético, para finalmente darle eso de remodelar todo el edificio, ahora de color de rosa y cuestionable reputación.

Al quedar de nuevo sola y en silencio, Rosario dejó las bolsas sobre la cama con dosel pintado de color azul, y empezó a regar por todos lados del departamento las hojas de su grueso diario y algunos cuentos inconclusos que nunca terminó, o al menos no quiso ponerles un final entre trágico y romántico, como solía siempre hacerlo; en cambio, se puso a tararear una tonadita divertida y desempacó el vestido de novia, se puso aretes, anillo y collares, y enseguida sin ningún recato, quemó: sus títulos, doctorados honoris causa, condecoraciones, diplomas y demás papeles firmados.

Napoleón maullaba de angustia al ver que esa tarde su compañera no era la misma de siempre y decidió salir a llorar a las puertas de los inquilinos para evitar lo que intuía en su instinto felino.

Los vecinos alarmados por los maullidos desgarradores que expresaba Napoleón, decidieron llamar a la nueva policía capitalina que el jefe delegacional había puesto en el pedestal del Bicentenario. En aproximadamente treinta minutos después, aparecieron dos gendarmes gordos, bigotones y chaparros, con su acostumbrada gorrita azul y macana respectiva. Aunque, todavía el dueño del inmueble no se presentaba a parlotear con su colgada papada el reglamento de condominios y convivencias, y demás diplomacias ridículas como absurdas; el edificio ya estaba rodeado por inquilinos y curiosos que pasaban de largo por el sitio de estacionamiento donde esperaban dos patrullas con las torretas encendidas.

La señorita Rosario, ante el bullicio que afuera aumentaba, se acomodó el reluciente prendedor en el teñido cabello. Alisó el vestido blanco y sujetó su ramo de flores azules en ambas manos. A continuación, caminó como muñequita alemana hacia la cocina, tomó discretamente un pequeño cuchillo, para ensartárselo al gato una y otra vez. Un policía moreno entró en la cocina, y algunos vecinos se pusieron alerta escuchando y viendo por el quicio de una puerta entreabierta.

– ¡Deje el cuchillo sobre la mesa y ponga las manos en alto, señorita! –gritó a voz en cuello el oficial del orden que alzaba presuroso la tremenda macana negra.
El gato pardo movió por última vez su cola, al escuchar caer el cuchillo junto al chorro de sangre que cubría ya gran parte del mosaico azul.

– ¡Le dije que ponga las manos en alto! ¡Y no camine nada, señora! ¡Es una orden que le digo yo! –expresó rotundamente el policía, pero ella ni se inmutó tantito más bien como que le dio una disimulada risa. Y, a paso lento y tranquilo, diría yo estudiado; salió de la cocinilla para entrar a su cuarto adornado de pegatinas las paredes, dejando el rastro que pronto seguiría el oficial, temeroso de sí mismo como del suelo que dudaba pisar.

– ¿Me extrañaras, querido? –fue lo último que articuló ella y se aventó por el balcón, cayendo sobre su carro rojo para cubrirlo de sangre.
Los inquilinos del edificio se tranquilizaron, un policía sujetó su macana negra al pantalón color plomizo, y la gente curiosa que merodeaba todavía por allí; pudieron respirar cuando Rosario se levantó del cofre del carro, y dijo inquiriendo con su anillado dedo índice a cuanto la miraba:

–Quiero; pero, realmente quiero, que cuando me case me hagan todo lo que se hace en un funeral y…, si no muero dentro de unos años, que me entierren viva vestida de blanco, esa será mi última voluntad que ustedes deben acatar ¿Entendido, queridos presentes?

Y sin más palabras que decir, se volvió a la entrada del edificio. Subió por el elevador que la depositó en el piso hoy más exaltado por la prensa amarillista; la precisa entrada de su departamento en donde la esperaba un gato pardo, parecido a Napoleón, pero que luego, salió corriendo con movimientos de pantera cuanto la vio; brincó a la azotea, se perdió en un espantoso maullido de terror.

En los días siguientes, para ser preciso el último día de diciembre, Rosario se fue a vivir a otro edificio más alto, bonito y discreto; alejado del cementerio español, y demás rezagadas luces navideñas, cerca de una iglesia evangelista. Se consiguió a otro gato menos pardo pero igual de tragón, publicó un libro de cuentos inconclusos, hizo nuevas amistades que gustaban del arte y la filosofía, se ganó envidiables reconocimientos entre ellos el esperado honoris causa por la UNAM, y siguió su vida pensando en que algún primero de diciembre se casaría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario